lunes

Mataco hediondo


Así se dirigen en variadas oportunidades al mataco  Lisandro Vega, en la terrible y deslumbrante novela Eisejuaz, de Sara Gallardo. ¡Mataco hediondo!, suelen decirle  a él o a otros de su pueblo cuando algún blanco quiere correrlo a puro desprecio de donde están. Lisandro Vega, Eisejuaz, al que el Señor le compró las manos y la voluntad, le dio dotes para escuchar su voz directamente mientras lavaba vajilla en la cocina de un hotel, o le envía lagartijas, piedras, pájaros, como mensajeros.  Y le fueron encomendadas tareas que cumplir, aunque no sean claras, que sigue con fidelidad absoluta, aún sufriendo dolorosos desconciertos cuando pasa el tiempo y el Señor no se dirige a él y parece no reconocer las pesadas cargas que Eisejuaz ha asumido, ¿o que Él le hizo asumir?, tal como la de cuidar al Paqui, el blanco paralítico al que odia y que rescató agonizante del barro.  

Barro y lluvia, en la choza una cabeza de oveja en una olla de agua hirviendo para sopa,  semillas y consultas mágicas a un viejo sabio,  la mujer de Eisejuaz ya fallecida de forma violenta, la pobreza más pobre,  la que se alimenta de bichos y camina en el barro y entrega a mujeres y niñas a los hombres. Eisejuaz, Este también, del que sus paisanos esperan que sea el jefe que pueda hablar con el intendente para mejorar algunas condiciones en las que viven, no quiere o no puede asumir esa condición, incluso hasta el punto de que su comunidad le vuelve la espalda.  El monte, de donde escapan caminando los últimos de sus paisanos hacia alguna ciudad porque ya no es posible vivir en él, será adonde Eisejuaz se refugiará llevando al Paqui cargado en una carretilla.  Volverá tiempo después al pueblo a  limpiar y barrer un prostíbulo por la comida.

La hediondez del insulto, sin embargo,  brilla como luz para alumbrar el intercambio social entre pobrísimos originarios y criollos.  Sara Gallardo  lo ilumina, con su lenguaje desplegado sobre errores gramaticales de los hablantes y su maravillosa parquedad  de palabras y de indicaciones.  Un contraste potente entre el exigente monólogo interior de Eisejuaz,  tan claro  y  alienado, y las condiciones que lo rodean,  esas que le recuerdan  el olor que se le siente.

 

(Sara Gallardo, 1931-1988. Otras obras: Enero; Los galgos, los galgos; Pantalones azules)

Babeles

Desde arriba, Dios Padre ve ya hace tiempo que los humanos construyen altas, altísimas torres que rozan las nubes y, por lo que deduce, están tratando de llegar hasta él. Hasta su propia morada, sus dominios, ¿y para qué, acaso quieren espiarlo?, como si no les bastara que ya los dejó pisar la Luna y enviar chiches no tripulados a otros planetas.

Anoche, Dios Padre durmió mal y hoy se levantó de malhumor. Mira hacia abajo y la pequeñez que observa le revuelve el estómago: ¿cómo se atreven? Murmura: estas cucarachas, estas lauchitas, porque ni a ratas llegan, me desafían…Se sirve un café y lee en un portal inmobiliario que se construirá una torre el doble de alta que las Petronas, la de Taipei, la de Shangai , más alta todavía, más y más…De bronca que le da, pega un puñetazo sobre la mesa.  Y ahí nomás, sin contener la rabia, entra al Sistema y liquida con unos comandos a los traductores de Google. 

Y así fue que los humanos dejaron de entenderse entre ellos y  las torres más altas, las que podían llegar a la morada del Padre, no pudieron entonces prosperar. 



domingo

Siesta en Alto Camet

Esta quietud conocida:

terminó el almuerzo,

limpia y guardada la vajilla

terminan las tareas del mediodía,

hace calor,

el viento cierra de golpe una ventana

y luego todo se calma,

se apacigua el mundo,

se estira la siesta adormilada

por el canto de una paloma

sobre el coro en sordina

de las cotorras del parque,

lejanas.

 

Este vacío tan conocido y tan mío.

Medio día ha transcurrido

de este día

 y ya media vida de mi vida.

Cómo se viene la muerte

tan callando,

cómo se queda durmiendo

en la quietud de la siesta,

ya esperando.

 



 


 






 


 


 



viernes

La radio de la mamma

 

No sé yo cuántos serán los que siguen escuchando radio con un aparato de los de antes, con cable para enchufar y también con pilas. En las ciudades, entre los que disponen de Internet,  no serán muchos.  La cosa es que hace un par de meses, estando yo sin conexión, una hermana me prestó una radio de aquellas.

Era la que usaba mi madre. Esta radio fue su gran compañía mucho tiempo, cuando ya no podía seguir la televisión y estaba la mayor parte del tiempo en cama. La tenía siempre en su mesita de luz, al lado suyo. A veces la ponía bajito, un murmullo que nos indicaba, por ejemplo, que estaba despierta; o que tal vez se había dormido con la radio prendida. Otras veces el volumen se le escapaba y de pronto sonaba muy alto, sobresaltando a los demás.  Escuchaba noticias y solía ser la primera en anunciarnos la llegada de tormentas fuertes, crímenes horrendos, aumento de jubilaciones.  Seguía a ciertos conductores y programas y para facilitarle que los sintonizara otro hermano le pintó dos puntitos para encontrar sus preferidos: uno para radio Atlántica y otro para Radio María.  Según su creencia católica rezaba el rosario acompañando el de Radio María, de la que era seguidora fiel. Cuando estaba en esta actividad,  si entrábamos a su habitación  nos pedía silencio y, mejor, que nos retiráramos hasta que hubiera terminado. En algunas ocasiones encontraba o le poníamos música que le gustaba: viejos valsecitos, algún bolero, algunas zambas…La radio era un ancla, una señal de mañanas, tardes y noches, de días de semana y de domingos, de toda esa vida que seguía más allá de su habitación.

Esta es la radio de la mamma, cargada con su escucha, que me tocó volver a  prender. Los puntitos no se han borrado, su memoria tampoco.

miércoles

Por quién doblan las campanas

 Algunas veces, confieso que varias,  o que seguido, me aparto lo que puedo de la cuenta de los muertos y de la batalla política de las vacunas y la presencialidad en  las  escuelas. A veces también aparto la vista del escándalo de los sin techo en las ciudades y de la miseria rampante en los barrios donde no florece ni una changa, y el rebusque es la actividad de cada día. 

Confieso que dejo de seguir la cuenta  de los muertos, las disputas o la miseria, porque no tengo fuerzas para atenderlas todo el tiempo.  Como me deja sin fuerzas, sin argumentos, el miedo que levanta muros y desconfianza, y que de alguna manera me ha recordado el  miedo  bajo la dictadura.

Para estas fechas la muerte ya  ha entrado a la casa de muchos, se ha sentado a la mesa, nos ha mirado a los ojos.  Como inicio de la pandemia  yo no creo en conspiraciones de laboratorio ni en eventos solo naturales,  igual a caída de meteoritos o tsunamis. La muerte que entra a nuestras casas y nos obliga a mirarla a los ojos ha nacido de lo que el humano (con nombre y apellido de grandes corporaciones y de gobiernos y Estados)  hace con la naturaleza, con la vida animal, con el medio ambiente. Y la naturaleza, que es inteligente y ciega, destruye a quien la destruye.

Duele la pandemia.  Duele lo que se podría hacer y no se hace para detenerla. Duelen y espantan los muertos de a miles, anónimos, y duelen tanto los cercanos, los de  nombre y apellido conocidos, los  familiares, los que hablaban de cierta manera, los que tenían  ciertos gestos,  los que sabíamos quiénes eran. En la historia de las pestes siempre aparecen el miedo y el dolor, invariables. Y más quiere el miedo levantar los muros de cada uno, para hacernos isla, más cada uno es parte del continente  que el virus construyó.

Ningún hombre es una isla

“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo…
Ninguna  persona es una isla, la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad. 
Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti.
(John Donne)

A la memoria de mi excuñado Carlos, mi prima Verónica, su marido Pedro, y mi compañero de trabajo Fernando, entre varios más.  Y al océano de los que me son anónimos pero formaban conmigo el archipiélago humano.

sábado

El bicho

 

Isabel  se agacha para enchufar la computadora  y ahí nomás, en el  suelo, abajo del enchufe, encuentra un bicho. El bicho es grande para ser bicho, flaco y largo, y de color cobrizo. Está inmóvil.  Isabel no lo reconoce pero parece que es de los que vuelan aunque ahora esté en el piso. Una atávica memoria de vida urbana le ordena: matalo. Y sin dudar, en realidad sin pensar, empuña un raid que tiene por ahí, y lo fusila.

Repite el fusilamiento envenenado  tres veces porque las dos primeras el bicho no hace nada, parece que no registra la lluvia atroz del aerosol, y entonces  se le ocurre, a Isabel, que el bicho tal vez ya estaba muerto.  Y en el mismo momento que lo piensa  el bicho cobrizo da un salto con toda su potencia negando esa presunción. Está vivo, bien vivito y saltando. Isabel se asquea, le da repulsa,  y se conduele por el insecto ese, ya intoxicado de muerte.  Que se muera pronto, desea.

Pero el bicho no tiene la misma idea y parece que va a dar batalla. Cae al costado de una silla haciendo un ruidito de toc. Suena toc al caer, tendrá el cuerpo con alguna cubierta algo dura, o como tiene cierto tamaño su cuerpo hace ruido contra el suelo. Toc para un lado, toc para el otro, a un par de metros cada vez y en cualquier dirección. Toc para una ventana, toc para el centro de la habitación, toc arriba de una silla en un salto más alto que los demás.  

Isabel sigue los saltos agónicos con atormentada  atención. No quiere que el bicho se le pierda de vista para asegurarse de que quede fenecido,  no sea cosa que sobreviva a la lluvia de raid, quede oculto por ahí y más tarde se le suba a la mesa o a la cama o algo así…¿Y si se vengara? ¿Si el bicho se vengara del ataque cayendo sobre el plato de comida, por ejemplo, o tuviera cómo morder, o clavar aguijón, o transmitir enfermedades…? Toc para allá, toc para acá … ay, que se quede muertito y quietito de una vez.  En uno de los toc alocados el bicho cobrizo cae sobre un pie de Isabel. Isabel ha sentido el leve choque contra la pierna y luego la caída sobre el pie. Le da toda la impresión de que el bicho sabe lo que hace en sus últimos momentos. También le da una corriente eléctrica de espanto  que le impulsa el pié en una patada al aire para sacarse al bicho de encima.

 El bicho cae lejos de ella y esta vez no hace toc. No hace ningún ruidito. Isabel se acerca desconfiada de que resucite y lo ve caído de costado. Quieto. Espera unos instantes más pero sigue igual,  ahora sí muertito de costado sobre el piso. Busca la pala y el escobillón para tirarlo afuera, en el fondo, para que al menos tenga sepultura natural, culpándose por no haber pensado sacarlo afuera antes del raid.

 Y cuando lo lleva le parece que  todavía mueve una pata.

El sueño de Guernica












¿Adónde dormirá esta noche la mujer

con un niño en brazos?

Esa que desde una foto

nos mira a todos,

su casilla de chapas detrás.

Y el hombre que perdió el trabajo

y no pudo pagar más el alquiler,

¿adónde dormirá esta noche

después de haber llevado a su familia con él?

Con él, al sueño de Guernica.

Un sueño difícil

duro

un sueño de estar mojados

tiritando de frío o sacudidos por  el viento

en ese descampado,

pero soñando.

Un sueño de aguantar la amenaza

y de estar en vigilia todo el tiempo,

pero con un sueño entre las manos.

Los pies sobre la tierra siempre negada,

pero una tierra propia donde levantarse cada mañana

y levantar la casa que diera cobijo

a tanto desamparo.


¿Adónde dormirán esta noche

los que vieron que quemaban sus casillas,

de las pobres las más pobres?

¿Adónde dormirán los golpeados,

adónde llevarán su llanto los ofendidos y humillados?

¿Adónde dormirán  las mujeres

que por fin habían hallado

la tierra de Guernica para vivir su vida?


No dormirá Guernica esta noche.

Aún resuena el desalojo, los gritos

y los golpes, el humo de los gases. 

Sobre Guernica cae un manto,

esta noche no tendrá cielo estrellado.  


Al sueño de Guernica se lo han llevado.


Isabel Garin


Arte: Willy Williams

lunes

La amistad


La historia de mis amistades empieza por las de la cuadra de la casa de mi abuela, en 25 de Mayo. Los chicos de esa cuadra, 10 entre 31 y 32, jugábamos en la vereda, entonces sin ninguna prevención de los mayores, a correr carreras, a las escondidas, a las tocadas de timbre  y a otras travesuras que lideraban los más grandes del grupo,  sin que en ocasiones faltaran las peleas y las facciones.  Otras veces las nenas, solas entre nosotras, jugábamos en la casa de una o de otra. Pero fue allí, en esa cuadra, donde supe de amigas y amigos, y enseguida también que los tendría entre los compañeros de la escuela.
Un poco más grande, cuando le puse el nombre de amiga o de amigo a esas personas que jugaban y estudiaban conmigo, intercambiaban las tareas de la escuela y comentaban de maestras y  de pruebas, o de los otros chicos,  acompañaban en las tardes a ver programas de tv y a debatir en grupo si Palito, Sandro o Leonardo Fabio,  la amistad se realzó. Con nombre de tal fue más clara.
En  la adolescencia la amistad se cargó de mayor intensidad.  Ya no solo la nombraba sino que también sabía qué buscar en ella, qué quería de las amigas, qué compartir con los amigos. Largas tardes de domingos juntas, después de las salidas de sábados, concentrados descubrimientos políticos de lecturas y militancias, pruebas en la escuela y viaje de egresados, muchísimas vivencias de las más importantes de aquella época mía pasaron con ellos y ellas a mi lado.
De más grande  reconstruí la amistad, ese vínculo que se amasa entre varias manos,  con otras personas que encontré en otras ciudades adonde fui o vine a vivir. Compañeros de horizontes, de las ideas compartidas como pan,  abiertos y generosos, cercanos.  Y la confirmé también con algunos de los más antiguos, de los primeros, con quienes nos habíamos perdido entre los tantos años de vivir, para reencontramos en suelo de maravilla,  pisando con pies de adultos sobre las huellas de los niños y adolescentes que fuimos.  Y como corresponde al vínculo vivo que es la amistad no han faltado a veces los distanciamientos, la pérdida y el dolor.
Más tarde llegó este facebook que llama amigos a todos, sean padre o hijo, o abuela o alumna. En fin, el asunto es que aquí también están muchos, no todos, de mis amigos y amigas de las épocas previas, cuando las amistades se hacían cara a cara; y de otros nuevas, que aunque no salgan de la pantalla dan su atención, su punto de vista coincidente con el mío, las broncas y los afectos reconocibles, lo que se ama y lo que se odia parecido.
Y como es otro día de la amiga y del amigo, les dejo aquí mi homenaje a los que tengo y a los que tuve. A los que tuve, perdidos en curvas y contracurvas de la vida,  y a los que  hoy tengo, los que apuntalan cada día mío con su palabra y su mano tendida. Ellas y ellos saben quiénes son. Les doy
hoy mi gratitud.

sábado

Vidas de refrán


Pasto a las fieras


Bibi tiene varias fieras en el fondo de su casa, en el barrio San José, de Temperley. Las fue encontrando de a una, más cerca o más lejos de su casa, solitarias y hambrientas,  y se las fue llevando. A los vecinos no les gusta que tenga fieras en el fondo, desconfían de que se escapen, les da miedo. A Bibi no. A  ella las garras y los colmillos y los ojos lúcidos de animalidad le inspiran ternura. Va al baldío de la vuelta, o hasta el campito a unas cuadras, y junta pasto para darles de comer. Las fieras comen y luego se adormecen.





Pájaro en mano
Cuando era joven el Rolo tuvo  un pájaro en mano pero se cansó de tener que llevarlo todo el tiempo con  él, apretadito en la izquierda, tibio y palpitante. Además a la novia no le gustaba que por ese pajarito le quedara invalidada la mano, así que de mutuo acuerdo la abrió y lo dejó ir. A cambio fue detrás de los cien volando. Ahora que es un tipo grande se arrepiente un poco porque con todo lo que ha practicado nunca termina de contar cien, aparte de que no es nada frecuente encontrar una bandada de cien pájaros.  Suele extrañar entonces el calorcito aquél.





¿Quién te quita lo bailado?


Cuando amanece y el boliche va a cerrar Evelyn mira hacia donde ella estuvo toda la noche bailando y no queda nada: ni cumbia, ni electrónica, ni cachengue, nada queda, nada que se pueda llevar…Sin embargo, de los demás sí queda y se lo guardan en las carteras o bolsillos antes de irse. Esta diferencia la tiene a mal traer, se enoja, suele protestarle a los del boliche, pero siempre le quitan lo bailado y no se lo devuelven.




Isabel Garin