
Así que no hay
nada tan mío como ese llamado de
pescadores que me lleva al río de libros, el que corre por la Avenida Corrientes. Lo
conozco como al otro, con sus meandros,
sus crecientes y sus bajantes. Sé qué se puede pescar en cada ribera. A veces
cruzo de orilla en orilla esperando que la corriente traiga de noche, tarde,
ese libro que uno ha estado esperando tanto tiempo... También sé aprovechar las
tardes de enero cuando las calles están calientes como infiernos y hay poca gente que se les anima. Entonces,
los vigilantes flotan en un vapor
de aburrimiento. A mí no me ha fallado, no me falla jamás, el instinto. Busco
el libro entre centenares de libros y lo hallo.
Busco la vigilancia distraída y la percibo. Recojo la línea más rápido
que lo que los ojos puedan ver, y me
llevo mi pez conmigo.
Quien no haya
pescado no puede saber cómo tiembla el libro entre las manos... Se agita, y
después se abandona. Lo sostengo contra el pecho, lo siento palpitar, a veces
no puedo llegar hasta casa y lo abro en la primera esquina o me siento en
cualquier banco. Cuántos versos, cuántas historias, cuántos párrafos claros se
me saltan entre las manos, agitando la cola de un lado para otro, brillantes, mojados todavía...Sí, yo
pesco el libro y me lo llevo a casa porque
digo que por el agua navegan peces, camalotes, canoeros y libros. Y que
el río está corriendo día y
noche, sólo hay que acercarse a la ribera con
línea y anzuelo y tomar del agua lo que el agua lleva.
Pero no me olvido
que los libros pertenecen al río. Después que los tuve conmigo me gusta
devolverlos. Me gusta tanto como pescarlos. Los tomo en una librería, los
devuelvo en la otra. Les dejo uno ya leído, me llevo otro. Mido a la guardia, cruzo de vereda si hace falta, cruzo los libros de estantes, dejo los más
caros en las mesas de ofertas,
mezclo filosofía con ciencia
ficción y misterio con psicología, dejo
poesía entre los de cocina, llevo a Inodoro Pereyra con las antígonas y los macbeths... Pero antes de devolverlos les hago
una marca: les dibujo un triangulito en el margen de la página veintitrés. Y
después, con el corazón mojado,
los lanzo al agua.
Ayer, Corrientes arriba, vi que nadaba uno de
mis libros. Con mi señal, era un pez inconfundible. Pero estaba en otra librería, en una librería
diferente a aquella en donde yo lo había dejado. Es que
el río corre para todos y claro que hay muchos
pescadores...
Isabel Garin
Isabel Garin