
La oficina es interna. Una luz de
tubos, blanca y difusa, impide adivinar el curso del día: ¿estará despejado el
cielo? ¿se habrá nublado? ¿se reflejará el sol en el edificio de enfrente?.
Nunca se sabe en la atemporal oficina. Los cuatro catalogadores que trabajan en ella combaten la
falta de luz natural haciendo crecer potus y pegando sobre las paredes afiches de verdes selvas y
de playas caribeñas. Para acentuar la
atemporalidad sobre los estantes, sobre
los escritorios, encimados sobre tablas y caballetes de emergencia ante una
donación, pilas de libros esperan su turno para ser indizados y
catalogados. Cada día muchos de ellos
son procesados pero por algún efecto
secreto de multiplicación la estiba de
libros nunca se reduce. Las pilas son
eternas.
Los catalogadores van llegando cada
mañana y se van adentrando por el
pasillo sin revocar hasta el depósito de revistas, el office, la oficina todavía
cerrada. Cuando se enciende la luz blanca
se internan en otra dimensión.
Todavía se cuentan cosas, proponen
unas rondas de mate, comentan acerca de
la primavera o del otoño que han quedado
afuera,
pero poco a poco la oficina se acalla hasta que el sonido de los
teclados es el único que se escucha. Procesos Técnicos ya está desacoplado y navega
con su propio impulso.
Entre los tripulantes viaja Lucas, el último bibliotecario que ha
ingresado y el más joven. Quedó al
cuidado de Amelia, que se sienta enfrente de él, para que ella lo entrene en la
catalogación que hace la biblioteca. Amelia, que se está
por jubilar, le tomó afecto a ese chico tímido que trabaja de una manera callada y concentrada, y proclama que
será su heredero. Lucas es muy amable
cuando habla. Cuando no habla, casi siempre, parece tan atemporal como la oficina blanca
y las pilas eternas. A Amelia le gustaría que su proclamado
heredero retomara su perseverante, y hasta ahora inútil, reclamo porque los
ubiquen en una oficina con luz natural y más espacio, pero no le parece que él tenga ningún espíritu
reclamante.
Lucas suele trabajar concentradamente hasta el mediodía. Al mediodía entra
el turno de la tarde de Atención al Público y hay una agitación que corre, casi física, desde el
lejano mostrador de recepción por el pasillito mínimo a la izquierda y
otra vez a la derecha, por la sala de revistas del siglo XX, por el office, y
llega hasta aquí. Amelia se retira de su computadora y huele el aire: sí, señor,
hay una agitación. Mira con disimulo a Lucas.
Lucas también se ha distraído de su intensa atención. Tiene un lápiz
entre los dedos y lo balancea, nervioso.
Él no mira a Amelia, sino hacia la
puerta.
Hay que esperar todavía un par de minutos más. La oficina también
espera y queda suspendida, a la expectativa. Al cabo del par de minutos, entra Mariana.
Mariana es redonda, alegre, ruidosa, y trabaja en Atención al Público. Es la única que cada mañana aparece a saludarlos, los demás saludan por el teléfono interno y a veces se
burlan cordialmente cuando los llaman astronautas,
por su lejanía con la batalla diaria del mostrador. Ella abre la puerta y la
luz blanca cae rendida; se vuelve dorada
con otra luz que Mariana trae con ella y
que fluye en cada saludo que da.
– ¡Hola! – grita, sonriente – ¿Cómo están todos por aquí?
La gente de Procesos Técnicos siente que ella rompe la órbita en que transcurrían cuando trae el aire de las salas de lectura, de los ventanales abiertos, del cielo alto y
azul. Va saludando a cada uno con un sonoro beso en la mejilla, y con comentarios
sobre el viaje en colectivo, sobre algo
que quedó pendiente de ayer, sobre la noticia del día. Mariana le simpatiza a
todos, pero más le simpatiza a Lucas. Amelia lo observa: cuando ella se inclina
y lo saluda, y por un momento su largo pelo castaño se
derrama sobre él, Lucas se estremece. Le
brilla la mirada, el lápiz entre los
dedos se paraliza, todo él se tensa. Amelia
se pregunta: ¿Mariana no lo advierte?
No tiene respuesta porque tan aérea como ha llegado Mariana se va. Su paso es siempre así: un aire fresco que
abriría las ventanas si la oficina las tuviera, una caricia de piel de durazno
si hubiera qué acariciar. En cuanto se va,
Amelia ve que Lucas se levanta como si fuera a seguirla, parece que va a
seguirla, a alcanzarla en el pasillito…pero no, Lucas se detiene en el
office. Se detiene con su carga de
timidez pesada como una piedra, y como
no puede dar un paso más con esa carga a la espalda se queda ahí mismo, y para perder tiempo se prepara un café.
A los diez minutos, Amelia lo ve
regresar igual que ayer y antesdeayer.
Hace como que no lo ve, que no ve la expresión cerrada que trae oculta tras la
taza de café, y se pregunta si podría ella sugerirle algo a Mariana,
intermediar de algún modo. La oficina se ha reacomodado después del viento
fresco que pasó y parece ahora que no hubiera pasado ningún viento. De a poco,
vuelve a silenciarse. Los catalogadores
trabajan llenando pantallas una tras
otra, una tras otra, una tras otra, tan infinitas como las pilas eternas de
libros. Lucas se vuelve hacia la pila más cercana, la que está
ingresando hoy. Son arduos libros de aleación de metales y de minerales raros. Amelia
oye su suspiro. Luego, mira a su propia pantalla y se concentra en su trabajo.
La oficina vuelve a flotar, ingrávida.
Isabel Garin