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sábado

Que las hay, las hay


Tengo  un compañero de trabajo que es un tipo buenísimo, solidario, inteligente. En la oficina donde trabajamos  somos todas mujeres menos él,  y no sé si es debido a esta condición de inferioridad numérica que  se destaca también por su ausencia de machismo, al menos entre nosotras.
Con estas cualidades me llamaba la atención que algunas veces,  hablando de su casa o de su familia, mencionara a su mujer como “la bruja”. “La bruja” esto o “la bruja” aquello…Esa forma  despreciativa o  agresiva   de llamar a la esposa desentonaba marcadamente en él.
Un día se lo comenté.
Mi compañero hizo un gesto de sorpresa, como si recién reparara en sus expresiones.  Después se sonrió,  y comenzaba a decir algo cuando  otra cosa  nos distrajo y no seguimos la conversación.

Unos días después se enfermó,  y como tenía en su casa unas carpetas que necesitábamos para el trabajo de aquella mañana, fui a  buscarlas.
Me abrió la puerta engripado, tosiendo y con fiebre. Me alcanzó las carpetas pero antes de irme me dijo que quería mostrarme algo. Desapareció en la cocina y volvió con una escoba en la mano. Lo miré sin entender,  con una interrogación.
- Es de mi mujer -  dijo sencillamente.
La escoba no era como las actuales sino con las pajas redondas,  como las  de antes. El palo  era oscuro y liso, y en la mitad estaba lustroso por el roce de las  manos.
- Es la que usa para volar -  me aclaró mi compañero -  desde hace añares.
Después, por señas para no forzar la garganta, me indicó que lo siguiera al patio.  Allí me mostró un caldero que colgaba de un trípode, y con voz ronca me ilustró sobre los usos que le daba la mujer. Un gato renegrido, de feroces ojos amarillos,   apareció de pronto,  no supe de dónde, y se quedó a escuchar la conversación. Como si  la entendiera, ni más ni menos.
Antes de irme  me señaló una capa larga y oscura  colgada detrás de la puerta.
- ¿Y cuántos años tiene? -  pregunté, de puro curiosa.   
- En el documento, la misma que yo -  me contestó él,  despidiéndome, antes de otro acceso de tos.



jueves

Chanchos volando


Eran trece, los conté. De lejos, me parecieron demasiado grandes para ser pájaros.  Y además, no se les notaba ningún movimiento  de alas.  Después, como eran redondos,  pensé en algún experimento con pequeños objetos dirigidos, como globos para estudiar la atmósfera, o algo así.  Pero igual  me parecía raro que vinieran en formación de aves, dibujando un triángulo. Y ya de más cerca descubrí que los globos  tenían patitas, y que las movían delicadamente en el aire para trasladarse, como si fueran nadando. Y enseguida les noté el hocico y la cola de chancho.

Eran chanchos volando, nomás.

Pasaron arriba mío, volando majestuosamente.   No iban alto, y vi con claridad sus panzas combadas y que algunos eran chanchos y otras eran chanchas. El vértice del triángulo era chancha.

Sobrevolaron el monte de acacias que está cerca del camino y después, poco a poco, se perdieron en el cielo del atardecer, dirigiéndose hacia  la puesta del sol.  Como si fueran pájaros. 


                                           

El Hombre de la Bolsa


Se ven muchos hombres de la bolsa por las calles, o de las bolsas que llevan los cirujas urbanos colgadas,  arrastradas, conservadas en los huecos que la ciudad les abre, apenas, para que se recojan de su intemperie  de  cemento y  letreros luminosos, pero hace tiempo   yo conocí al  verdadero Hombre de la Bolsa. Después de haberlo padecido de niña, con ese temor difuso que me generaba la amenaza de que ese hombre me cargara en su bolsa y me llevara no sé adónde, y luego, de más grande,  de haber descreído de él, un día  tuve que reconocerlo en toda su identidad. El Hombre de la Bolsa  existía. 

En realidad, primero conocí a la Bolsa.  Había salido a caminar por las afueras de mi pueblo cuando  encontré tirada una bolsa de arpillera sucia, arrastrada, abandonada a un costado del camino. Me despertaron curiosidad las formas que se insinuaban adentro de la bolsa y le pegué una patada cautelosa para adivinar el contenido.

Algo  rechinó, o se quejó, adentro. Algo  con vida, me pareció.

Del susto di un salto atrás, retrocedí y me escondí detrás de unos árboles. No más hice eso, apareció el Hombre. Había escuchado el quejido o chirrido, y  parecía enojado.  El Hombre miró a un lado y a otro del camino y yo me apreté contra el árbol para que no me descubriera. Me vino otra vez aquel  miedo infantil de que me hallara en falta por haberle pegado a su bolsa  y me cargara con él a un destino incierto,  y volví a imaginarme atada y apretada dentro de la bolsa sucia.  Era  alto y  oscuro, puro huesos, y  costaba imaginar que podía cargar esa bolsa grande y  pesada. No pude descubrirle el rostro, que estaba oculto detrás de un sombrero, de una barba negra y del cabello largo.

El Hombre dejó de escudriñar el camino, se acercó a la Bolsa y con un solo movimiento experto se la cargó a la espalda.  Y lo vi marcharse, con la Bolsa de formas  sugerentes colgada detrás.

Antes de perderse, creí  escuchar  de nuevo algún sonido emergente del interior de  la arpillera.