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sábado

Un hombre dormido

 


Estoy soñando que escucho mi respiración. Mi respiración suena acompasada y nítida, como si yo estuviera respirándome a mi propio oído. Qué clara la escucho. El sonido de mi respiración tira de mí, tira y tira y me arrastra sacándome del sueño.

Todavía a oscuras me  incorporo. Sigo escuchando  la  respiración pero de pronto advierto que no soy yo la que respira con ese sonido nítido. ¿Sigo soñando?  No, ya no estoy soñando, ahora estoy bien despierta.

Enciendo la luz y entonces lo veo: en la cama de al lado hay un hombre dormido que respira profundo con la mayor de las calmas. El descubrimiento me hace gritar con todas mis fuerzas,  me sale un grito de sorpresa y miedo… pero sin ningún sonido, un grito aterrado y silencioso.  Enseguida me duele la garganta, las cuerdas vocales forzadas al máximo pero sin resultado. Siento un mareo. Cuando pasa, una catarata de preguntas se me derrama: ¿cómo entró a la casa?,  ¿cómo no escuché nada?, ¿quién es?, ¿cómo está aquí, durmiendo en mi pieza?

Vuelvo a mirarlo. Como no hubo grito no se despertó y sigue durmiendo en el mejor de los mundos. Lo observo:  está vestido pero se descalzó y dejó las zapatillas, unas Adidas ya muy usadas, una junto a la otra ordenadas en el suelo, y al lado un bolsito de color azul también muy usado. Duerme de costado, un pie sobre el empeine del otro, una rodilla sobre la otra, el brazo de arriba extendido sobre la cadera y el de abajo cruzado sobre el pecho. Tendrá unos 50 años, los pómulos marcados, el pelo oscuro con entradas, y aspecto de reponerse de un trabajo físico que lo ha cansado mucho. Me detengo en la expresión: tiene una media sonrisa, leve, ahora mismo está soñando.

Me quedo mirándolo: me da pena despertarlo. No lo molestó la luz ni lo sacó del sueño mi observación fija y fascinada, y parece que entró nada más que a dormir… Me viene un bostezo. Apago la luz, me doy vuelta y me acomodo la frazada que me tape bien la espalda.

jueves

El pasillo

El hombre sale del ascensor y mira el pasillo para orientarse hacia la oficina a la que debe ir. A sus espaldas las puertas del ascensor se cierran, silenciosas.  Observa el pasillo: es bien raro. Mirando a la derecha parece muy largo o, deduce mirando al techo, esas luces empotradas difuminan  las paredes y hacen ese efecto. Pero en vez de tener paredes comunes, de ladrillos y revoque, parecen metálicas, observa. Las observa con detenimiento. Estira una mano para tocar la pared ¿metálica? que tiene enfrente y cuando lo hace la pared retrocede.

El hombre se desconcierta. ¿La pared retrocedió? Mira hacia los costados, y mira atrás suyo,  buscando algún efecto de luz o de cualquier tipo que cree esa ilusión. Prueba de nuevo: estira el brazo y palpa la pared pero la pared no se deja palpar y otra vez retrocede. Retrocede, sí, sí.

El hombre queda paralizado.  Enseguida su razón explica: ¡las cosas que se les ocurren a los arquitectos y  decoradores! Y enseguida se dice que no puede distraerse más y sin volver a analizar esas paredes extrañas se encamina a buscar la oficina. Camina y camina pero no encuentra puertas con números o letras, o con placas indicadoras de profesiones y ocupaciones. Sigue caminando y caminando hasta que de pronto cae en la cuenta de que el pasillo de un edificio cualquiera no puede ser tan largo. Y también cae en la cuenta de que no hay puertas, numeradas o con letras,  con placas o sin placas. No hay.

Cuando advierte esto se detiene de golpe. ¡No hay puertas! ¿Pero dónde empiezan las oficinas? ¿Y él, cuánto caminó? Mira hacia atrás para calcularlo pero la pared de atrás parece a una distancia normal de pasillo de edificio. Camina un poco más en el sentido que traía: siguen y siguen las paredes metálicas sin puertas, bajo la  luz difuminada. 

Entonces, un reflejo más rápido que su razón lo hace volverse bruscamente y empezar a caminar hacia la pared que dejó atrás. Camina acelerando el paso pero  la pared que antes estaba atrás, y que ahora tiene al frente, está siempre a la misma distancia. Empieza a correr: corre, corre, pero nunca llega porque la pared retrocede a cada paso que da. Oye una voz, un ¡ahhh! de alarmada desconfianza, y cree que hay alguien más en el pasillo hasta que un segundo después advierte que fue su propia voz.  Ahora el miedo lo invade, está solo y no le gusta nada de nada, quiere irse enseguida de este piso inquietante. Vuelve a correr buscando las escaleras pero no hay más que paredes metálicas.  Corre en el otro sentido tratando de ubicar dónde podría estar el ascensor en el que llegó  y  encuentra,  con alivio, el botón de llamada. Va a oprimirlo con fuerza pero el dedo se hunde en el botón, o mejor dicho no oprime nada, no hay  nada que oprimir, la pared retrocede,  el botón es solo una idea.

Entonces sospecha que las puertas del ascensor se cerraron silenciosas detrás suyo, y definitivas también.

IG