
— Tenés mucha
luz — me señaló, cortándome el paso y sin ninguna introducción—, veo la luz que te rodea.
Me ha
interceptado segura, se ha colocado muy cerca de mí y me clava la
mirada al hablar. No espera pregunta o
comentario y sigue.
— Tenés un aura
muy luminosa, la veo desde que saliste de ahí — y señala con un gesto de la cabeza la entrada del super chino
—. Vos tenés mucha fuerza, tuviste que pasar muchas cosas difíciles, sobre todo hace catorce años,
pero nunca bajaste los brazos y diste pelea — remarca, y yo, que la escucho con secreta delicia porque
me complacen y me divierten estas interpelaciones, hago la cuenta: hace catorce
años era 2002. Claro que las cosas estaban difíciles. Para todos.
—Tu familia tenía muchos problemas laborales pero tu fuerza la ayudó a
superar las cosas malas, enfermedades,
falta de trabajo, abandonos…Tenés unas capacidades que no usás del todo, si las usaras podrías mejorar mucho más tu vida y ayudar a los demás con tu bondad.
Me retiene
hablándome con una voz melodiosa y serena pero su mirada fija está
atenta midiendo mis expresiones. Sigue
prodigándome halagos extrasensoriales que ella desprende de lo que me ve, ahí en la vereda,
parada frente a mí, y parece que no me encuentra nada malo ni débil y que mi aura resplandece. Me entra curiosidad y detengo su
torrente benéfico para preguntarle porqué me interpela así, sin conocerme y sin
que yo la buscara.
Me lo dice con
naturalidad, como si fuera que su condición justifica detener a desconocidos no
videntes en la calle y hacerles notar lo que ellos no pueden observar. Y
después de mi pregunta y de su respuesta el diálogo ha terminado, la videncia
se agotó. Ella ve que estoy por seguir mi camino y se adelanta.
— ¿Me das algo
para hacer unas compras? — me pide.
Entonces la
observo con atención: tendrá unos cincuenta años, el pelo rubio recogido en una
cola, un viejo abrigo tejido que le cae grande y deforme, un changuito, que no
ha soltado mientras percibía mi aura, lleno
de pequeños cambalaches, y la mirada más
atenta todavía, calculadora. Le doy diez
pesos.
— ¿No me darías
veinte que tengo que comprar comida para mis hijos? — me reclama con su dulce
voz.
Meneo la cabeza
con cierta irritación: no me dijo primero a cuánto ascendía su tarifa adivinatoria. Así que giro y sigo mi camino y creo que ella también
gira y sigue el suyo, pero yo no me doy vuelta para ver cómo se esfuma en la noche
fría de Boedo.