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miércoles

La espera


Mi  amiga Rosario, que es ordenada y detallista, tiene  sobre un estante tres vasijas de barro puestas en hilera. Las pequeñas vasijas son de Jujuy, las trajo de un viaje a la Quebrada de Humahuaca, hace mucho. Tienen sus perfectas tapas que causa regocijo abrir y cerrar porque remiten a un recipiente grande  pero tienen tamaño de juguete. En una de ellas guarda monedas,  que ahora casi no tienen valor pero que a ella le gusta juntar. Si pasado el tiempo la vasija rebosa de monedas, las cuenta, las separa en paquetitos y las cambia en el autoservicio chino de la cuadra.

En otra de las vasijas Rosario guarda pequeños objetos punzantes. Son chinches con sus cabezas rojas, azules y verdes; alfileres,  clips variados y  clavos de diversos tamaños y tornillos de cuerpos torneados. Los clavos y los tornillos son sobrantes de arreglos que solo muy de tanto en tanto se hacen y Rosario no recuerda desde cuándo viven en la pequeña vasija, tanto tiempo llevan ahora sin ser utilizados. También hay ganchos muy malintencionados, con puntas filosas por sus dos extremos,  y dos clavos miguelito de recuerdo de remotas y duras manifestaciones en las que participó en su juventud. Cada vez que Rosario toca o abre esa vasija siente en la mano una aprensión táctil, dice, una sensación de que la misma  vasija es agresiva y filosa.

En la tercera vasija, Rosario guarda pequeños objetos inclasificables. Casi todos ellos extraviados, por ejemplo: una tapita con rosca que la desveló suponiendo que cerraba el conducto de algo importante que, sin tapar,  se desinflaría y desaparecería del universo; una extraña bolita metálica que barrió un día por sorpresa y  que corría por el  suelo con vida propia; lo que parece un topete clásico pero que después de probado en las patas de las sillas de su casa no correspondía a ninguna de ellas; tres cuentas de collar que también aparecieron debajo de muebles una mañana de limpieza pero que no son de ninguno de los suyos; una ruedita con el exterior metálico y el interior de goma;  una tapita cóncava,  y otra tapita convexa pero que no coincide con el tamaño de la cóncava (Rosario lo ha comprobado); una arandelita de bronce  cuyo sonido al caer ella escuchó claramente, desprendida de algún artefacto que no pudo identificar, y otros objetos diminutos que le causan una mezcla de curiosidad y de enojo, a veces por no poder reconocer sus orígenes y otras veces por no poder desprenderse de ellos sin más, tirarlos a la basura y listo, en la perseverante espera de que un día les encontrará su precisa ubicación en el caos de las cosas.