Por alguna razón de secreto
magnetismo el punto podía desplazarse hasta medio metro en la despensa-baulera
de la abuela, entre los estantes de frascos de conservas, las sillas descalabradas
y las pilas de revistas viejas. Ella y una prima eran las más expertas en
ubicarlo si tal cosa había sucedido: les bastaba un par de pisadas certeras
para volver a hallarlo. El punto, más o menos redondo, no era mucho más grande
que los pies de una niña de diez años y al pararse sobre él producía una leve
sensación de almohadilla que permitía hundir muy ligeramente el talón o la
punta del pie.
Después de ubicado las dos se turnaban
para jugar. Ambas primas, y los amigos que invitaran, tenían que entrenarse
para el uso porque al principio producía vértigo. Parados sobre el punto, con los pies bien firmes y cierta flexibilidad en las rodillas, había que clavar la vista en la pared
descascarada de enfrente y esperar unos segundos a que se activara el giro. No
le llamaban “giro” cuando eran chicos sino “la vuelta” que era lo que el punto empezaba a hacer: dar vueltas desde aquella despensa-baulera medio abandonada
hasta que la visión atravesara las paredes y llegara a la esquina, y luego a
cada vez mayor velocidad alrededor del
que estuviera jugando, girara más allá de calles y avenidas, más allá del barrio y la ciudad, y del país y del océano,
hasta convertirse en una velocísima cinta que abarcaba la Tierra entera y que los
envolvía en su movimiento, una navegación circular durante la cual se acallaban todos
los sonidos y el silencio era cósmico en la exacta inmovilidad. Para pararlo y dar el turno a otro había que cerrar los ojos y esperar unos momentos, tal
vez un minuto, a que la cinta se fuera deteniendo, que la visión se des-envolviera
a su alrededor, que dejaran de producirse unos suaves movimientos de bamboleo,
como los de una máquina agitada que se fuera apagando, hasta que recién entonces se volvían a
escuchar los sonidos comunes, como la voz del siguiente jugador reclamando su
turno, y se viera de nuevo la pared descascarada de enfrente.
Así me cuenta con asombro recién ahora
descubierto la viejita que vive al lado mío. Me dice que nunca se dio cuenta si
la abuela u otros mayores de la familia estaban enterados de la existencia de
aquel punto en la despensa-baulera, y que hace un tiempo fue a visitar el lugar
donde hace mucho estaba la casa familiar con secreto ánimo de poder pasar y de
saber si el punto seguía activo, pero se encontró con que aquel predio es ahora
una torre de elegantes pisos sobre la avenida Pedro Goyena, en Buenos Aires. Y así no se atrevió
a averiguar si se conserva el punto inmóvil desde el cual se podía observar el
giro loco de la Tierra.
IG
IG
1 comentario:
Recién leo esto, qué original, además con ese aire de exepriencia ya perdida
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