Se ven muchos
hombres de la bolsa por las calles, o de las bolsas que llevan los cirujas urbanos colgadas, arrastradas, conservadas en los huecos que la ciudad les abre, apenas, para que se recojan de su intemperie de cemento y letreros luminosos, pero hace tiempo yo conocí al
verdadero Hombre de la Bolsa. Después
de haberlo padecido de niña, con ese temor difuso que me generaba la amenaza de
que ese hombre me cargara en su bolsa y me llevara no sé adónde, y luego, de más grande, de
haber descreído de él, un día
tuve que reconocerlo en toda su identidad. El Hombre de la Bolsa existía.
En realidad,
primero conocí a la Bolsa. Había salido a caminar por
las afueras de mi pueblo cuando encontré
tirada una bolsa de arpillera sucia, arrastrada, abandonada a un costado del
camino. Me despertaron curiosidad las formas que se insinuaban adentro de la
bolsa y le pegué una patada cautelosa para adivinar el contenido.
Algo rechinó, o se
quejó, adentro. Algo con vida, me pareció.
Del susto di un
salto atrás, retrocedí y me escondí detrás de unos árboles. No más hice eso,
apareció el Hombre. Había escuchado el
quejido o chirrido, y parecía enojado. El Hombre miró a un
lado y a otro del camino y yo me apreté contra el árbol para que no me descubriera. Me vino otra vez aquel miedo infantil de que me hallara en falta por
haberle pegado a su bolsa y me cargara con él a un destino incierto, y volví a imaginarme atada y apretada dentro de la bolsa sucia. Era alto y
oscuro, puro huesos, y costaba
imaginar que podía cargar esa bolsa grande y pesada. No pude descubrirle el rostro, que
estaba oculto detrás de un sombrero, de una barba negra y del cabello largo.
El Hombre dejó de
escudriñar el camino, se acercó a la
Bolsa y con un solo
movimiento experto se la cargó a la espalda.
Y lo vi marcharse, con la
Bolsa de formas sugerentes colgada detrás.
Antes de perderse, creí escuchar
de nuevo algún sonido emergente del interior de la arpillera.
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