En la puerta del
bar el hombre enarca las cejas negras y frondosas, de mucho carácter, y mira el reloj
corriendo el puño del saco: son las 8 y
25 de la mañana y tiene tiempo hasta las
9, por lo cual decide sentarse a desayunar. Exactamente son las 8 y 26,
precisa, volviendo a correr la manga a su lugar con un movimiento del brazo
como si se lo sacudiera estando mojado.
Todavía desde la
puerta mira las mesas del bar para elegir en cuál sentarse. El bar es chico, de no más de siete u ocho mesas y la barra es una exageración del optimismo para el tamaño del local.
Detrás de ella el dueño despacha cafés
con leche y medialunas, y delante el mozo despliega su habilidad matutina deslizándose entre las mesas como si hubiera mucho más espacio que el
real.
El hombre de las
cejas observa que hay dos mesas vacías:
una está cerca del paso hacia el baño y ya se sabe que ése no es buen lugar: la gente va y viene
todo el tiempo, y si uno es de narices
sensibles puede que sienta efluvios no
agradables. El hombre rechaza esa ubicación. La otra mesa disponible está junto a las
ventanas, mirando a la calle, y ése sí es buen lugar. Pero es la mesa esquinera y en el espacio
reducido en que la han situado apenas puede retirarse la silla y sentarse. El hombre de
las cejas, que es corpulento, calcula si podrá sentarse más o menos
cómodo. Vacila, mira las mesas ocupadas para ver si algunos desayunantes están por terminar, pero no…No
hay ninguno a punto de irse. Alguien
deja un lugar libre en la barra, pero al hombre no le agrada sentarse a
la barra. En fin, se sienta a la mesa
de la esquina.
El hombre de las cejas frondosas se queda en
pie unos momentos más para quitarse el abrigo, ya frente a la mesa
seleccionada. Lo hace despaciosamente y con premeditación, para que se observe que siendo
tan alto y corpulento debe ubicarse en
tan exiguo espacio. Corre la silla y, en efecto, choca contra la pared. Corre
la silla de enfrente, y choca contra las patas de la silla del vecino. Se oyen unas disculpas, y finalmente el hombre se
sienta en la primera silla, la de la
pared, levantando los pies para pasarlos entre las patas de la mesa y de la silla.
Ya ubicado, el hombre sobra abundantemente por los cuatro lados del pequeño cuadrado de la
mesa. Sobran codos, sobran hombros, sobran pies y piernas, una de las cuales deja en el pasillo por
imposibilidad de meterla bajo el espacio de la mesa. El hombre mira ahora los objetos sobre ella:
el servilletero, y el recipiente
con sobres de azúcar y edulcorante, y un salero extraño
para la hora, y un palillero. Demasiados objetos para esta superficie. Con un movimiento inapelable para cada uno los retira al borde opuesto a sí mismo, para que quede frente a él más espacio
para la vajilla del desayuno. Luego mira a la barra, buscando
el contacto visual con el mozo
que en ese momento toma una bandeja cargada y gira hacia los clientes. Lo obtiene enseguida, y en
la espera de que llegue a tomarle el pedido
se vuelve hacia las ventanas y se pierde unos minutos mirando el
movimiento de la calle como de río que
pasa, incansable.
El hombre tiene voz altisonante, y aún con el
mozo de espaldas se advierte su orden tajante. El mozo no abre la boca, sólo
escucha y toma mentalmente el pedido.
Hecho lo cual se marcha
hacia la barra, dejando al hombre en la espera.
Mientras espera,
el hombre de las cejas releva centímetro
por centímetro la pequeña mesa. Ahora
calcula que apenas se podrá hacer lugar
sobre ella para todo lo que vendrá: la
taza con su plato, el plato de las medialunas, la bandeja de tostadas, el
platito de mermeladas. Con fastidio
indisimulado cruza una mano sobre la otra, y resopla. Mira hacia la calle para distraerse; luego mira hacia la barra donde trabaja, sin
descanso, la máquina de café; mira al mozo que atiende otro pedido y
calcula el tiempo de espera del suyo.
Mira con ganas de tirar de un manotazo al servilletero, los sobres de
azúcar, el salero a destiempo y el palillero.
Vuelve a mirar la hora, con ese gesto de descubrir el reloj bajo la
manga como si le levantara las faldas a
una mujer, y vuelve a resoplar.
De pronto levanta un brazo y el gesto es tan
imprevisto, o tan imperativo, que al instante el mozo está a su lado. Y luego,
con sus movimientos expertos en espacios reducidos, el mozo
se dirige a una mesa que acaba de
levantarse. En ésa, quedó el diario. Lo
recoge, lo ordena y alinea con unos
golpecitos sobre la mesa, y vuelto a doblar, lo entrega casi como ofrenda al hombre de las cejas
imperiales.
El hombre
agradece. A continuación mete la mano en un bolsillo interior del saco
y en esas honduras, pesca los anteojos. Se los coloca mirando por sobre ellos y despliega el diario
con un movimiento parecido al de recolocar
las mangas en su lugar: el papel suena, obediente, y las hojas se
abren por donde el hombre les dice, sin
resistencia. Cada vez que pasa una
hoja la pobrecita parece expresar una queja, que se oye en el sonido del ángulo agitado con fuerza
por las manotas del hombre que la aprisiona.
De tanto en
tanto el hombre levanta la vista y
vigila el movimiento. Ahora vigila el
servicio que estoy recibiendo yo, con
sus cejas amenazadoras asomando por
sobre el borde del diario. Y lo hace sin disimulo alguno, hasta ha bajado
el diario y mira desde su mesa a la mía,
escuchando el intercambio que
tengo con el mozo acerca del viento de anoche y
la mañana despejada. Está
recordando: ¿yo ya estaba sentada aquí cuando él llego? El mozo, ¿me está atendiendo a mí antes que a él?. No, decide
finalmente, yo ya estaba antes y no hay falta alguna.
Bueno. Vuelve al diario.
Ahora una bandeja humeante se prepara en la barra y las
cejas se le tensan, como se tensan las orejas de los perros ante un sonido
provocador. El hombre vuelve a bajar el diario, escucha la orden declarada al dueño y todo él se pone atento, con las cejas
paradas. El mozo recoge la bandeja, y con
una verónica que le envidiaría un torero gira con la bandeja
en alto en perfecto equilibrio. El mozo
reconoce al instante la expectación del hombre junto a la ventana, pero opaca
la mirada y se presenta ante su mesa con una
expresión en blanco.
Con la bandeja sobre la mano izquierda, como si hubiera
crecido ahí, va tomando con la derecha cada elemento del
desayuno y los deposita en la mesa como a tesoros. Baja la taza y baja las tostadas y medialunas de su
altura. El hombre de las cejas mira
todo en su mesa: en efecto, no queda superficie libre, y él
aún tiene el diario en sus manos y por lo que se ve, leía algo interesante porque no
lo cierra ni lo deja en la mesa de al lado. Sin soltarlo toma un sobre
de azúcar, rasga una punta, y lo derrama sobre la taza fragante. Como ahora no queda lugar para abrir el diario sobre la mesa, lo dobla
y lo sostiene bajo el brazo. Pero como ha comenzado a desayunar, y es más fácil hacerlo utilizando los dos brazos y las dos manos, se halla en una
disyuntiva: si retiene el diario se le
inhabilita el brazo izquierdo, y consecuentemente esa mano, pero si los
habilita debe soltar el diario.
Al final de la
taza, enarca las cejas tal como a su llegada al bar. Las cejas negras son un
interrogante existencial. Mira la hora.
Hay un estremecimiento, un pavor en las hojas temblorosas, cuando el
hombre finalmente dobla el diario
de manera definitiva: nada más es útil en esa cosa después que él lo ha
leído. Lo arroja a la mesa próxima, que ahora está
vacía, y prolongando el mismo movimiento
llama al mozo para que le
cobre. Algún resto humea todavía
en su taza, un leve vapor que se esfuma como fantasma contra la ventana cada vez más
clara por el avance de la mañana.
Lo demás, es una devastación: una punta mínima recuerda la existencia de
una medialuna, un cuchillo manchado, que hubo allí mermelada de durazno. Nada más queda.
El mozo se le
acerca, el hombre paga, saluda. Se pone de pie
entrechocando con los espacios
disponibles, se pone
el abrigo, guarda el vuelto, y
deja sobre la mesa una moneda. Se dirige
hacia la salida y cuando pasa a mi lado
mira el libro que mantengo abierto a modo de parapeto detrás del
cual lo he estado observando.
Y me parece que
hace una levísima sonrisa de
reconocimiento al título.
1 comentario:
mb
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