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jueves

El pasillo

El hombre sale del ascensor y mira el pasillo para orientarse hacia la oficina a la que debe ir. A sus espaldas las puertas del ascensor se cierran, silenciosas.  Observa el pasillo: es bien raro. Mirando a la derecha parece muy largo o, deduce mirando al techo, esas luces empotradas difuminan  las paredes y hacen ese efecto. Pero en vez de tener paredes comunes, de ladrillos y revoque, parecen metálicas, observa. Las observa con detenimiento. Estira una mano para tocar la pared ¿metálica? que tiene enfrente y cuando lo hace la pared retrocede.

El hombre se desconcierta. ¿La pared retrocedió? Mira hacia los costados, y mira atrás suyo,  buscando algún efecto de luz o de cualquier tipo que cree esa ilusión. Prueba de nuevo: estira el brazo y palpa la pared pero la pared no se deja palpar y otra vez retrocede. Retrocede, sí, sí.

El hombre queda paralizado.  Enseguida su razón explica: ¡las cosas que se les ocurren a los arquitectos y  decoradores! Y enseguida se dice que no puede distraerse más y sin volver a analizar esas paredes extrañas se encamina a buscar la oficina. Camina y camina pero no encuentra puertas con números o letras, o con placas indicadoras de profesiones y ocupaciones. Sigue caminando y caminando hasta que de pronto cae en la cuenta de que el pasillo de un edificio cualquiera no puede ser tan largo. Y también cae en la cuenta de que no hay puertas, numeradas o con letras,  con placas o sin placas. No hay.

Cuando advierte esto se detiene de golpe. ¡No hay puertas! ¿Pero dónde empiezan las oficinas? ¿Y él, cuánto caminó? Mira hacia atrás para calcularlo pero la pared de atrás parece a una distancia normal de pasillo de edificio. Camina un poco más en el sentido que traía: siguen y siguen las paredes metálicas sin puertas, bajo la  luz difuminada. 

Entonces, un reflejo más rápido que su razón lo hace volverse bruscamente y empezar a caminar hacia la pared que dejó atrás. Camina acelerando el paso pero  la pared que antes estaba atrás, y que ahora tiene al frente, está siempre a la misma distancia. Empieza a correr: corre, corre, pero nunca llega porque la pared retrocede a cada paso que da. Oye una voz, un ¡ahhh! de alarmada desconfianza, y cree que hay alguien más en el pasillo hasta que un segundo después advierte que fue su propia voz.  Ahora el miedo lo invade, está solo y no le gusta nada de nada, quiere irse enseguida de este piso inquietante. Vuelve a correr buscando las escaleras pero no hay más que paredes metálicas.  Corre en el otro sentido tratando de ubicar dónde podría estar el ascensor en el que llegó  y  encuentra,  con alivio, el botón de llamada. Va a oprimirlo con fuerza pero el dedo se hunde en el botón, o mejor dicho no oprime nada, no hay  nada que oprimir, la pared retrocede,  el botón es solo una idea.

Entonces sospecha que las puertas del ascensor se cerraron silenciosas detrás suyo, y definitivas también.

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viernes

La personita



El chico, que tendrá unos veinte años, me cuenta que no fue un descubrimiento en algún momento de su vida, que lo ha sabido y lo ha sentido desde que puede recordar y que siempre le ha parecido tan natural  y tan propio que ni siquiera se le habría ocurrido comentarlo con alguien, como nadie comenta, por obvio,  que tiene dos orejas o cinco dedos en la mano.

El chico dice que tiene adentro suyo una personita que lo habita. Cuando me lo dijo lo miré con desconfianza calculando si no estaría en pleno delirio, pero luego le creí y me dejé llevar por su relato. La personita que lleva adentro mide unos tres milímetros y así como es de mínima lo reproduce exactamente, tal cual es el mismo chico pero en tamaño minúsculo. Habita entre los huesos del cráneo, por las órbitas, los maxilares, los cornetes. Por lo general duerme detrás de la nariz, acurrucada en la cavidad nasal y tan cómoda que el chico ni la siente. Es muy curiosa y suele salir de reconocimiento por un oído o por otro, aunque también suele dormir largas temporadas en las que no se siente en lo más mínimo y parece haber desaparecido en los tejidos interiores.

Cuando  el chico quiere jugar con su personita resopla fuerte y la despierta. Su yo diminuto se despereza, se estira, y si está de buen humor empieza a moverse, da saltitos, gira, baja por la garganta y al pasar le da un manotazo juguetón a la campanilla, que vibra y produce un cosquilleo muy agradable, y desciende todo lo que puede, agarrándose a las paredes en escalada. Al chico le gusta mucho bajar a su interior y ver con los ojos de la personita lo que hay adentro suyo.

Pero si  un día la personita está de mal humor se le sube por los senos paranasales y se lanza desde allá arriba a toda velocidad provocándole estornudos como de alergia. El chico dice que siente perfectamente el raspar de su pequeño yo cuando se desliza fuerte a propósito.  Otras veces el minúsculo ser, relajado, feliz, se deja llevar por el paso del aire, se deja hamacar con el aire que pasa por detrás de la nariz y se queda jugando ratos largos a ir y venir con cada inhalación y exhalación.

Así vive el chico habitado por la personita a la que de ninguna manera quiere perder.  Esto manifiesta mientras los dos charlamos esperando que nos atienda el otorrinolaringólogo. Y me explica que ha venido a la consulta por dolor de oídos pero que si con esos aparatos de temible poder que todo lo ven en el interior de la gente le descubren a la personita y la acusan del problema de los oídos,  jamás permitirá que la ubiquen y se la extirpen. Así asegura cuando el médico sale y llama al próximo, que es él.  Nos despedimos, le deseo suerte y él entra al consultorio firme y con su decisión ya tomada.

jueves

La mujer que lleva a su sombra en la cartera


A la mujer la sombra se le quedó en la playa un domingo de verano. Había ido con toda la familia y a la tardecita, cuando ya se volvían y había que recoger los toallones, las pelotas y las canastas, se dio cuenta de que algo quedaba sobre la arena, un objeto oscurecido, con una forma más o menos parecida a la de un cuerpo alargado. La mujer no la reconoció en seguida y se inclinó para levantarla  e identificar qué se estaban olvidando. 


Era su sombra. La sombra no pesaba nada en la mano y era tan flexible que si la levantaba por la cabeza parecía derramarse por los pies. Había quedado con la postura de brazos en jarras que había tenido secándose después del último baño, estirada por el sol poniente. La mujer no llamó a nadie ni comentó nada y como si quisiera ocultarla plegó ese cuerpo de luz oscurecida, lo dobló varias veces, hizo un rollito y se lo guardó en el bolso. 
Desde entonces anda con su sombra en la cartera. Su sombra no quiso depender nunca más de su cuerpo poniéndose al sol. Y como a la mujer le pesa no hacer sombra sobre el suelo, muchas veces intentó recuperarla sacándola de la cartera y desplegándola en el suelo detrás de ella, a contrasol, pero la sombra sigue con una postura enfurruñada de brazos en jarras aunque ella la desafíe levantando un brazo o estirando una pierna. La mujer, entonces,  vuelve a hacerla un rollito  y se la guarda en el bolso otra vez porque a tirarla no se anima. 


viernes

El hombre que tocó a la muerte con la punta de los dedos


Al hombre se le había hecho muy tarde y volvía a su casa desesperanzado de encontrar un colectivo, caminando por barrios apenas iluminados de tanto en tanto por una lamparita amarilla colgada de allá arriba. Ya cerca de su casa se cortó la poca  luz que había y en la noche sin luna el barrio quedó como boca de lobo.  Tratando de ubicarse y de buscar referencias conocidas luego de unos momentos de desconcierto reemprendió la marcha lenta y cuidadosamente.


Iba así,  adivinando el suelo paso por paso, cuando se topó con algo enorme y oscuro, una mole quieta, que lo hizo frenar a un centímetro de distancia.  La mole respiraba. Que respiraba lo percibió con toda nitidez y que era enorme lo supo porque oscurecía lo negro y porque la respiración venía desde arriba, desde lo alto. Se detuvo con todos los sentidos alerta, incluyendo el de la vista que no lo ayudaba mucho en las circunstancias. Se dio cuenta que la mole era una mujer, una mujer gordísima, y que estaba sentada, inmóvil. La enorme mujer gorda tenía aliento pero no desprendía ningún calor y  descansaba, o esperaba,  o acechaba.
Cuando  advirtió que la mole  tan quieta esperaba o acechaba,  de puro curioso estiró la mano derecha para tocarla. Con precaución, como si pudiera tocarla sin ser él mismo advertido, rozó con la punta de los dedos la piel de la mujer sentada y al hacerlo recibió una descarga eléctrica fría,  y  al mismo tiempo tuvo la visión de lo que ella estaba mirando. Miraba hacia la casa de un hombre que era panadero y que un rato después, al encender los hornos en la madrugada, se descompondría del corazón y moriría de un infarto antes de llegar al hospital.
El  hombre comprendió, súbitamente y con espanto,  que la mujer gorda era la muerte y salió corriendo despavorido. No recuerda cómo llegó a su casa. Y desde entonces le quedó un ardor en la punta de los dedos de la mano derecha, que durante el día, para trabajar, lleva vendados.  Y  a la noche, cuando se saca las vendas para dormir, apaga la luz para observarlos desprender una suave fosforescencia verde que ilumina apenas el borde de las sábanas.
IG

jueves

El punto inmóvil


Por alguna razón de secreto magnetismo el punto podía desplazarse hasta medio metro en la despensa-baulera de la abuela, entre los estantes de frascos de conservas, las sillas descalabradas y las pilas de revistas viejas. Ella y una prima eran las más expertas en ubicarlo si tal cosa había sucedido: les bastaba un par de pisadas certeras para volver a hallarlo. El punto, más o menos redondo, no era mucho más grande que los pies de una niña de diez años y al pararse sobre él producía una leve sensación de almohadilla que permitía hundir muy ligeramente el talón o la punta del pie.

Después de ubicado las dos se turnaban para jugar. Ambas primas, y los amigos que invitaran, tenían que entrenarse para el uso porque al principio producía vértigo. Parados sobre el punto, con los pies bien firmes y cierta flexibilidad en las rodillas,  había que clavar la vista en la pared descascarada de enfrente y esperar unos segundos a que se activara el giro. No le llamaban “giro” cuando eran chicos sino “la vuelta” que era lo que el punto empezaba a hacer: dar vueltas desde aquella despensa-baulera medio abandonada hasta que la visión atravesara las paredes y llegara a la esquina, y luego a cada vez mayor velocidad  alrededor del que estuviera jugando, girara más allá de calles y avenidas, más allá del  barrio y la ciudad, y del país y del océano, hasta convertirse en una velocísima cinta  que abarcaba la Tierra entera y que los envolvía en su movimiento, una navegación circular durante la cual se acallaban todos los sonidos y el silencio era cósmico en la exacta inmovilidad. Para pararlo y dar el turno a otro había que cerrar los ojos y esperar unos momentos, tal vez un minuto, a que la cinta se fuera deteniendo, que la visión se des-envolviera a su alrededor, que dejaran de producirse unos suaves movimientos de bamboleo, como los de una máquina agitada que se fuera apagando, hasta que recién entonces se volvían a escuchar los sonidos comunes, como la voz del siguiente jugador reclamando su turno, y se viera de nuevo la pared descascarada de enfrente.

Así me cuenta con asombro recién ahora descubierto la viejita que vive al lado mío. Me dice que nunca se dio cuenta si la abuela u otros mayores de la familia estaban enterados de la existencia de aquel punto en la despensa-baulera, y que hace un tiempo fue a visitar el lugar donde hace mucho estaba la casa familiar con secreto ánimo de poder pasar y de saber si el punto seguía activo, pero se encontró con que aquel predio es ahora una torre de elegantes pisos sobre la avenida Pedro Goyena, en Buenos Aires. Y así no se atrevió a averiguar si se conserva el punto inmóvil desde el cual se podía observar el giro loco de la Tierra.
IG



sábado

Campo de luces


Por Ruta 2, yendo de Buenos Aires a Mar del Plata  un poco antes de Dolores,  se lo descubre mirando hacia la derecha.  Se puede bajar al camino vecinal y adentrarse unos cinco o seis kilómetros  para disfrutarlo de cerca y entrar en él.  Es un campo de varias hectáreas florecido de luces. Hay árboles altos, ya muy desarrollados, que se cubren de lamparitas de luz cálida en primavera. Hay grandes canteros de elegantes espirales  de luz blanca. En una lomada crecen y se multiplican las luces LED redondas de muchos colores y por los senderos internos se camina entre los fragantes empotrados de piso. El diseño del campo es radial y en el centro se destaca la maravillosa enredadera de miles de lámparas diminutas que desde el anochecer parecen haber atrapado todas las luciérnagas del mundo. Cuando la noche es despejada, el campo parece un pedazo de cielo estrellado caído sobre la pampa. Cuando la noche es neblinosa las luces flotan en el espacio y se difuminan creando una provocadora confusión entre arriba y abajo.
Los trabajadores luceros que lo atienden son jardineros expertos que han logrado retener y  desarrollar las semillas de luz. No cobran por su trabajo más que a voluntad lo que cada visitante quiera dejarles. El campo solo cierra los lunes.
IG

domingo

Lo que vio la mujer que llegó al horizonte


Descreída de que el horizonte nunca pueda alcanzarse, una mujer empezó a caminar y llegó hasta él. Caminó días y días sin desanimarse de verlo siempre a la misma distancia. Siguió caminando noches y noches durante las cuales seguía imaginándolo y deseando alcanzarlo, sin verlo. Un amanecer descubrió que el horizonte había cambiado su condición de nítida línea que une el cielo y la tierra por otra que se difuminaba  perdiendo precisión y ganando amplitud en el espacio. Comprendió que estaba cerca y apuró la marcha.

Varios días después,  llegó.  El horizonte, contó después, es una enorme pared de luz que se fragmenta en múltiples figuras geométricas, líneas, círculos, óvalos, que no se pueden atravesar. Sin embargo, la pared de luz es blanda y las figuras se arman y desarman fluctuando verticales en el espacio infinito. Mis pies llegaron a su límite y sentí que no había más suelo sobre el que seguir caminando, una sensación de precipicio, dijo. Para probarlo,  en ese borde se afirmó sobre el pie izquierdo  y extendió el derecho hundiendo la punta en la pared blanda, y entonces los óvalos, círculos y líneas de bordes redondeados de luz se movieron, ondulantes como si hubiera agitado su reflejo arrojando una piedra a un estanque.

Isabel Garin