viernes
Amargos viajes
miércoles
La espera
Mi amiga Rosario, que es ordenada y detallista, tiene sobre un estante tres vasijas de barro puestas en hilera. Las pequeñas vasijas son de Jujuy, las trajo de un viaje a
En otra de las vasijas Rosario guarda pequeños objetos punzantes. Son chinches con sus cabezas rojas, azules y verdes; alfileres, clips variados y clavos de diversos tamaños y tornillos de cuerpos torneados. Los clavos y los tornillos son sobrantes de arreglos que solo muy de tanto en tanto se hacen y Rosario no recuerda desde cuándo viven en la pequeña vasija, tanto tiempo llevan ahora sin ser utilizados. También hay ganchos muy malintencionados, con puntas filosas por sus dos extremos, y dos clavos miguelito de recuerdo de remotas y duras manifestaciones en las que participó en su juventud. Cada vez que Rosario toca o abre esa vasija siente en la mano una aprensión táctil, dice, una sensación de que la misma vasija es agresiva y filosa.
En la tercera vasija, Rosario guarda pequeños objetos inclasificables. Casi todos ellos extraviados, por ejemplo: una tapita con rosca que la desveló suponiendo que cerraba el conducto de algo importante que, sin tapar, se desinflaría y desaparecería del universo; una extraña bolita metálica que barrió un día por sorpresa y que corría por el suelo con vida propia; lo que parece un topete clásico pero que después de probado en las patas de las sillas de su casa no correspondía a ninguna de ellas; tres cuentas de collar que también aparecieron debajo de muebles una mañana de limpieza pero que no son de ninguno de los suyos; una ruedita con el exterior metálico y el interior de goma; una tapita cóncava, y otra tapita convexa pero que no coincide con el tamaño de la cóncava (Rosario lo ha comprobado); una arandelita de bronce cuyo sonido al caer ella escuchó claramente, desprendida de algún artefacto que no pudo identificar, y otros objetos diminutos que le causan una mezcla de curiosidad y de enojo, a veces por no poder reconocer sus orígenes y otras veces por no poder desprenderse de ellos sin más, tirarlos a la basura y listo, en la perseverante espera de que un día les encontrará su precisa ubicación en el caos de las cosas.
domingo
Dia de invierno en Alto Camet
El domingo helado en Alto Camet se moja además con chaparrones despiadados. Barro y frío. Pero un gatito gracioso, blanco y negro, se aparece en la vereda a saludarnos, y al atardecer una luna apenas creciente adorna el cielo de ámbar traslúcido, ya limpio de nubarrones.
jueves
Bebé
Observado por la madre que la hijita no me molesta, se vuelve a charlar con la amiga que va parada al lado. Yo me quedo jugando con la beba. Me cerró el pulgar y sin soltarlo ahora jugamos a hacer un balanceo con el dedo y la mano. A izquierda y a derecha, no me lo suelta, cierra con fuerza sus deditos sobre mi pulgar derecho. Con mucha fuerza. Me llama la atención la fuerza que tiene. Parece que el juego del balanceo la divierte, me hace unas sonrisitas muy graciosas. Mientras, me aprieta el dedo cada vez más. ¿De dónde saca tanta fuerza? Ahora deja de sonreír y me clava una mirada…que no parece de bebé. Quiero soltarme porque ya jugamos, ya está bien, y porque me resultan rara esa mirada y la fuerza que tiene.
Detengo el movimiento de la mano y la observo. No me suelta el pulgar y le
brillan los ojos. Creo que se está divirtiendo. Sacudo la mano con fuerza pero
no la libero. Estoy asombrada.
La mamá sigue charlando con la amiga. La beba me aprieta tanto que ahora me
hace doler. ¿Cómo es posible? Levanto mi mano izquierda para retirar la suya
agarrándola de la muñequita regordeta, y entonces me adivina la intención: me
aprieta con todas sus fuerzas, veo atónita cómo tensiona la mano y el bracito,
y hasta la cara. Yo siento agujas en mi dedo tan intensas que casi me hacen
gritar y tan profundas que me llegan al hueso. Y entonces escucho y siento “crack” el hueso del pulgar. Crack.
Y en ese momento la amiga dice “bajamos acá” y la mamá se para con su bebé.
La beba me mira por sobre el hombro de la madre. La mirada le brilla.
A mí me cuelga el
pulgar.
lunes
Buzones
Pero en este momento escribo este post con teclado y con la misma letra para todos que concede Facebook, y con la inmediatez desaforada de estos tiempos. Que no tiene retrocesos. Pero que para los correos electrónicos tuvo que dar el nombre de Buzón, como el de aquellos rojos que recibían cartas en papel, porque otro más ajustado para la función no había.
sábado
Un hombre dormido
Todavía a oscuras
me incorporo. Sigo escuchando la respiración pero de pronto advierto que no soy
yo la que respira con ese sonido nítido. ¿Sigo soñando? No, ya no estoy soñando, ahora estoy bien
despierta.
Enciendo la luz y entonces lo veo: en la cama de al lado hay un hombre
dormido que respira profundo con la mayor de las calmas. El descubrimiento me
hace gritar con todas mis fuerzas, me
sale un grito de sorpresa y miedo… pero sin ningún sonido, un grito aterrado y silencioso. Enseguida me duele la garganta, las cuerdas
vocales forzadas al máximo pero sin resultado. Siento un mareo. Cuando pasa,
una catarata de preguntas se me derrama: ¿cómo entró a la casa?, ¿cómo no escuché nada?, ¿quién es?, ¿cómo
está aquí, durmiendo en mi pieza?
Vuelvo a mirarlo. Como no hubo grito no se despertó y sigue durmiendo en el
mejor de los mundos. Lo observo: está
vestido pero se descalzó y dejó las zapatillas, unas Adidas ya muy usadas, una
junto a la otra ordenadas en el suelo, y al lado un bolsito de color azul
también muy usado. Duerme de costado, un pie sobre el empeine del otro, una
rodilla sobre la otra, el brazo de arriba extendido sobre la cadera y el de
abajo cruzado sobre el pecho. Tendrá unos 50 años, los pómulos marcados, el
pelo oscuro con entradas, y aspecto de reponerse de un trabajo físico que lo ha
cansado mucho. Me detengo en la expresión: tiene una media sonrisa, leve, ahora
mismo está soñando.
Me quedo mirándolo: me da pena despertarlo. No lo molestó la luz ni lo sacó
del sueño mi observación fija y fascinada, y parece que entró nada más que a
dormir… Me viene un bostezo. Apago la luz, me doy vuelta y me acomodo la
frazada que me tape bien la espalda.
jueves
El pasillo
El hombre se desconcierta. ¿La pared retrocedió? Mira hacia los costados, y
mira atrás suyo, buscando algún efecto
de luz o de cualquier tipo que cree esa ilusión. Prueba de nuevo: estira el
brazo y palpa la pared pero la pared no se deja palpar y otra vez retrocede.
Retrocede, sí, sí.
El hombre queda paralizado. Enseguida su razón explica: ¡las cosas que se
les ocurren a los arquitectos y
decoradores! Y enseguida se dice que no puede distraerse más y sin
volver a analizar esas paredes extrañas se encamina a buscar la oficina. Camina
y camina pero no encuentra puertas con números o letras, o con placas
indicadoras de profesiones y ocupaciones. Sigue caminando y caminando hasta que
de pronto cae en la cuenta de que el pasillo de un edificio cualquiera no puede
ser tan largo. Y también cae en la cuenta de que no hay puertas, numeradas o
con letras, con placas o sin placas. No
hay.
Cuando advierte esto se detiene de golpe. ¡No hay puertas! ¿Pero dónde
empiezan las oficinas? ¿Y él, cuánto caminó? Mira hacia atrás para calcularlo
pero la pared de atrás parece a una distancia normal de pasillo de edificio. Camina
un poco más en el sentido que traía: siguen y siguen las paredes metálicas sin
puertas, bajo la luz difuminada.
Entonces, un reflejo más rápido que su razón lo hace volverse bruscamente y
empezar a caminar hacia la pared que dejó atrás. Camina acelerando el paso
pero la pared que antes estaba atrás, y
que ahora tiene al frente, está siempre a la misma distancia. Empieza a correr:
corre, corre, pero nunca llega porque la pared retrocede a cada paso que da.
Oye una voz, un ¡ahhh! de alarmada desconfianza, y cree que hay alguien más en
el pasillo hasta que un segundo después advierte que fue su propia voz. Ahora el miedo lo invade, está solo y no le
gusta nada de nada, quiere irse enseguida de este piso inquietante. Vuelve a
correr buscando las escaleras pero no hay más que paredes metálicas. Corre en el otro sentido tratando de ubicar
dónde podría estar el ascensor en el que llegó
y encuentra, con alivio, el botón de llamada. Va a
oprimirlo con fuerza pero el dedo se hunde en el botón, o mejor dicho no oprime
nada, no hay nada que oprimir, la pared
retrocede, el botón es solo una idea.
Entonces sospecha que las puertas del ascensor se cerraron silenciosas detrás
suyo, y definitivas también.
IG
Aquel mundo más lento
A mí me gustaba, ahora que puedo comparar ambos mundos, quedar en una cita
o en una visita previamente acordadas en la seguridad de cumplirlas sin ninguna
necesidad de recibir avisos intermitentes del tipo “estoy saliendo”, “ya estoy
viajando”, “llego en quince minutos”, o
“me retraso un poco”. Un presente agobiador e innecesario al que hay que estar apelando
de manera permanente.
La imaginación y la expectativa que reinaban en la lenta espera anterior a
las respuestas se han desvanecido. Pero,
¿a quién le sirve esta inmediatez tan desconsiderada de hoy, para qué nos sirve?
La tecnología puso al mundo a correr y la época neoliberal hace que la gente “no tenga tiempo” para nada, tan ocupados se
encuentran todo el tiempo, y nos hace marcar el paso de las pantallas, día y
noche. La velocidad (dice Byung-Chul Han que el tiempo se precipita porque no
tenemos referencias que lo anclen) nos empuja de una actividad a otra, de un
presente a otro presente frenético, de una ansiedad a la siguiente.
Aquel mundo más
lento iba mejor conmigo o yo con él.