
Ahí para. Así llaman los
despojados de todo a asentarse en un lugar,
una ubicación exclusiva en la ciudad enorme, un remedo de casa y de
propiedad, un lugar para indicar adónde se lo puede encontrar. ¿A quién o a quiénes les importaría saber de
él, me pregunto, buscarlo y encontrarlo en este cajero? Braian parece de unos veinticinco
años, tiene el pelo corto y una expresión entusiasta, y le faltan los dientes
de adelante.
Me quedo charlando con él. A mi
pregunta responde que está en la calle desde marzo, que vivió un año y
medio en un hogar del Gobierno de la Ciudad pero que lo echaron porque estaban
bardeando con no consumir, dice, cada
vez bardeaban más con eso, que el faso se deja pasar pero que la cocaína no. ¿Y
qué pasó? Me perdonaron una, dos, tres
veces, pero murió mi viejo, me puse mal, le di a la coca, fui preso, y ahí me
echaron.
Eso me cuenta Braian.
Y ahora cómo lo llevás, le vuelvo
a preguntar porque él me habilita, habla sin tapujos, es simpático y conversador.
Me estoy aguantando, hace dos meses que
no consumo nada, dice, anoche vinieron unos pibes amigos y me ofrecieron, pero
no quise…y chifla, ffffuuu, difícil, eh…
Hace un alto, parece reconsiderar
lo que está contando. Pero yo ya me voy a ir de la calle, el gobierno me va a
dar un subsidio y voy a poder alquilar, asegura, y cuando lo dice la voz le
cambia, la creencia en ese subsidio se la vuelve cálida, esperanzada, y lo
precisa: de 6800 pesos. Yo, que no he escuchado nada de otorgamiento de
subsidios para gente de la calle, me callo la boca muy desconfiada de que ese
buen suceso, suceda. Braian fue a
preguntar ayer al banco donde supuestamente se tramitaría pero no había nada todavía.
Y sigue: en cuanto alquile, busco
trabajo.
Ah, lo acompaño yo en su
alentadora perspectiva, ¿y qué sabés hacer?, y él enumera: fui bachero, sé cortar fiambres, lavé autos, atendí el
kiosko de mi abuela mucho tiempo. ¿Y
porqué no se quedó atendiéndolo? Porque su abuela es muy interesada, lo único
que le importa es la plata, y a él eso no le va.
Así me aclaró Braian.

¿Y molesta la policía?, sigo con Braian, y entonces advierto la inusual manera de charlar que estamos teniendo: yo
de pie, él acostado, arrebujado en su acolchado viejo, al borde de la ruidosa avenida, los dos manteniendo una
larga conversación de lo más natural y fluida como si estuviéramos sentados a
la mesa de un bar. A veces, dice, sobre todo los de la policía de
la Ciudad, esos son unos pibes muy agrandados que te quieren llevar por
delante. Y encima son más chicos que vos, calculo, tienen mi misma edad, corrige,
tienen dieciocho años y se las quieren saber todas, desprecia, enojado.
Yo quisiera saber
si todavía podría irse a la casa de algún familiar, o volver a la que antes habrá
sido su casa, la casa de dónde se haya
ido al principio de todo, al principio de las adicciones, cuando todavía
atendía el kiosko de la abuela o manejaba la cortadora de fiambre en un super de barrio, antes de
que lo internaran en el hogar de donde fue expulsado. Sí, me confirma, yo tengo la casa de mi madre,
pero no quiero vivir ahí. Hace un silencio y agrega: me pegaba mucho de chico, me
pegaba con todo lo que tuviera a mano. Ahora paso a saludarla de vez en cuando,
y a ver a mis hermanas chicas, pero no me quiero quedar. Porque si ahora viera
a mi vieja pegándole a mis hermanitas como a mí, sería capaz de cualquier cosa.
Así me explica Braian.