viernes

Amargos viajes


Ayer, viajando en el subte E, pasa por mi vagón primero un vendedor que lleva barras de cereales y paquetitos de caramelos en una caja  de cartón prolijamente cortada que tiene al frente su alias de Mercado Pago. Una chica le compra y con agilidad le transfiere el gasto. A continuación pasa una mujer joven con un bebé en brazos y una nena de unos 6 años con la que se distribuyen las filas de pasajeros vendiendo colitas y hebillas para el pelo. Luego pasa un hombre que parece grande aunque oculta la cara con la capucha de su campera arruinada: es un "faldero", los más pobres de los pobres que ni siquiera tienen algo para vender y dejan en la falda de los pasajeros un papelito mínimo, ya borroneado de tantos dedos,  con un pedido de ayuda: "por favor, puede ayudarme con algo gracias". 
Pero todavía faltará otro más, otro escalón de miseria que no tiene ni siquiera ese papelito para acercarse a pedir: un hombre de unos 40 años, sucio,  flaco, con la ropa harapienta, se para al frente y dice. Señores pasajeros, tenemos hambre. Les pido por favor que nos ayuden. Y lo dice con una voz clara y vibrante que suena por sobre el ruido del tren y de la distracción de cada uno. 
Amargos  los viajes en los trenes de hambrientos y desesperados. 


miércoles

La espera


Mi  amiga Rosario, que es ordenada y detallista, tiene  sobre un estante tres vasijas de barro puestas en hilera. Las pequeñas vasijas son de Jujuy, las trajo de un viaje a la Quebrada de Humahuaca, hace mucho. Tienen sus perfectas tapas que causa regocijo abrir y cerrar porque remiten a un recipiente grande  pero tienen tamaño de juguete. En una de ellas guarda monedas,  que ahora casi no tienen valor pero que a ella le gusta juntar. Si pasado el tiempo la vasija rebosa de monedas, las cuenta, las separa en paquetitos y las cambia en el autoservicio chino de la cuadra.

En otra de las vasijas Rosario guarda pequeños objetos punzantes. Son chinches con sus cabezas rojas, azules y verdes; alfileres,  clips variados y  clavos de diversos tamaños y tornillos de cuerpos torneados. Los clavos y los tornillos son sobrantes de arreglos que solo muy de tanto en tanto se hacen y Rosario no recuerda desde cuándo viven en la pequeña vasija, tanto tiempo llevan ahora sin ser utilizados. También hay ganchos muy malintencionados, con puntas filosas por sus dos extremos,  y dos clavos miguelito de recuerdo de remotas y duras manifestaciones en las que participó en su juventud. Cada vez que Rosario toca o abre esa vasija siente en la mano una aprensión táctil, dice, una sensación de que la misma  vasija es agresiva y filosa.

En la tercera vasija, Rosario guarda pequeños objetos inclasificables. Casi todos ellos extraviados, por ejemplo: una tapita con rosca que la desveló suponiendo que cerraba el conducto de algo importante que, sin tapar,  se desinflaría y desaparecería del universo; una extraña bolita metálica que barrió un día por sorpresa y  que corría por el  suelo con vida propia; lo que parece un topete clásico pero que después de probado en las patas de las sillas de su casa no correspondía a ninguna de ellas; tres cuentas de collar que también aparecieron debajo de muebles una mañana de limpieza pero que no son de ninguno de los suyos; una ruedita con el exterior metálico y el interior de goma;  una tapita cóncava,  y otra tapita convexa pero que no coincide con el tamaño de la cóncava (Rosario lo ha comprobado); una arandelita de bronce  cuyo sonido al caer ella escuchó claramente, desprendida de algún artefacto que no pudo identificar, y otros objetos diminutos que le causan una mezcla de curiosidad y de enojo, a veces por no poder reconocer sus orígenes y otras veces por no poder desprenderse de ellos sin más, tirarlos a la basura y listo, en la perseverante espera de que un día les encontrará su precisa ubicación en el caos de las cosas.

 

 

 

 

 

 

domingo

Dia de invierno en Alto Camet


 El domingo helado en Alto Camet se moja además con chaparrones despiadados. Barro y frío.  Pero un gatito gracioso, blanco y negro, se aparece en la vereda a saludarnos,  y al atardecer una luna apenas creciente adorna el cielo de ámbar traslúcido, ya limpio de nubarrones. 

jueves

Bebé



Voy sentada en el 132 cuando suben  una mamá con su bebé y una amiga. La mamá con su bebé se sientan al lado mío. La bebé es hermosa y muy dada. Enseguida me mira como llamándome y  me toca el brazo con su manito. Yo le sonrío, le digo “holaaa” de la manera que los adultos usamos para hablarle a los bebés. La mamá le aparta la mano y le dice “no molestes a la señora”, yo digo “no es molestia, para nada”, y le ofrezco el pulgar a la chiquita, que enseguida me lo agarra con sus deditos.

Observado por la madre que la hijita no me molesta, se vuelve a charlar con la amiga que va parada al lado. Yo me quedo jugando con la beba. Me cerró el pulgar y sin soltarlo ahora jugamos a hacer un balanceo con el dedo y la mano. A izquierda y a derecha, no me lo suelta, cierra con fuerza sus deditos sobre mi pulgar derecho. Con mucha fuerza. Me llama la atención la fuerza que tiene. Parece que el juego del balanceo la divierte, me hace unas sonrisitas muy graciosas. Mientras, me aprieta el dedo cada vez más. ¿De dónde saca tanta fuerza? Ahora deja de sonreír y me clava una mirada…que no parece de bebé. Quiero soltarme porque ya jugamos, ya está bien,  y porque me resultan rara esa mirada y la fuerza que tiene.

Detengo el movimiento de la mano y la observo. No me suelta el pulgar y le brillan los ojos. Creo que se está divirtiendo. Sacudo la mano con fuerza pero no la libero. Estoy asombrada.

La mamá sigue charlando con la amiga. La beba me aprieta tanto que ahora me hace doler. ¿Cómo es posible? Levanto mi mano izquierda para retirar la suya agarrándola de la muñequita regordeta, y entonces me adivina la intención: me aprieta con todas sus fuerzas, veo atónita cómo tensiona la mano y el bracito, y hasta la cara. Yo siento agujas en mi dedo tan intensas que casi me hacen gritar y tan profundas que me llegan al hueso. Y entonces escucho y siento “crack” el hueso del pulgar. Crack.

Y en ese momento la amiga dice “bajamos acá” y la mamá se para con su bebé. La beba me mira por sobre el hombro de la madre. La mirada le brilla.

A mí me cuelga el pulgar.

lunes

Buzones


Un buzón ya histórico todavía vivo, de pie,  en la era de las comunicaciones digitales,  en Viamonte y Riobamba, Buenos Aires. Lo veo y me da ternura: cuando el buzón trabajaba enviar y recibir cartas en papel tenía mucho de auténtico y de próximo, aunque hubiera que esperar días o meses el intercambio postal. Ahora que lo pienso, aquel intercambio parecía más simplemente humano, con eso de escribir con tinta y con el trazo de cada uno sobre una hoja, y luego despachar la carta material. Recuerdo dónde habían algunos buzones  rojos en Veinticinco de Mayo, mi pueblo, y también que me daba curiosidad ver el trabajo del cartero que los abría y recogía la correspondencia que hubiera, ¡con estampillado! y que yo estaba  a la pesca para  ver a alguno cuando lo estuviera haciendo. El interior del buzón tenía algo de mágico para mí.  ¿Será  un homenaje la flor dibujada?

Pero en este momento escribo este post con teclado y con la misma letra para todos que concede Facebook,  y con la inmediatez desaforada de estos tiempos. Que no tiene retrocesos. Pero que para los correos electrónicos tuvo que  dar  el nombre de Buzón, como el de aquellos rojos que recibían cartas en papel,  porque otro más ajustado para la función no había. 



 

sábado

Un hombre dormido

 


Estoy soñando que escucho mi respiración. Mi respiración suena acompasada y nítida, como si yo estuviera respirándome a mi propio oído. Qué clara la escucho. El sonido de mi respiración tira de mí, tira y tira y me arrastra sacándome del sueño.

Todavía a oscuras me  incorporo. Sigo escuchando  la  respiración pero de pronto advierto que no soy yo la que respira con ese sonido nítido. ¿Sigo soñando?  No, ya no estoy soñando, ahora estoy bien despierta.

Enciendo la luz y entonces lo veo: en la cama de al lado hay un hombre dormido que respira profundo con la mayor de las calmas. El descubrimiento me hace gritar con todas mis fuerzas,  me sale un grito de sorpresa y miedo… pero sin ningún sonido, un grito aterrado y silencioso.  Enseguida me duele la garganta, las cuerdas vocales forzadas al máximo pero sin resultado. Siento un mareo. Cuando pasa, una catarata de preguntas se me derrama: ¿cómo entró a la casa?,  ¿cómo no escuché nada?, ¿quién es?, ¿cómo está aquí, durmiendo en mi pieza?

Vuelvo a mirarlo. Como no hubo grito no se despertó y sigue durmiendo en el mejor de los mundos. Lo observo:  está vestido pero se descalzó y dejó las zapatillas, unas Adidas ya muy usadas, una junto a la otra ordenadas en el suelo, y al lado un bolsito de color azul también muy usado. Duerme de costado, un pie sobre el empeine del otro, una rodilla sobre la otra, el brazo de arriba extendido sobre la cadera y el de abajo cruzado sobre el pecho. Tendrá unos 50 años, los pómulos marcados, el pelo oscuro con entradas, y aspecto de reponerse de un trabajo físico que lo ha cansado mucho. Me detengo en la expresión: tiene una media sonrisa, leve, ahora mismo está soñando.

Me quedo mirándolo: me da pena despertarlo. No lo molestó la luz ni lo sacó del sueño mi observación fija y fascinada, y parece que entró nada más que a dormir… Me viene un bostezo. Apago la luz, me doy vuelta y me acomodo la frazada que me tape bien la espalda.

jueves

De la vida en Alto Camet, Mar del Plata, este poema mío

poemario_atlantico


FRONTERAS


El pasillo

El hombre sale del ascensor y mira el pasillo para orientarse hacia la oficina a la que debe ir. A sus espaldas las puertas del ascensor se cierran, silenciosas.  Observa el pasillo: es bien raro. Mirando a la derecha parece muy largo o, deduce mirando al techo, esas luces empotradas difuminan  las paredes y hacen ese efecto. Pero en vez de tener paredes comunes, de ladrillos y revoque, parecen metálicas, observa. Las observa con detenimiento. Estira una mano para tocar la pared ¿metálica? que tiene enfrente y cuando lo hace la pared retrocede.

El hombre se desconcierta. ¿La pared retrocedió? Mira hacia los costados, y mira atrás suyo,  buscando algún efecto de luz o de cualquier tipo que cree esa ilusión. Prueba de nuevo: estira el brazo y palpa la pared pero la pared no se deja palpar y otra vez retrocede. Retrocede, sí, sí.

El hombre queda paralizado.  Enseguida su razón explica: ¡las cosas que se les ocurren a los arquitectos y  decoradores! Y enseguida se dice que no puede distraerse más y sin volver a analizar esas paredes extrañas se encamina a buscar la oficina. Camina y camina pero no encuentra puertas con números o letras, o con placas indicadoras de profesiones y ocupaciones. Sigue caminando y caminando hasta que de pronto cae en la cuenta de que el pasillo de un edificio cualquiera no puede ser tan largo. Y también cae en la cuenta de que no hay puertas, numeradas o con letras,  con placas o sin placas. No hay.

Cuando advierte esto se detiene de golpe. ¡No hay puertas! ¿Pero dónde empiezan las oficinas? ¿Y él, cuánto caminó? Mira hacia atrás para calcularlo pero la pared de atrás parece a una distancia normal de pasillo de edificio. Camina un poco más en el sentido que traía: siguen y siguen las paredes metálicas sin puertas, bajo la  luz difuminada. 

Entonces, un reflejo más rápido que su razón lo hace volverse bruscamente y empezar a caminar hacia la pared que dejó atrás. Camina acelerando el paso pero  la pared que antes estaba atrás, y que ahora tiene al frente, está siempre a la misma distancia. Empieza a correr: corre, corre, pero nunca llega porque la pared retrocede a cada paso que da. Oye una voz, un ¡ahhh! de alarmada desconfianza, y cree que hay alguien más en el pasillo hasta que un segundo después advierte que fue su propia voz.  Ahora el miedo lo invade, está solo y no le gusta nada de nada, quiere irse enseguida de este piso inquietante. Vuelve a correr buscando las escaleras pero no hay más que paredes metálicas.  Corre en el otro sentido tratando de ubicar dónde podría estar el ascensor en el que llegó  y  encuentra,  con alivio, el botón de llamada. Va a oprimirlo con fuerza pero el dedo se hunde en el botón, o mejor dicho no oprime nada, no hay  nada que oprimir, la pared retrocede,  el botón es solo una idea.

Entonces sospecha que las puertas del ascensor se cerraron silenciosas detrás suyo, y definitivas también.

IG

Aquel mundo más lento

 Me gustaba aquel mundo pre-informático donde todo era más lento. Escribir una carta a mano, en papel, despacharla por correo y esperar unos quince o veinte días la respuesta: una semana o diez días de ida y otros tantos de vuelta si el destinatario contestaba enseguida.  Acostumbrados ahora a la respuesta inmediata de los guasap, que no se conteste enseguida genera ansiedad, inquietud y dudas.

A mí me gustaba, ahora que puedo comparar ambos mundos, quedar en una cita o en una visita previamente acordadas en la seguridad de cumplirlas sin ninguna necesidad de recibir avisos intermitentes del tipo “estoy saliendo”, “ya estoy viajando”,  “llego en quince minutos”, o “me retraso un poco”. Un presente agobiador e innecesario al que hay que estar apelando de manera permanente.

La imaginación y la expectativa que reinaban en la lenta espera anterior a las respuestas se han desvanecido.  Pero, ¿a quién le sirve esta inmediatez tan desconsiderada de hoy, para qué nos sirve? La tecnología puso al mundo a correr y  la época neoliberal hace que la gente  “no tenga tiempo” para nada, tan ocupados se encuentran todo el tiempo, y nos hace marcar el paso de las pantallas, día y noche. La velocidad (dice Byung-Chul Han que el tiempo se precipita porque no tenemos referencias que lo anclen) nos empuja de una actividad a otra, de un presente a otro presente frenético, de una ansiedad a la siguiente.

Aquel mundo más lento iba mejor conmigo o yo con él.