domingo

Siesta en Alto Camet

Esta quietud conocida:

terminó el almuerzo,

limpia y guardada la vajilla

terminan las tareas del mediodía,

hace calor,

el viento cierra de golpe una ventana

y luego todo se calma,

se apacigua el mundo,

se estira la siesta adormilada

por el canto de una paloma

sobre el coro en sordina

de las cotorras del parque,

lejanas.

 

Este vacío tan conocido y tan mío.

Medio día ha transcurrido

de este día

 y ya media vida de mi vida.

Cómo se viene la muerte

tan callando,

cómo se queda durmiendo

en la quietud de la siesta,

ya esperando.

 



 


 






 


 


 



viernes

La radio de la mamma

 

No sé yo cuántos serán los que siguen escuchando radio con un aparato de los de antes, con cable para enchufar y también con pilas. En las ciudades, entre los que disponen de Internet,  no serán muchos.  La cosa es que hace un par de meses, estando yo sin conexión, una hermana me prestó una radio de aquellas.

Era la que usaba mi madre. Esta radio fue su gran compañía mucho tiempo, cuando ya no podía seguir la televisión y estaba la mayor parte del tiempo en cama. La tenía siempre en su mesita de luz, al lado suyo. A veces la ponía bajito, un murmullo que nos indicaba, por ejemplo, que estaba despierta; o que tal vez se había dormido con la radio prendida. Otras veces el volumen se le escapaba y de pronto sonaba muy alto, sobresaltando a los demás.  Escuchaba noticias y solía ser la primera en anunciarnos la llegada de tormentas fuertes, crímenes horrendos, aumento de jubilaciones.  Seguía a ciertos conductores y programas y para facilitarle que los sintonizara otro hermano le pintó dos puntitos para encontrar sus preferidos: uno para radio Atlántica y otro para Radio María.  Según su creencia católica rezaba el rosario acompañando el de Radio María, de la que era seguidora fiel. Cuando estaba en esta actividad,  si entrábamos a su habitación  nos pedía silencio y, mejor, que nos retiráramos hasta que hubiera terminado. En algunas ocasiones encontraba o le poníamos música que le gustaba: viejos valsecitos, algún bolero, algunas zambas…La radio era un ancla, una señal de mañanas, tardes y noches, de días de semana y de domingos, de toda esa vida que seguía más allá de su habitación.

Esta es la radio de la mamma, cargada con su escucha, que me tocó volver a  prender. Los puntitos no se han borrado, su memoria tampoco.

miércoles

Por quién doblan las campanas

 Algunas veces, confieso que varias,  o que seguido, me aparto lo que puedo de la cuenta de los muertos y de la batalla política de las vacunas y la presencialidad en  las  escuelas. A veces también aparto la vista del escándalo de los sin techo en las ciudades y de la miseria rampante en los barrios donde no florece ni una changa, y el rebusque es la actividad de cada día. 

Confieso que dejo de seguir la cuenta  de los muertos, las disputas o la miseria, porque no tengo fuerzas para atenderlas todo el tiempo.  Como me deja sin fuerzas, sin argumentos, el miedo que levanta muros y desconfianza, y que de alguna manera me ha recordado el  miedo  bajo la dictadura.

Para estas fechas la muerte ya  ha entrado a la casa de muchos, se ha sentado a la mesa, nos ha mirado a los ojos.  Como inicio de la pandemia  yo no creo en conspiraciones de laboratorio ni en eventos solo naturales,  igual a caída de meteoritos o tsunamis. La muerte que entra a nuestras casas y nos obliga a mirarla a los ojos ha nacido de lo que el humano (con nombre y apellido de grandes corporaciones y de gobiernos y Estados)  hace con la naturaleza, con la vida animal, con el medio ambiente. Y la naturaleza, que es inteligente y ciega, destruye a quien la destruye.

Duele la pandemia.  Duele lo que se podría hacer y no se hace para detenerla. Duelen y espantan los muertos de a miles, anónimos, y duelen tanto los cercanos, los de  nombre y apellido conocidos, los  familiares, los que hablaban de cierta manera, los que tenían  ciertos gestos,  los que sabíamos quiénes eran. En la historia de las pestes siempre aparecen el miedo y el dolor, invariables. Y más quiere el miedo levantar los muros de cada uno, para hacernos isla, más cada uno es parte del continente  que el virus construyó.

Ningún hombre es una isla

“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo…
Ninguna  persona es una isla, la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad. 
Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti.
(John Donne)

A la memoria de mi excuñado Carlos, mi prima Verónica, su marido Pedro, y mi compañero de trabajo Fernando, entre varios más.  Y al océano de los que me son anónimos pero formaban conmigo el archipiélago humano.

sábado

El bicho

 

Isabel  se agacha para enchufar la computadora  y ahí nomás, en el  suelo, abajo del enchufe, encuentra un bicho. El bicho es grande para ser bicho, flaco y largo, y de color cobrizo. Está inmóvil.  Isabel no lo reconoce pero parece que es de los que vuelan aunque ahora esté en el piso. Una atávica memoria de vida urbana le ordena: matalo. Y sin dudar, en realidad sin pensar, empuña un raid que tiene por ahí, y lo fusila.

Repite el fusilamiento envenenado  tres veces porque las dos primeras el bicho no hace nada, parece que no registra la lluvia atroz del aerosol, y entonces  se le ocurre, a Isabel, que el bicho tal vez ya estaba muerto.  Y en el mismo momento que lo piensa  el bicho cobrizo da un salto con toda su potencia negando esa presunción. Está vivo, bien vivito y saltando. Isabel se asquea, le da repulsa,  y se conduele por el insecto ese, ya intoxicado de muerte.  Que se muera pronto, desea.

Pero el bicho no tiene la misma idea y parece que va a dar batalla. Cae al costado de una silla haciendo un ruidito de toc. Suena toc al caer, tendrá el cuerpo con alguna cubierta algo dura, o como tiene cierto tamaño su cuerpo hace ruido contra el suelo. Toc para un lado, toc para el otro, a un par de metros cada vez y en cualquier dirección. Toc para una ventana, toc para el centro de la habitación, toc arriba de una silla en un salto más alto que los demás.  

Isabel sigue los saltos agónicos con atormentada  atención. No quiere que el bicho se le pierda de vista para asegurarse de que quede fenecido,  no sea cosa que sobreviva a la lluvia de raid, quede oculto por ahí y más tarde se le suba a la mesa o a la cama o algo así…¿Y si se vengara? ¿Si el bicho se vengara del ataque cayendo sobre el plato de comida, por ejemplo, o tuviera cómo morder, o clavar aguijón, o transmitir enfermedades…? Toc para allá, toc para acá … ay, que se quede muertito y quietito de una vez.  En uno de los toc alocados el bicho cobrizo cae sobre un pie de Isabel. Isabel ha sentido el leve choque contra la pierna y luego la caída sobre el pie. Le da toda la impresión de que el bicho sabe lo que hace en sus últimos momentos. También le da una corriente eléctrica de espanto  que le impulsa el pié en una patada al aire para sacarse al bicho de encima.

 El bicho cae lejos de ella y esta vez no hace toc. No hace ningún ruidito. Isabel se acerca desconfiada de que resucite y lo ve caído de costado. Quieto. Espera unos instantes más pero sigue igual,  ahora sí muertito de costado sobre el piso. Busca la pala y el escobillón para tirarlo afuera, en el fondo, para que al menos tenga sepultura natural, culpándose por no haber pensado sacarlo afuera antes del raid.

 Y cuando lo lleva le parece que  todavía mueve una pata.

El sueño de Guernica












¿Adónde dormirá esta noche la mujer

con un niño en brazos?

Esa que desde una foto

nos mira a todos,

su casilla de chapas detrás.

Y el hombre que perdió el trabajo

y no pudo pagar más el alquiler,

¿adónde dormirá esta noche

después de haber llevado a su familia con él?

Con él, al sueño de Guernica.

Un sueño difícil

duro

un sueño de estar mojados

tiritando de frío o sacudidos por  el viento

en ese descampado,

pero soñando.

Un sueño de aguantar la amenaza

y de estar en vigilia todo el tiempo,

pero con un sueño entre las manos.

Los pies sobre la tierra siempre negada,

pero una tierra propia donde levantarse cada mañana

y levantar la casa que diera cobijo

a tanto desamparo.


¿Adónde dormirán esta noche

los que vieron que quemaban sus casillas,

de las pobres las más pobres?

¿Adónde dormirán los golpeados,

adónde llevarán su llanto los ofendidos y humillados?

¿Adónde dormirán  las mujeres

que por fin habían hallado

la tierra de Guernica para vivir su vida?


No dormirá Guernica esta noche.

Aún resuena el desalojo, los gritos

y los golpes, el humo de los gases. 

Sobre Guernica cae un manto,

esta noche no tendrá cielo estrellado.  


Al sueño de Guernica se lo han llevado.


Isabel Garin


Arte: Willy Williams

lunes

La amistad


La historia de mis amistades empieza por las de la cuadra de la casa de mi abuela, en 25 de Mayo. Los chicos de esa cuadra, 10 entre 31 y 32, jugábamos en la vereda, entonces sin ninguna prevención de los mayores, a correr carreras, a las escondidas, a las tocadas de timbre  y a otras travesuras que lideraban los más grandes del grupo,  sin que en ocasiones faltaran las peleas y las facciones.  Otras veces las nenas, solas entre nosotras, jugábamos en la casa de una o de otra. Pero fue allí, en esa cuadra, donde supe de amigas y amigos, y enseguida también que los tendría entre los compañeros de la escuela.
Un poco más grande, cuando le puse el nombre de amiga o de amigo a esas personas que jugaban y estudiaban conmigo, intercambiaban las tareas de la escuela y comentaban de maestras y  de pruebas, o de los otros chicos,  acompañaban en las tardes a ver programas de tv y a debatir en grupo si Palito, Sandro o Leonardo Fabio,  la amistad se realzó. Con nombre de tal fue más clara.
En  la adolescencia la amistad se cargó de mayor intensidad.  Ya no solo la nombraba sino que también sabía qué buscar en ella, qué quería de las amigas, qué compartir con los amigos. Largas tardes de domingos juntas, después de las salidas de sábados, concentrados descubrimientos políticos de lecturas y militancias, pruebas en la escuela y viaje de egresados, muchísimas vivencias de las más importantes de aquella época mía pasaron con ellos y ellas a mi lado.
De más grande  reconstruí la amistad, ese vínculo que se amasa entre varias manos,  con otras personas que encontré en otras ciudades adonde fui o vine a vivir. Compañeros de horizontes, de las ideas compartidas como pan,  abiertos y generosos, cercanos.  Y la confirmé también con algunos de los más antiguos, de los primeros, con quienes nos habíamos perdido entre los tantos años de vivir, para reencontramos en suelo de maravilla,  pisando con pies de adultos sobre las huellas de los niños y adolescentes que fuimos.  Y como corresponde al vínculo vivo que es la amistad no han faltado a veces los distanciamientos, la pérdida y el dolor.
Más tarde llegó este facebook que llama amigos a todos, sean padre o hijo, o abuela o alumna. En fin, el asunto es que aquí también están muchos, no todos, de mis amigos y amigas de las épocas previas, cuando las amistades se hacían cara a cara; y de otros nuevas, que aunque no salgan de la pantalla dan su atención, su punto de vista coincidente con el mío, las broncas y los afectos reconocibles, lo que se ama y lo que se odia parecido.
Y como es otro día de la amiga y del amigo, les dejo aquí mi homenaje a los que tengo y a los que tuve. A los que tuve, perdidos en curvas y contracurvas de la vida,  y a los que  hoy tengo, los que apuntalan cada día mío con su palabra y su mano tendida. Ellas y ellos saben quiénes son. Les doy
hoy mi gratitud.

sábado

Vidas de refrán


Pasto a las fieras


Bibi tiene varias fieras en el fondo de su casa, en el barrio San José, de Temperley. Las fue encontrando de a una, más cerca o más lejos de su casa, solitarias y hambrientas,  y se las fue llevando. A los vecinos no les gusta que tenga fieras en el fondo, desconfían de que se escapen, les da miedo. A Bibi no. A  ella las garras y los colmillos y los ojos lúcidos de animalidad le inspiran ternura. Va al baldío de la vuelta, o hasta el campito a unas cuadras, y junta pasto para darles de comer. Las fieras comen y luego se adormecen.





Pájaro en mano
Cuando era joven el Rolo tuvo  un pájaro en mano pero se cansó de tener que llevarlo todo el tiempo con  él, apretadito en la izquierda, tibio y palpitante. Además a la novia no le gustaba que por ese pajarito le quedara invalidada la mano, así que de mutuo acuerdo la abrió y lo dejó ir. A cambio fue detrás de los cien volando. Ahora que es un tipo grande se arrepiente un poco porque con todo lo que ha practicado nunca termina de contar cien, aparte de que no es nada frecuente encontrar una bandada de cien pájaros.  Suele extrañar entonces el calorcito aquél.





¿Quién te quita lo bailado?


Cuando amanece y el boliche va a cerrar Evelyn mira hacia donde ella estuvo toda la noche bailando y no queda nada: ni cumbia, ni electrónica, ni cachengue, nada queda, nada que se pueda llevar…Sin embargo, de los demás sí queda y se lo guardan en las carteras o bolsillos antes de irse. Esta diferencia la tiene a mal traer, se enoja, suele protestarle a los del boliche, pero siempre le quitan lo bailado y no se lo devuelven.




Isabel Garin




martes

Editar libros, destruir libros: la trastornada maquinaria editorial

Para Contrahegemoniaweb
El libro impreso tiene en la cultura un papel preponderante.  No lo ha perdido a pesar de la tecnología y los entornos digitales, y en países como Argentina, donde esos entornos son desiguales o pobres, el libro sigue establecido en un eje central también para la educación.   Leer libros retiene toda la potencia de la destreza  intelectual que implica y el prestigio como transmisor  privilegiado de la cultura, aunque no sea exclusivo. Ese carácter tan bien observado en épocas autoritarias en cualquier país fue claro en el nuestro,  cuando la dictadura hacía razzias de libros y los quemaba en hogueras públicas en Córdoba, Rosario, Entre Ríos o Mendoza, como se jactaba de mostrar ante la prensa y público destinatario. Ardieron en la hoguera 1 millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina, o los desaparecieron como a personas, tal como a otros miles de la editorial Eudeba, en Buenos Aires.
Pero en estas épocas no los queman las dictaduras sino que los extermina  la propia maquinaria editorial.  Suena contradictorio que quien los publica  los destruya pero desde hace unos años se ha ido conociendo que las grandes editoriales llevan adelante la destrucción de sus stocks en depósito como hábito establecido. Esta destrucción silenciada, de guillotina y trituradora de papel,  ha ido llegando a los medios que con más o menos justificación cuentan sobre ese exterminio de libros al que resulta inevitable  asociar con las prácticas de la dictadura, razón por la cual algunas editoriales se niegan a hablar del asunto. También se va haciendo conocida porque algunos autores, avisados por las editoriales de que sus obras no vendidas serán hechas picadillo, las rescatan para donarlas o regalarlas, o incluso para asociarse entre ellos y armar ferias donde ponerlos nuevamente  en circulación. 
Algunos cálculos y estadísticas de otros países, ya que no sucede solo en Argentina, arrojan cifras de espanto. En España, por ejemplo, con datos de 2013, se publicaron más de 246 millones de libros (ejemplares, no títulos). Pero los editores vendieron solo 153 millones de ejemplares. ¿Adónde fueron a dar, dónde están los 93 millones de libros de diferencia? No están guardados y semejante cantidad no se donó ni fue a parar a las mesas de saldos. Nadie habla, no se cuenta, no se dice. Solo se susurra que pasaron por las picadoras de papel.
Pero, ¿por qué se destruyen libros?
Un destino de trituradora para convertir lo que fue una obra intelectual en maple de huevos o en tetrabrik  no es de antes, no sucede desde siempre.  Hará una década o algo más que está siendo conocido, y en realidad no mucho más que se lleva a cabo porque es una práctica destructiva que acompaña las profundas transformaciones del “mercado del libro” y las dinámicas editoriales de los últimos veinte años.
Desde los 80, y hablando de editoriales de literatura general, se fue operando globalmente una hiperconcentración de sellos que tuvo como resultado la conformación de enormes empresas multinacionales de la edición. En 2013 el conglomerado alemán Bertelsmann y el inglés Pearson  fusionaron sus empresas creando Penguin  Random House, PRH, la empresa editora más grande del mundo (actualmente Bertelsmann es dueña del 100% de la empresa), a la cual pertenecen unas 250 editoriales en los cinco continentes. PRH Grupo Editorial, la división en idioma español, absorbió sellos desde la A, empezando por Aguilar y Alfaguara, hasta finales del alfabeto con Vergara, pasando por emblemáticas editoriales como Grijalbo, Lumen y Sudamericana entre muchas más, constituyéndose en un polo en castellano superconcentrado. La absorción continuó sumando al Grupo Santillana y todavía no ha finalizado los movimientos.
El otro polo lo constituye Planeta. Este grupo español, editorial y de medios,  absorbió desde los años 80  a 64 sellos, entre los más conocidos a Seix Barral, Paidós y Emecé y a la histórica Espasa.  Y así quedaron conformados los dos enormes grupos como los únicos que pueden competir entre sí en Latinoamérica y en España y Portugal, muy lejos de otras editoriales medianas y pequeñas.
La constitución de esos grupos multinacionales tiene como consecuencia que acumulan en sus catálogos  a los escritores más renombrados y por supuesto a los best sellers, a los Premios Nobel y a otros premios de relevancia, y controlan la edición de la literatura en castellano.  Según datos del Libro Blanco de la Cámara Argentina de Publicaciones, en 2014 las grandes empresas,  definidas como las que publican más de 100 títulos al año,  eran el 11% del total de las editoriales pero publicaron el 55% de los títulos en el país. Y la  encuesta 2015 de librerías de la Ciudad de Buenos Aires, realizada por el Gobierno de la Ciudad, mostró que de los 30 títulos más vendidos 12 pertenecían al Grupo PRH y 13 al Grupo Planeta.

El imperativo de la “novedad”, que es el que más vende, se impone en las mesas, en los suplementos culturales de diarios y revistas, en la publicidad callejera, en los programas de radio y TV, en las entrevistas pautadas para los autores en unas recorridas frenéticas por los medios que duran lo que dura la “novedad”.

Esta dinámica de una tras otra es simplemente imposible de seguir por los lectores y libreros: estos últimos no alcanzan a ubicar el último título cuando ya les entregaron el siguiente. Se trata de unas tiradas masivas (en promedio desde más de 3000 ejemplares hasta 20.000 o más, y con frecuencia de libros de venta rápida porque siguen ciertas situaciones o a ciertos personajes públicos) que tienen como finalidad ocupar espacios mediáticos y de exhibición, ni más ni menos que como si fueran góndolas de supermercado,  pero a los que hay que desplazar de las mesas y llevar a depósito  en brevísimo tiempo. Esas tiradas no son un error de cálculo  sino que están calculadas con ese efecto,  y todos los ejemplares que sobren, que no se vendan, que no sean saldados, y que llenan los depósitos hasta terminar en la picadora de papel,  se asumen  como “efectos colaterales”. 

¿No hay nada más, aparte de destruirlos,  que se pueda hacer con los libros sobrantes? La industria editorial ni se lo plantea.  “No es rentable donarlos, representaría una gran cantidad de trabajo y de dinero. Es más barato destruirlos”, dice Pere Sureda, quien era el responsable de la colección La Otra Orilla de la editorial Norma. Sureda, ya desvinculado de Norma, calculó que “un millón de libros fueron destruidos el año pasado” (Clarín, 2012).
Llevar libros a la trituradora de papel despierta broncas y angustias justificadas. Los primeros angustiados son los mismos autores que retiran de los depósitos lo que pueden cuando reciben el ominoso aviso de próxima guillotina. También hay que señalar que a veces son los mismos escritores quienes acuerdan la destrucción por contrato si sus libros no se vendieron o si cambian de editorial.  Por otro lado, una iniciativa que despertó debate en el mundo literario fue la del Grupo Alejandría, que elaboró  un proyecto para intermediar entre las editoriales y las bibliotecas/centros culturales/educativos, haciéndose cargo de seleccionar  y disponer los textos del descarte editorial para la donación. 
Pero el escritor y traductor argentino Erich Schierloh discute en una nota contra estas opciones y luego da en el clavo: la  verdadera alternativa es no editar de esa manera, bajo lógicas que arrasan con los espacios y la atención del público, y con el imperativo de la acumulación, el control del mercado y el lucro. “Son como la pesca de arrastre”, dice Schierloh hablando de las tiradas masivas y de su cometido de vender como sea un piso de cierta cantidad sin importar lo que haya que tirar después. También editor artesanal él mismo, llama a no naturalizar la destrucción de libros,  y recuerda que esta es una práctica ausente casi por completo en las editoriales independientes, cuyas lógicas se basan en la edición como oficio, la pequeña tirada,  la difusión y venta próximas al lector y la búsqueda de estrategias para que el libro permanezca en circulación.
Esas pequeñas editoriales independientes, que en su mayoría nacieron y se desarrollaron luego de 2001,  han logrado establecer un sector que parece consolidado y que pudo editar el 11% de todos los títulos publicados en 2016.  Emergentes de una cultura autogestiva crearon las combativas FLIA (Feria del Libro Independiente y Autogestivo) que se extendieron por todo el país, y más recientemente las FED (Feria de Editores) que abren espacios y dan visibilidad  a numerosas editoriales pequeñas. Se asocian, a veces con otras medianas, para compartir los costosos stands en las grandes ferias tradicionales como hacen Los Siete Logos, o comparten difusión, ediciones y librería como La Coop.
Estos son sistemas y ética editorial cercanas a quienes amamos los libros. Para quienes amamos los libros porque leyéndolos descubrimos, gozamos, conocemos y reflexionamos,  tanto como anudamos afectos y horizontes con la lectura, editarlos para luego destruirlos es una perspectiva cruel e innecesaria. Se rebela la memoria que recuerda haberlos escondido, enterrado,  quemado y también intercambiado en acto de resistencia. Y destruirlos cuando innumerables lectores que los necesitan y los desean no pueden comprarlos resulta tan provocador como tirar leche en las rutas.
Pensar y construir alternativas a esa dominancia cultural empieza por no naturalizar la forma de editar de los grandes editoriales comerciales, dejar al descubierto su forma de producir libros, el libro-mercancía como una más de la absurda producción de mercancías del sistema, y buscar y  acompañar otras maneras de ser de los libros.
Isabel Garin

jueves

Entrevista a Isabel Garin por Ernestina Mo, Radio Zonica

Entrevista a Isabel Garin por Ernestina Mo, Radio Zonica: Ser bibliotecaria hoy en una biblioteca especializada en Medicina, la del Hospital de Clínicas José de San Martín, de la Universidad de Buenos Aires; público de profesionales de la Salud, tareas de los bibliotecarios, bibliotecas digitales.
Confluencia de bibliotecología y literatura en los Cuentos de bibliotecarios, que tratan poéticamente el trabajo, las tareas, los lectores.
Recuerdos de la Biblioteca Juan Francisco Ibarra, de 25 de Mayo.


Ladrones de gallinas. Los hambrientos frente a los jueces

Para Contrahegemoniaweb
El humor, la literatura y el cine lo cuentan mejor que los informes oficiales o las estadísticas: cómo unas circunstancias desesperadas convierten en ladrones a los pobres y los obligan a robarse unos a otros. La Ley de Flagrancia hace de ellos la carne de un sistema penal cada vez más acentuado en gestionar ciertos delitos de la pobreza que la situación social hace crecer sin límites. La realidad se parece muchísimo a la ficción.
Nacida en los fondos con gallineros de las casas de los pueblos o del conurbano, la expresión “ladrones de gallinas” alude a los ladrones menores que pueblan las cárceles en contraposición a los ladrones grandes, los que comenten delitos importantes o peligrosos, y que relacionados con el poder nunca son encarcelados. También alude a un ladronzuelo no temible, conocido en los pueblos o barrios, más pillo que delincuente (como bien dice el chiste contado con variantes), que anda rondando las oportunidades que dejan las puertas abiertas, las cosas olvidadas en los patios, algún descuido, para hurtar un triciclo, una pala, ropa tendida en la cuerda.
Extrañamente nunca alude al hambre. La suposición que subyace pero que no emerge es que el ladrón de una gallina se la roba para comérsela y porque no puede comprarla. Lo sabe bien Condorito, que es de orígenes humildes. Y también sabe bien, como todos los pobres, lo fácil que es que los ladrones de gallinas vayan a dar a la cárcel (y que el carabinero se dé el festín).


En estos tiempos descarnados los ladrones de gallinas que dan sus primeros pasos como tales pueblan las fiscalías y juzgados como nunca antes. Autores de pequeños robos, delitos menores tan menores que a veces quedan absueltos por insignificancia, o reciben probation, o alguna obligación como la de concurrir a la escuela. Ellos son la carne de un sistema penal cada vez más acentuado en gestionar ciertos delitos de la pobreza que la situación social hace crecer sin límites. Muy lejos de las ilegalidades importantes y de ser delincuentes consumados se estrenan como ladrones impulsados por la necesidad y la desesperación. Personas al borde de la caída personal, familiar, laboral, o ya caídos de todos los sostenes económicos y vinculares, que se agarran de donde pueden para mantenerse en pie.
Fiel retrato de Antonio, que nunca ha robado nada. Antonio es un trabajador desocupado que por fin acaba de encontrar un trabajo: pegar afiches de publicidad en la calle. Este trabajo le exige tener bicicleta y él, ya sin recursos, ha empeñado la suya para que su familia pueda comer. En el apuro su esposa lo ayuda: empeña las sábanas de la casa y con ese dinero él rescata la bicicleta
La mañana que Antonio por fin comienza a trabajar es esperanzada y alegre pero no durará mucho: en un momento en que está pegando afiches un ladrón le roba la bicicleta. Antonio lo persigue, incluso con ayuda, pero el ladrón se esfuma con el rodado. Acompañado por su pequeño hijo, y por amigos y compañeros, sale más tarde en busca de ella por los mercados ilegales, los desarmaderos y los barrios adonde supone que puede encontrar al ladrón y recuperarla. Pero no lo logra. Desesperado, ve una bicicleta apoyada contra una pared y Antonio, que no es ningún delincuente, se decide a robarla porque sin una perderá el trabajo recién ganado. Pero al contrario de cuando él persiguió a su ladrón, a él sí le dan alcance, lo rodean, lo insultan, recibe algún golpe y se la quitan, avergonzándolo delante de su hijo.

Tal vez parecido a Javier, trabajador desocupado y padre de cuatro hijos, que igualmente robó una bicicleta. Una bici marca Aurorita rodado 20. A él, como a Antonio, también lo agarraron, lo llevaron a juicio por aplicación de la Ley de Flagrancia, y siendo la primera vez que cometía un delito le dieron probation y trabajo comunitario. Otro nuevo ladrón, Mauro, robó dos tiras de asado y unos paquetes de salchichas de un supermercado, y aunque el supermercado le siguió el caso al final fue absuelto por insignificancia. Alan, un changarín de 18 años sin antecedentes penales, tiene un hijito con asma. Llegó a un juicio por flagrancia porque robó dos canillas; en el juicio explicó que quería venderlas para comprarle al nene un aerosol Ventolín. Otro que intentó ser ladrón quiso romper el candado de una bicicleta pero fue visto por un policía y entonces trató de esconderse en un contenedor de basura. Frente al juez lloraba de hambre, flaco, desdentado y sucio.
No es la posguerra europea de la película pero la situación de les trabajadores es tan difícil como aquella, o más. Y la muestra es que los robos pueden ser patéticos: desodorantes, un termo, unas canillas, lámparas, como mucho una bicicleta o un celular, alcohol o cualquier bebida, tabletas de chocolates, salamines, salchichas, cualquier cosa que sirva para revender o directamente para comer. Como Vicente Ferrer, el que en Buenos Aires se llevaba sin pagar un queso y un aceite y fue muerto a golpes por dos vigiladores del supermercado Coto. Ladrones que no saben robar y salen desarmados a asaltar algún comercio con su sola amenaza, y muchas veces tan inexpertos que la policía los atrapa a pocos metros del lugar del hecho, con el botín encima.
Botín recuperado de un asalto sin armas a una panadería en Mar del Plata.
Gracias al orden con el que la policía lo muestra orgullosamente se lo puede contar: son 390 pesos.

Una ley para los valjeanes
Jean Valjean, un hombre joven de oficio podador, mantiene a la numerosa familia de su hermana que ha quedado viuda. Apenas puede llevarles algo para comer con su ocupación mal pagada hasta un crudo invierno en que no puede alimentarlos más porque no tiene trabajo. No tiene trabajo pero sí siete sobrinos, todos niños. Una noche da un puñetazo a la vidriera de una panadería, la rompe y roba un pan para llevárselos. El panadero lo advierte, lo corre y lo alcanza. Capturado, es condenado a cinco años de prisión transformándose en un número, el preso 24601. Sucesivos intentos de evasión de la cárcel le agregan años hasta que finalmente cumple diecinueve de condena por aquel pan robado.
Así comienza la historia de Jean Valjean, el protagonista de Los miserables (1862), novela de Victor Hugo que retrata la sociedad y las personas del S.XIX en Francia, la pobreza extrema, la crueldad contra los débiles, la injusticia y la desigualdad, la aplicación de la justicia y la ley, la búsqueda de la superación y la paz personal por parte del protagonista, y la situación política que lleva a la rebelión antimonárquica de junio de 1832 que cierra la historia. La magistral novela ha sido llevada al cine, el teatro y la televisión, y tiene numerosas versiones como musical, la última de 2012 para cine. Aquí, un pequeño fragmento donde canta Gavroche, un despierto chico de la calle en medio de su pobrísimo entorno:


Tal cual se cuenta en esa novela los sistemas penales siempre identifican bien a quién perseguir y sobre quién se descargan. No es la excepción el de Argentina que desde 2016 cuenta con esa Ley de Flagrancia, que ya desde antes se aplicaba con variantes en diversas provincias. La flagrancia, el que un delincuente sea apresado como Jean Valjean, en el acto de cometer la falta o poco después, corriendo con el pan bajo el brazo, es el punto nodal de la ley. La ley determina que si un delincuente es detenido in fraganti debe realizarse una audiencia oral y pública en menos de 24 horas con el objetivo de que se realicen juicios abreviados y se llegue a una rápida condena. En su momento el gobierno y en particular la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, cuyo ministerio había elaborado el proyecto, la presentó con bombos y platillos como la solución rápida y efectiva “para detener la ola de delitos y terminar con las puertas giratorias”, con un interés en ganarse la simpatía de la opinión pública a favor de la mano dura y señalando en particular al narcotráfico, caballito de batalla para justificar cualquier avanzada represiva. Pero, ¿qué ha pasado con su aplicación a tres años de sancionada por el Congreso?
Según un informe sobre la aplicación de la Ley de Flagrancia en la Ciudad de Buenos Aires, que fue comentado por algunos medios, de junio de 2018 a junio de 2019 el 90% de los casos delictivos judicializados fueron por delitos menores. En las fiscalías de flagrancia se sobreacumulan los miserables detenidos por primera vez en situación de robos o de hurtos, muchos en grado de tentativa, nuevos pobres desocupados, exchangarines, exobreros de la construcción, cirujas, exvendedores ambulantes corridos de un lado a otro, personas en situación de calle, todos los expulsados de la trama social a los que Victor Hugo podría perfectamente incluir en sus muchedumbres de mendigos, hambrientos y desarrapados de todo tipo.
Esos que llegan a los tribunales son los que ya se han quedado sin ningún recurso y no pueden aspirar a recibir alguno; a veces marginales que viven en la calle, con padecimientos mentales o adicciones para cuya cura los jueces no disponen de recursos: no hay camas disponibles para que sean internados o programas de rehabilitación adonde incluirlos, o los equipos de atención están ya abarrotados. En la ciudad de Buenos Aires la Unidad N° 28 del Servicio Penitenciario Federal, en la alcaldía de Tribunales, ve pasar cada día a decenas de esos detenidos en espera del juicio breve y veloz que tanto le place a la ministra Bullrich. Una cantidad de ellos fueron atrapados por primera vez pero si luego se convirtieran en reincidentes, y la situación ayuda mucho a esa posibilidad, quedarán atrapados en un sistema penal que los dejará señalados y que va a dificultarles todavía más insertarse en la vida laboral y social con normalidad. Las circunstancias se repiten en todas las ciudades del país, con sus juzgados de flagrancia colapsados de detenidos que afrontan un juicio sumarísimo del que volverán, si vuelven, a las mismas circunstancias por las que llegaron a él. Así es que esta ley resulta una herramienta para castigar a los pobres que delinquen para subsistir y criminalizar a los que protestan, tal como la analiza CORREPI.
Muy lejos de los grandes delincuentes que se sugiere perseguir otras veces los detenidos son los actores muy menores del narcotráfico, o mejor dicho las actrices: las mujeres que venden droga en los barrios para mantener a sus familias o que trabajan como mulas, los eslabones más débiles del narco que van a dar a la cárcel por infracción a la ley 23.737 de Estupefacientes y que conforman más del 43% de las causales por el que ellas son encarceladas, según informe del CELS.
Le servirán al Ministerio de Seguridad y al de Justicia esas persecuciones, esas detenciones realizadas muchas veces sin riesgo alguno, y las decenas de expedientes que diariamente se abren en los juzgados para mostrar el crecimiento de sus estadísticas. Lo que no podrán hacer es lograr que se acaben porque para eso serían necesarias medidas que nada tienen que ver con las persecuciones policiales y las penas legales, y sí con no tener hambre ni otras imperativas necesidades no cubiertas.
Como si la misma realidad fuera lo más mezquina posible y ya no quedaran gallinas, dos cirujas de Monte Grande entraron a robar a la casa de un jubilado que no tenía gallinero pero sí un palomar. El hombre los vio llevándose una bolsa con sus palomas, avisó a la policía y fueron detenidos. Frente al juez los dos compañeros de Condorito declararon que las llevaban a sus familias para comer porque no pueden mantenerlas con lo que juntan con el carro. Tal vez habría que dibujar de nuevo a los actuales ladrones de palomas y volver a contar aquellos chistes a medias graciosos, a medias patéticos, de los que robaban gallinas.

Isabel Garin

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