domingo
Dia de invierno en Alto Camet
El domingo helado en Alto Camet se moja además con chaparrones despiadados. Barro y frío. Pero un gatito gracioso, blanco y negro, se aparece en la vereda a saludarnos, y al atardecer una luna apenas creciente adorna el cielo de ámbar traslúcido, ya limpio de nubarrones.
jueves
Bebé

Observado por la madre que la hijita no me molesta, se vuelve a charlar con la amiga que va parada al lado. Yo me quedo jugando con la beba. Me cerró el pulgar y sin soltarlo ahora jugamos a hacer un balanceo con el dedo y la mano. A izquierda y a derecha, no me lo suelta, cierra con fuerza sus deditos sobre mi pulgar derecho. Con mucha fuerza. Me llama la atención la fuerza que tiene. Parece que el juego del balanceo la divierte, me hace unas sonrisitas muy graciosas. Mientras, me aprieta el dedo cada vez más. ¿De dónde saca tanta fuerza? Ahora deja de sonreír y me clava una mirada…que no parece de bebé. Quiero soltarme porque ya jugamos, ya está bien, y porque me resultan rara esa mirada y la fuerza que tiene.
Detengo el movimiento de la mano y la observo. No me suelta el pulgar y le
brillan los ojos. Creo que se está divirtiendo. Sacudo la mano con fuerza pero
no la libero. Estoy asombrada.
La mamá sigue charlando con la amiga. La beba me aprieta tanto que ahora me
hace doler. ¿Cómo es posible? Levanto mi mano izquierda para retirar la suya
agarrándola de la muñequita regordeta, y entonces me adivina la intención: me
aprieta con todas sus fuerzas, veo atónita cómo tensiona la mano y el bracito,
y hasta la cara. Yo siento agujas en mi dedo tan intensas que casi me hacen
gritar y tan profundas que me llegan al hueso. Y entonces escucho y siento “crack” el hueso del pulgar. Crack.
Y en ese momento la amiga dice “bajamos acá” y la mamá se para con su bebé.
La beba me mira por sobre el hombro de la madre. La mirada le brilla.
A mí me cuelga el
pulgar.
lunes
Buzones
Pero en este momento escribo este post con teclado y con la misma letra para todos que concede Facebook, y con la inmediatez desaforada de estos tiempos. Que no tiene retrocesos. Pero que para los correos electrónicos tuvo que dar el nombre de Buzón, como el de aquellos rojos que recibían cartas en papel, porque otro más ajustado para la función no había.
sábado
Un hombre dormido
Todavía a oscuras
me incorporo. Sigo escuchando la respiración pero de pronto advierto que no soy
yo la que respira con ese sonido nítido. ¿Sigo soñando? No, ya no estoy soñando, ahora estoy bien
despierta.
Enciendo la luz y entonces lo veo: en la cama de al lado hay un hombre
dormido que respira profundo con la mayor de las calmas. El descubrimiento me
hace gritar con todas mis fuerzas, me
sale un grito de sorpresa y miedo… pero sin ningún sonido, un grito aterrado y silencioso. Enseguida me duele la garganta, las cuerdas
vocales forzadas al máximo pero sin resultado. Siento un mareo. Cuando pasa,
una catarata de preguntas se me derrama: ¿cómo entró a la casa?, ¿cómo no escuché nada?, ¿quién es?, ¿cómo
está aquí, durmiendo en mi pieza?
Vuelvo a mirarlo. Como no hubo grito no se despertó y sigue durmiendo en el
mejor de los mundos. Lo observo: está
vestido pero se descalzó y dejó las zapatillas, unas Adidas ya muy usadas, una
junto a la otra ordenadas en el suelo, y al lado un bolsito de color azul
también muy usado. Duerme de costado, un pie sobre el empeine del otro, una
rodilla sobre la otra, el brazo de arriba extendido sobre la cadera y el de
abajo cruzado sobre el pecho. Tendrá unos 50 años, los pómulos marcados, el
pelo oscuro con entradas, y aspecto de reponerse de un trabajo físico que lo ha
cansado mucho. Me detengo en la expresión: tiene una media sonrisa, leve, ahora
mismo está soñando.
Me quedo mirándolo: me da pena despertarlo. No lo molestó la luz ni lo sacó
del sueño mi observación fija y fascinada, y parece que entró nada más que a
dormir… Me viene un bostezo. Apago la luz, me doy vuelta y me acomodo la
frazada que me tape bien la espalda.
jueves
El pasillo
El hombre se desconcierta. ¿La pared retrocedió? Mira hacia los costados, y
mira atrás suyo, buscando algún efecto
de luz o de cualquier tipo que cree esa ilusión. Prueba de nuevo: estira el
brazo y palpa la pared pero la pared no se deja palpar y otra vez retrocede.
Retrocede, sí, sí.
El hombre queda paralizado. Enseguida su razón explica: ¡las cosas que se
les ocurren a los arquitectos y
decoradores! Y enseguida se dice que no puede distraerse más y sin
volver a analizar esas paredes extrañas se encamina a buscar la oficina. Camina
y camina pero no encuentra puertas con números o letras, o con placas
indicadoras de profesiones y ocupaciones. Sigue caminando y caminando hasta que
de pronto cae en la cuenta de que el pasillo de un edificio cualquiera no puede
ser tan largo. Y también cae en la cuenta de que no hay puertas, numeradas o
con letras, con placas o sin placas. No
hay.
Cuando advierte esto se detiene de golpe. ¡No hay puertas! ¿Pero dónde
empiezan las oficinas? ¿Y él, cuánto caminó? Mira hacia atrás para calcularlo
pero la pared de atrás parece a una distancia normal de pasillo de edificio. Camina
un poco más en el sentido que traía: siguen y siguen las paredes metálicas sin
puertas, bajo la luz difuminada.
Entonces, un reflejo más rápido que su razón lo hace volverse bruscamente y
empezar a caminar hacia la pared que dejó atrás. Camina acelerando el paso
pero la pared que antes estaba atrás, y
que ahora tiene al frente, está siempre a la misma distancia. Empieza a correr:
corre, corre, pero nunca llega porque la pared retrocede a cada paso que da.
Oye una voz, un ¡ahhh! de alarmada desconfianza, y cree que hay alguien más en
el pasillo hasta que un segundo después advierte que fue su propia voz. Ahora el miedo lo invade, está solo y no le
gusta nada de nada, quiere irse enseguida de este piso inquietante. Vuelve a
correr buscando las escaleras pero no hay más que paredes metálicas. Corre en el otro sentido tratando de ubicar
dónde podría estar el ascensor en el que llegó
y encuentra, con alivio, el botón de llamada. Va a
oprimirlo con fuerza pero el dedo se hunde en el botón, o mejor dicho no oprime
nada, no hay nada que oprimir, la pared
retrocede, el botón es solo una idea.
Entonces sospecha que las puertas del ascensor se cerraron silenciosas detrás
suyo, y definitivas también.
IG
Aquel mundo más lento
A mí me gustaba, ahora que puedo comparar ambos mundos, quedar en una cita
o en una visita previamente acordadas en la seguridad de cumplirlas sin ninguna
necesidad de recibir avisos intermitentes del tipo “estoy saliendo”, “ya estoy
viajando”, “llego en quince minutos”, o
“me retraso un poco”. Un presente agobiador e innecesario al que hay que estar apelando
de manera permanente.
La imaginación y la expectativa que reinaban en la lenta espera anterior a
las respuestas se han desvanecido. Pero,
¿a quién le sirve esta inmediatez tan desconsiderada de hoy, para qué nos sirve?
La tecnología puso al mundo a correr y la época neoliberal hace que la gente “no tenga tiempo” para nada, tan ocupados se
encuentran todo el tiempo, y nos hace marcar el paso de las pantallas, día y
noche. La velocidad (dice Byung-Chul Han que el tiempo se precipita porque no
tenemos referencias que lo anclen) nos empuja de una actividad a otra, de un
presente a otro presente frenético, de una ansiedad a la siguiente.
Aquel mundo más
lento iba mejor conmigo o yo con él.
En una verdulería de Boedo
Entre ellos está también un hombre venezolano. Se distingue porque es actor grande, es el mayor, y porque le gusta intercambiar con la gente y tiene siempre muy buena disposición. Basta que se le pida si puede cortar un zapallo demasiado grande para que lo haga con gusto. También se lo oye hablar de fútbol con los hombres, y responder comentarios acerca de la antropófaga inflación: ¡horror de los precios devoradores! Él asiente, los explica con las razones que saben los verduleros, las del Mercado Central y los camiones y el transporte, y acompaña, comprensivo.
En las antípodas está su compañera, la que hace su papel en la caja. Una chica peruana muy joven, de unos 20 años, pequeña, menuda. Nunca mira a la cara a nadie, jamás levanta la vista. Toda la operación de pesar y cobrar la hace mirando hacia abajo. No intercambia nada con nadie que no sea lo imprescindible de su trabajo, y la expresión de su carita es cerrada, de una inmutable decisión de que nadie le diga nada más que ¿cuánto es? A veces, si recibe un saludo fuerte y claro, apenas contesta con un susurro apagado, un buenos días o buenas tardes tan diluido que hay que esforzarse para oírlo. Me intriga porqué tiene y mantiene esa firme resolución de no hacer contacto con la gente, con algunos o con alguien, por lo menos. Un par de veces la vi acercarse a sus compañeros y reírse con ellos pero al volver a su puesto retoma la distancia de piedra con los clientes. Tal vez le resultemos insoportables, no sé…
Algún domingo a la tarde que fui a comprar la encontré sola en la verdulería vacía, la vista fija en su celular apoyado contra la balanza, siguiendo algún video. Me ha dado pena verla tan joven en esa soledad dominguera de empleada tal vez con un franco rotatorio semanal, que nunca le debe caer en fin de semana, y al acercarme a pagar quise abrir alguna charla con ella. Nada, imposible. Inalterable la negativa a hacer contacto visual y rotunda la privación de conversar.
Y para completar el elenco estamos los clientes, todos los papeles secundarios. Incontables nosotros, girando repetidos en la semana según los días que vayamos a comprar, tratando de elegir las mejores peras, protestando por los precios, descartando por los precios, viendo qué llevar o qué reemplazar, las comidas de cada casa en la mente de cada uno. Los changuitos chocadores, las bolsas más o menos llenas, según, y la cuenta abusiva en el bolsillo al salir. Al salir por el foro, a las calles de Boedo, después de pagar por nuestro papel de cada día.
domingo
Monólogo del deudor
viernes
El arbolito. Un cuento de Navidad
Cuando ella llega de vuelta a su casa hay un arbolito de Navidad verde y colorido en el hall del edificio, con una estrella dorada y brillante en la punta. Ya está armado, adornado con globos de colores, titilante de lucecitas, convocante de los recuerdos de infancia, y ella se deja convocar. Simple y sencillamente el arbolito le despierta alegría o una alegre expectativa que no sabe ni se pregunta si tiene pies y está parada sobre la tierra. Nada más se deja alegrar por el arbolito. Y agradece a quienes lo hayan armado y lo hayan dejado de regalo para todos los vecinos en la entrada.