Mostrando entradas con la etiqueta teatro. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta teatro. Mostrar todas las entradas

jueves

En una verdulería de Boedo

En una verdulería de Boedo, de cuya ubicación no quiero acordarme, y en la que me proveo con frecuencia, se muestran algunas variedades humanas además de vegetales. Ahí, entre el cabutia y los boniatos, entre las bananas con nacionalidades y las berenjenas apiladas, entre las remolachas y los hinojos, removiendo el precio de los tomates según el mercado disponga, se hallan los actores del teatro que todos los días, de lunes a lunes, tiene programación completa. Unos carteles advierten a modo de decorado: “Todo billete falso será roto” , “Muestre su changuito antes de guardar la mercadería” y "Para su seguridad usted está siendo filmado".  La ambientación musical es peruana. Suenan los huaynos y también las cumbias peruanas y el reguetón, en mayor o menor volumen. A veces el volumen está demasiado alto y a solicitud de algún cliente, lo bajan. Entonces empieza la función.

En el interminable papel de reponer y disponer lo que todo el tiempo los clientes nos estamos llevando trabajan 2 o 3 muchachos, inclinados sobre los cajones, moviendo las bolsas, volcando las cebollas en las bateas, quitando las hojas feas a las lechugas. Uno de ellos luce en los días fríos una gorra original: como es de lana gruesa, con orejeras y las dos “trenzas” que caen a los costados de la cabeza, se diría que es una gorra andina; pero el detalle es que lleva  una “cresta” de lanas erecta, vertical, sobre la cabeza, que le da un aspecto guerrero. ¿Es de los Andes? ¿Es vikingo? ¿Es un casco romano estilizado? Muero por acercarme y quedarme observando la cresta con detenimiento pero no me animo. Los muchachos suelen intercambiar entre ellos, para consultarse algo o para celebrar con carcajadas algún comentario que se hacen en grupo.

Entre ellos está  también un hombre venezolano. Se distingue porque es actor grande, es el mayor, y porque le gusta intercambiar con la gente y tiene siempre muy buena disposición.  Basta que se le pida si puede cortar un zapallo demasiado grande para que lo haga con gusto. También se lo oye hablar de fútbol con los hombres, y responder comentarios acerca de la antropófaga inflación: ¡horror de los precios devoradores! Él asiente, los explica con las  razones que saben los verduleros, las del Mercado Central y los camiones y el transporte, y acompaña, comprensivo.

En las antípodas está su compañera, la que hace su papel en la caja. Una chica peruana muy joven, de unos 20 años, pequeña, menuda. Nunca mira a la cara a nadie, jamás levanta la vista. Toda la operación de pesar y cobrar la hace mirando hacia abajo. No intercambia nada con nadie que no sea lo imprescindible de su trabajo, y la expresión de su carita es cerrada, de una inmutable decisión de que nadie le diga nada más que ¿cuánto es? A veces, si recibe un saludo fuerte y claro,  apenas contesta con  un susurro apagado, un buenos días o buenas tardes tan diluido que hay que esforzarse para oírlo. Me intriga  porqué tiene y  mantiene esa firme resolución de no hacer contacto con la gente, con algunos o con alguien, por lo menos. Un par de veces la vi acercarse a sus compañeros y reírse con ellos pero al volver a su puesto retoma la distancia de piedra con  los clientes. Tal vez le resultemos insoportables, no sé…

Algún domingo a la tarde que fui a  comprar la encontré sola en la verdulería vacía, la vista fija en su celular apoyado contra la balanza, siguiendo algún video. Me ha dado pena verla tan joven en esa soledad dominguera de empleada  tal vez con un franco rotatorio semanal, que nunca le debe caer en fin de semana, y al acercarme a pagar quise abrir alguna charla con ella. Nada, imposible.  Inalterable la negativa a hacer contacto visual y rotunda  la privación de conversar.

Y para completar el elenco estamos los clientes, todos los papeles secundarios. Incontables nosotros, girando repetidos en la semana según los días que vayamos a comprar, tratando de elegir las mejores peras, protestando por los precios, descartando por los precios, viendo qué llevar o qué reemplazar, las comidas de cada casa en la mente de cada uno. Los changuitos chocadores, las bolsas más o menos llenas, según, y la cuenta abusiva en el bolsillo al salir. Al salir por el foro, a las calles de Boedo, después de pagar por nuestro papel de cada día. 



El Viejo y el queso. Suposiciones de una obra de teatro




I
Un jubilado, que vive solo en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires, entra a un supermercado, da vueltas entre las góndolas y las heladeras y como otras veces que ha entrado, ya  sabe de antemano que saldrá habiendo sido solo un espectador. No puede comprar nada de lo que necesitaría, y peor, nada de lo que desearía. Desearía queso,  y también aceite, y que por una vez en la vida fuera aceite de oliva. Eso desearía. Saca los anteojos del estuche y lee el precio de la mínima botella de oliva extra virgen. El precio es una exorbitancia para él, tan exorbitante que en medio de cierta senilidad que ya tiene, no termina de captarlo.
El Viejo se va.

II
Un jubilado, que vive solo en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires, entra a un supermercado, da vueltas entre las góndolas y las heladeras, y como otras veces que ha entrado ya sabe de antemano que saldrá habiendo sido solo un espectador en el  fabuloso teatro del Supermercado, la puesta grande de la exhibición, la escenografía de la venta, la compra, las luces de la oferta y la demanda y la apariencia de libre elección para todo público, aplausos, aplausos. Plin, caja. No puede comprar nada de lo que  necesitaría, y peor, nada de lo que desearía. Desearía queso. Hace siglos que no come queso. Nada sofisticado, nada más que  queso fresco con pan. Le faltan siete días para cobrar, no tiene un centavo, y en su casa lo que hay para comer es caldo, y papas. El viejo estira la mano en las heladeras, levanta pedazos de queso, observa el precio del más chico que hay, y el precio es una exorbitancia para él, tan exorbitante que en medio de cierta senilidad que ya tiene, no termina de captarlo.
El Viejo se va.

III
Un jubilado, que vive solo en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires, entra a un supermercado y da vueltas entre las góndolas y las heladeras. El fabuloso teatro del Supermercado ha comenzado la función. Todos los actores están en sus papeles: cajeras, repositores, supervisores. Vigiladores. Y arriba, en las oficinas, los directores, los espíritus directrices, los que soplaron en la boca de los actores y del barro de la desocupación  les dieron la vida en el escenario de la obra de hoy. Aplausos, aplausos. El viejo no da más de ganas de comer queso. Harto de todo hartazgo de las papas hervidas y del caldo que sorbe después, a desgano.  Así que de los quesos, agarra un pedazo, ¡hay tantos! Se dirige a la salida y al pasar,  de los aceites agarra una botella, de entre los metros y metros de marcas y clases, una  botella nada más. Y sigue caminando a la salida.  Hoy comerá queso y a las papas las comerá fritas. Un actor grita: ¡Alto! Pero el viejo apura el paso. Otro, alertado a la salida, le cierra el paso. La obra se ha tensado, los más cercanos se detienen, las luces del teatro los iluminan. El actor que hace de Vigilador I, y otro cuyo papel es de Vigilador II, imbuidos del espíritu  que ha soplado en su boca, se abalanzan sobre él, le pegan, lo sacan a la vereda, lo patean. Ahí caído, el viejo suelta el pedazo de queso y la botella de aceite. Vigilador I y Vigilador II los toman, los entran, los muestran cual banderas recuperadas en feroz batalla:
Un pedazo de queso
Una botella de aceite.
El Viejo, afuera, en medio de cierta senilidad, agoniza.
Y en el acto siguiente se muere nomás, en el Teatro repleto de mercadería que no puede comprar.

Isabel Garin