jueves

Bebé



Voy sentada en el 132 cuando suben  una mamá con su bebé y una amiga. La mamá con su bebé se sientan al lado mío. La bebé es hermosa y muy dada. Enseguida me mira como llamándome y  me toca el brazo con su manito. Yo le sonrío, le digo “holaaa” de la manera que los adultos usamos para hablarle a los bebés. La mamá le aparta la mano y le dice “no molestes a la señora”, yo digo “no es molestia, para nada”, y le ofrezco el pulgar a la chiquita, que enseguida me lo agarra con sus deditos.

Observado por la madre que la hijita no me molesta, se vuelve a charlar con la amiga que va parada al lado. Yo me quedo jugando con la beba. Me cerró el pulgar y sin soltarlo ahora jugamos a hacer un balanceo con el dedo y la mano. A izquierda y a derecha, no me lo suelta, cierra con fuerza sus deditos sobre mi pulgar derecho. Con mucha fuerza. Me llama la atención la fuerza que tiene. Parece que el juego del balanceo la divierte, me hace unas sonrisitas muy graciosas. Mientras, me aprieta el dedo cada vez más. ¿De dónde saca tanta fuerza? Ahora deja de sonreír y me clava una mirada…que no parece de bebé. Quiero soltarme porque ya jugamos, ya está bien,  y porque me resultan rara esa mirada y la fuerza que tiene.

Detengo el movimiento de la mano y la observo. No me suelta el pulgar y le brillan los ojos. Creo que se está divirtiendo. Sacudo la mano con fuerza pero no la libero. Estoy asombrada.

La mamá sigue charlando con la amiga. La beba me aprieta tanto que ahora me hace doler. ¿Cómo es posible? Levanto mi mano izquierda para retirar la suya agarrándola de la muñequita regordeta, y entonces me adivina la intención: me aprieta con todas sus fuerzas, veo atónita cómo tensiona la mano y el bracito, y hasta la cara. Yo siento agujas en mi dedo tan intensas que casi me hacen gritar y tan profundas que me llegan al hueso. Y entonces escucho y siento “crack” el hueso del pulgar. Crack.

Y en ese momento la amiga dice “bajamos acá” y la mamá se para con su bebé. La beba me mira por sobre el hombro de la madre. La mirada le brilla.

A mí me cuelga el pulgar.

lunes

Buzones


Un buzón ya histórico todavía vivo, de pie,  en la era de las comunicaciones digitales,  en Viamonte y Riobamba, Buenos Aires. Lo veo y me da ternura: cuando el buzón trabajaba enviar y recibir cartas en papel tenía mucho de auténtico y de próximo, aunque hubiera que esperar días o meses el intercambio postal. Ahora que lo pienso, aquel intercambio parecía más simplemente humano, con eso de escribir con tinta y con el trazo de cada uno sobre una hoja, y luego despachar la carta material. Recuerdo dónde habían algunos buzones  rojos en Veinticinco de Mayo, mi pueblo, y también que me daba curiosidad ver el trabajo del cartero que los abría y recogía la correspondencia que hubiera, ¡con estampillado! y que yo estaba  a la pesca para  ver a alguno cuando lo estuviera haciendo. El interior del buzón tenía algo de mágico para mí.  ¿Será  un homenaje la flor dibujada?

Pero en este momento escribo este post con teclado y con la misma letra para todos que concede Facebook,  y con la inmediatez desaforada de estos tiempos. Que no tiene retrocesos. Pero que para los correos electrónicos tuvo que  dar  el nombre de Buzón, como el de aquellos rojos que recibían cartas en papel,  porque otro más ajustado para la función no había. 



 

sábado

Un hombre dormido

 


Estoy soñando que escucho mi respiración. Mi respiración suena acompasada y nítida, como si yo estuviera respirándome a mi propio oído. Qué clara la escucho. El sonido de mi respiración tira de mí, tira y tira y me arrastra sacándome del sueño.

Todavía a oscuras me  incorporo. Sigo escuchando  la  respiración pero de pronto advierto que no soy yo la que respira con ese sonido nítido. ¿Sigo soñando?  No, ya no estoy soñando, ahora estoy bien despierta.

Enciendo la luz y entonces lo veo: en la cama de al lado hay un hombre dormido que respira profundo con la mayor de las calmas. El descubrimiento me hace gritar con todas mis fuerzas,  me sale un grito de sorpresa y miedo… pero sin ningún sonido, un grito aterrado y silencioso.  Enseguida me duele la garganta, las cuerdas vocales forzadas al máximo pero sin resultado. Siento un mareo. Cuando pasa, una catarata de preguntas se me derrama: ¿cómo entró a la casa?,  ¿cómo no escuché nada?, ¿quién es?, ¿cómo está aquí, durmiendo en mi pieza?

Vuelvo a mirarlo. Como no hubo grito no se despertó y sigue durmiendo en el mejor de los mundos. Lo observo:  está vestido pero se descalzó y dejó las zapatillas, unas Adidas ya muy usadas, una junto a la otra ordenadas en el suelo, y al lado un bolsito de color azul también muy usado. Duerme de costado, un pie sobre el empeine del otro, una rodilla sobre la otra, el brazo de arriba extendido sobre la cadera y el de abajo cruzado sobre el pecho. Tendrá unos 50 años, los pómulos marcados, el pelo oscuro con entradas, y aspecto de reponerse de un trabajo físico que lo ha cansado mucho. Me detengo en la expresión: tiene una media sonrisa, leve, ahora mismo está soñando.

Me quedo mirándolo: me da pena despertarlo. No lo molestó la luz ni lo sacó del sueño mi observación fija y fascinada, y parece que entró nada más que a dormir… Me viene un bostezo. Apago la luz, me doy vuelta y me acomodo la frazada que me tape bien la espalda.

jueves

De la vida en Alto Camet, Mar del Plata, este poema mío

poemario_atlantico


FRONTERAS


El pasillo

El hombre sale del ascensor y mira el pasillo para orientarse hacia la oficina a la que debe ir. A sus espaldas las puertas del ascensor se cierran, silenciosas.  Observa el pasillo: es bien raro. Mirando a la derecha parece muy largo o, deduce mirando al techo, esas luces empotradas difuminan  las paredes y hacen ese efecto. Pero en vez de tener paredes comunes, de ladrillos y revoque, parecen metálicas, observa. Las observa con detenimiento. Estira una mano para tocar la pared ¿metálica? que tiene enfrente y cuando lo hace la pared retrocede.

El hombre se desconcierta. ¿La pared retrocedió? Mira hacia los costados, y mira atrás suyo,  buscando algún efecto de luz o de cualquier tipo que cree esa ilusión. Prueba de nuevo: estira el brazo y palpa la pared pero la pared no se deja palpar y otra vez retrocede. Retrocede, sí, sí.

El hombre queda paralizado.  Enseguida su razón explica: ¡las cosas que se les ocurren a los arquitectos y  decoradores! Y enseguida se dice que no puede distraerse más y sin volver a analizar esas paredes extrañas se encamina a buscar la oficina. Camina y camina pero no encuentra puertas con números o letras, o con placas indicadoras de profesiones y ocupaciones. Sigue caminando y caminando hasta que de pronto cae en la cuenta de que el pasillo de un edificio cualquiera no puede ser tan largo. Y también cae en la cuenta de que no hay puertas, numeradas o con letras,  con placas o sin placas. No hay.

Cuando advierte esto se detiene de golpe. ¡No hay puertas! ¿Pero dónde empiezan las oficinas? ¿Y él, cuánto caminó? Mira hacia atrás para calcularlo pero la pared de atrás parece a una distancia normal de pasillo de edificio. Camina un poco más en el sentido que traía: siguen y siguen las paredes metálicas sin puertas, bajo la  luz difuminada. 

Entonces, un reflejo más rápido que su razón lo hace volverse bruscamente y empezar a caminar hacia la pared que dejó atrás. Camina acelerando el paso pero  la pared que antes estaba atrás, y que ahora tiene al frente, está siempre a la misma distancia. Empieza a correr: corre, corre, pero nunca llega porque la pared retrocede a cada paso que da. Oye una voz, un ¡ahhh! de alarmada desconfianza, y cree que hay alguien más en el pasillo hasta que un segundo después advierte que fue su propia voz.  Ahora el miedo lo invade, está solo y no le gusta nada de nada, quiere irse enseguida de este piso inquietante. Vuelve a correr buscando las escaleras pero no hay más que paredes metálicas.  Corre en el otro sentido tratando de ubicar dónde podría estar el ascensor en el que llegó  y  encuentra,  con alivio, el botón de llamada. Va a oprimirlo con fuerza pero el dedo se hunde en el botón, o mejor dicho no oprime nada, no hay  nada que oprimir, la pared retrocede,  el botón es solo una idea.

Entonces sospecha que las puertas del ascensor se cerraron silenciosas detrás suyo, y definitivas también.

IG

Aquel mundo más lento

 Me gustaba aquel mundo pre-informático donde todo era más lento. Escribir una carta a mano, en papel, despacharla por correo y esperar unos quince o veinte días la respuesta: una semana o diez días de ida y otros tantos de vuelta si el destinatario contestaba enseguida.  Acostumbrados ahora a la respuesta inmediata de los guasap, que no se conteste enseguida genera ansiedad, inquietud y dudas.

A mí me gustaba, ahora que puedo comparar ambos mundos, quedar en una cita o en una visita previamente acordadas en la seguridad de cumplirlas sin ninguna necesidad de recibir avisos intermitentes del tipo “estoy saliendo”, “ya estoy viajando”,  “llego en quince minutos”, o “me retraso un poco”. Un presente agobiador e innecesario al que hay que estar apelando de manera permanente.

La imaginación y la expectativa que reinaban en la lenta espera anterior a las respuestas se han desvanecido.  Pero, ¿a quién le sirve esta inmediatez tan desconsiderada de hoy, para qué nos sirve? La tecnología puso al mundo a correr y  la época neoliberal hace que la gente  “no tenga tiempo” para nada, tan ocupados se encuentran todo el tiempo, y nos hace marcar el paso de las pantallas, día y noche. La velocidad (dice Byung-Chul Han que el tiempo se precipita porque no tenemos referencias que lo anclen) nos empuja de una actividad a otra, de un presente a otro presente frenético, de una ansiedad a la siguiente.

Aquel mundo más lento iba mejor conmigo o yo con él. 

En una verdulería de Boedo

En una verdulería de Boedo, de cuya ubicación no quiero acordarme, y en la que me proveo con frecuencia, se muestran algunas variedades humanas además de vegetales. Ahí, entre el cabutia y los boniatos, entre las bananas con nacionalidades y las berenjenas apiladas, entre las remolachas y los hinojos, removiendo el precio de los tomates según el mercado disponga, se hallan los actores del teatro que todos los días, de lunes a lunes, tiene programación completa. Unos carteles advierten a modo de decorado: “Todo billete falso será roto” , “Muestre su changuito antes de guardar la mercadería” y "Para su seguridad usted está siendo filmado".  La ambientación musical es peruana. Suenan los huaynos y también las cumbias peruanas y el reguetón, en mayor o menor volumen. A veces el volumen está demasiado alto y a solicitud de algún cliente, lo bajan. Entonces empieza la función.

En el interminable papel de reponer y disponer lo que todo el tiempo los clientes nos estamos llevando trabajan 2 o 3 muchachos, inclinados sobre los cajones, moviendo las bolsas, volcando las cebollas en las bateas, quitando las hojas feas a las lechugas. Uno de ellos luce en los días fríos una gorra original: como es de lana gruesa, con orejeras y las dos “trenzas” que caen a los costados de la cabeza, se diría que es una gorra andina; pero el detalle es que lleva  una “cresta” de lanas erecta, vertical, sobre la cabeza, que le da un aspecto guerrero. ¿Es de los Andes? ¿Es vikingo? ¿Es un casco romano estilizado? Muero por acercarme y quedarme observando la cresta con detenimiento pero no me animo. Los muchachos suelen intercambiar entre ellos, para consultarse algo o para celebrar con carcajadas algún comentario que se hacen en grupo.

Entre ellos está  también un hombre venezolano. Se distingue porque es actor grande, es el mayor, y porque le gusta intercambiar con la gente y tiene siempre muy buena disposición.  Basta que se le pida si puede cortar un zapallo demasiado grande para que lo haga con gusto. También se lo oye hablar de fútbol con los hombres, y responder comentarios acerca de la antropófaga inflación: ¡horror de los precios devoradores! Él asiente, los explica con las  razones que saben los verduleros, las del Mercado Central y los camiones y el transporte, y acompaña, comprensivo.

En las antípodas está su compañera, la que hace su papel en la caja. Una chica peruana muy joven, de unos 20 años, pequeña, menuda. Nunca mira a la cara a nadie, jamás levanta la vista. Toda la operación de pesar y cobrar la hace mirando hacia abajo. No intercambia nada con nadie que no sea lo imprescindible de su trabajo, y la expresión de su carita es cerrada, de una inmutable decisión de que nadie le diga nada más que ¿cuánto es? A veces, si recibe un saludo fuerte y claro,  apenas contesta con  un susurro apagado, un buenos días o buenas tardes tan diluido que hay que esforzarse para oírlo. Me intriga  porqué tiene y  mantiene esa firme resolución de no hacer contacto con la gente, con algunos o con alguien, por lo menos. Un par de veces la vi acercarse a sus compañeros y reírse con ellos pero al volver a su puesto retoma la distancia de piedra con  los clientes. Tal vez le resultemos insoportables, no sé…

Algún domingo a la tarde que fui a  comprar la encontré sola en la verdulería vacía, la vista fija en su celular apoyado contra la balanza, siguiendo algún video. Me ha dado pena verla tan joven en esa soledad dominguera de empleada  tal vez con un franco rotatorio semanal, que nunca le debe caer en fin de semana, y al acercarme a pagar quise abrir alguna charla con ella. Nada, imposible.  Inalterable la negativa a hacer contacto visual y rotunda  la privación de conversar.

Y para completar el elenco estamos los clientes, todos los papeles secundarios. Incontables nosotros, girando repetidos en la semana según los días que vayamos a comprar, tratando de elegir las mejores peras, protestando por los precios, descartando por los precios, viendo qué llevar o qué reemplazar, las comidas de cada casa en la mente de cada uno. Los changuitos chocadores, las bolsas más o menos llenas, según, y la cuenta abusiva en el bolsillo al salir. Al salir por el foro, a las calles de Boedo, después de pagar por nuestro papel de cada día. 



domingo

Monólogo del deudor

Pagar o no pagar, esa es la cuestión. ¿Qué es más elevado para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante deuda o tomar armas contra el piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? Decidir..., soñar; no más.  ¡Y pensar que con un sueño concretado damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la  pesada herencia! ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Decidir…, tal vez soñar! ¡Si, ahí está el obstáculo! Pues es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevivir en ese sueño del no pagar, cuando nos hayamos liberado del torbellino de la deuda.                                                                           
¡Esta es la reflexión que da tan larga vida al infortunio! Pues ¿quién soportaría los ultrajes y desdenes del acreedor, los agravios del opresor, las afrentas del soberbio, los tormentos de las ilusiones desairadas, la tardanza de la ley, las insolencias del poder y los desdenes que el paciente mérito recibe del gobernante indigno, cuando el mismo país podría procurar su ventura con un digno default?


¿Quién querría llevar tales cargas, gemir y sudar bajo el peso de una pobre vida precarizada, si no fuera por el temor a algo tras el default, la ignorada región de cuyos confines nadie del poder quiere hablar, temor que desconcierta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes de lanzarnos a otras comarcas que tal vez, aunque no fáciles, fueran promisorias? Así la conciencia nos vuelve cobardes a todos y así el primitivo matiz de la resolución desmaya con el pálido tinte del pensamiento resignado, y las empresas de gran aliento o importancia, por esa consideración, tuercen su curso y pierden el nombre de acción. 


Isabel Garin

Arte: Schweta Rao Garg - Hamlet

viernes

El arbolito. Un cuento de Navidad



Cuando ella llega de vuelta a su casa hay un arbolito de Navidad verde y colorido en el hall del edificio, con una estrella dorada y brillante en la punta. Ya está armado, adornado con globos de colores, titilante de lucecitas, convocante de los recuerdos de infancia,  y ella se deja convocar. Simple y sencillamente el arbolito le despierta alegría o una alegre expectativa que no sabe ni se pregunta si tiene pies y está parada sobre la tierra. Nada más se deja alegrar por el arbolito. Y agradece a quienes lo hayan armado y lo hayan dejado de regalo para todos los vecinos en la entrada.

La tarde siguiente, cuando regresa, hay un pequeño tumulto en el hall. Cuatro o cinco vecinos discuten airados y ofendidos alrededor de un vacío: el arbolito no está. En su lugar han escrito un cartel que dice: “Si usted no ve al arbolito aquí es porque uno de sus vecinos se lo robó”.
¡Ah! ¡Ahhh! Ella se paraliza. ¿También se roban los arbolitos de Navidad? ¡También se roban los arbolitos de Navidad! Alguien se lo robó, alguien del edificio, y es un robo más de los tantos que se producen sobre la vida de todos los días. Pero éste más sobre las expectativas y los intangibles, más sobre las memorias y los deseos, porque ¿quién ganará nada con unas ramas verdes de plástico y unas  bolas etéreas que se quiebran de un respiro? Eso intercambian José, el del  4º B, y Analía, la del 5º, y los demás: ¡Robarse un arbolito! Es lo último, se enojan, un arbolito de navidad no es necesario, si no tenés, no tenés y listo, nadie se ha muerto porque no tenga un arbolito, y además tengamos cuidado que entre nosotros hay un chorro. Lucas, el chico del 6º, alto y flaco y con la cabeza llena de rulos, escucha sin intervenir pero mira con sorna, le parece a ella. ¿Mira con sorna? Sí, confirma con cierta bronca, parece que se estuviera divirtiendo, y no le extraña: Lucas tiene fama de antisocial,  peleador, revoltoso. Uf.
Ella se retira después, un poco abatida.  Todo lo podría entender, todo lo que fuera concreto, comestible, de abrigo, de techo, de hambre, de frío, pero robar un arbolito de Navidad le cuesta, le cuesta aceptarlo y se encrespa de enojo, de irritación, de rechazo al afano barato y absurdo, y al sentido: ¿cuál vecino lo afanó por nada, por gracia, por contar la anécdota, o tal vez lo regaló sin ningún costo personal?

Lo masculla varios días hasta el mismo  24, cuando sale con apuro a comprar más mayonesa para terminar los piononos y las ensaladas rusas. Ya ha anochecido. Va a cruzar Garay debajo de Autopista cuando ve a la ranchada que sobrevive ahí, en la noche caliente de la ciudad.  Antes solía tener prevención de pasar por esa vereda pero la ranchada es más bien indiferente a su  paso, solo de tanto en tanto le han pedido alguna moneda, pero  nunca la molestaron. Está  caminando cuando algo le llama la atención: hay un reflejo dorado  que parece flotar sobre las cabezas en medio de los cuatro o cinco hombres oscuros que charlan sentados y se pasan una botella de uno a otro, alrededor de una parrilla mínima, una parrillita  precaria sobre la que algo tirarán porque ellos también van a celebrar.
El reflejo dorado se ilumina en su memoria. Aminora el paso  y al fin se detiene frente al grupo. Se detiene porque el reflejo dorado es… ¿es el de la estrella de la punta del arbolito? ¡Sí, es esa estrella! ¡Y es el arbolito robado! Aquí está, algo torcido pero igual de brillante por los globos de colores, entre los cambalaches de la ranchada, un carro de supermercado, una torre de colchones doblados, cajas de cartón, ropa tendida. Los hombres se han callado, sorprendidos y a la espera  de que esa mujer, detenida ahí, haga o diga algo.  Ella todavía no reacciona cuando detrás del carro de supermercado ve asomar una cabeza con rulos y descubre a Lucas. Lucas también la descubre y la mira sin ocultarse, con una semisonrisa de  desafío.  El instante se carga,  hace mucho que el momento está inmóvil y ya se ha hecho muy pesado, con todos detenidos como en una fotografía. Al fin ella se recobra cuando advierte que está parada ahí, sin decir nada.  
 ¡Feliz Navidad! — dice entonces.  
 Feliz Navidad, señora — le contestan, y el tiempo y la botella entre ellos vuelven a correr.

domingo

Sinfín, una novela de Martín Caparrós


(Para Contrahegemoníaweb). Ser mortales,  y saberlo, es el eje de la condición humana. O lo era, hasta que a fines de este siglo el ser humano ha alcanzado la inmortalidad.  Cómo ha llegado a ella es lo que investiga una “relatora”, lo que antes se llamaba periodista, que busca los ocultos antecedentes del más formidable logro humano: no morirse más. 

El mundo presenta  entonces importantes reconfiguraciones políticas y sociales: Europa se disgrega, con Estados que no tienen poder sobre sus territorios, al mismo tiempo que se ve invadida por desesperadas muchedumbres africanas que huyen de su continente. Estados Unidos continúa su larga y patética decadencia, y Latinoamérica ha formado Latinia, una inestable y empobrecida unión de países. China domina el mundo.

Justamente, es chino el nombre de la inmortalidad alcanzada por la ciencia y la tecnología: 天 Tsian. Aquella relatora comienza a tirar el hilo de los ya lejanos  comienzos de la investigación científica en laboratorios, busca y entrevista a las personalidades que fueron creando y recreando el camino de la vida eterna, y las leyendas a su alrededor; conoce a los primeros y exclusivísimos casos que obtuvieron su Tsian, inalcanzables para las mayorías por costosos y privativos, hasta la masividad que determinó e impuso China. En este camino, son  brillantes  las descripciones  de la ubicua tecnología, la fluidez de los cuerpos y los géneros, el intercambio social y personal, lo transcorpóreo, las realidades virtuales caras y cómodas para vivir sin asomarse a las tremendas realidades de las calles.

De esta manera  la potencia de Sinfín, contada como crónica,  se genera en la verosimilitud  de una futura realidad política, social y tecnológica nacida de nuestro presente: el mayor logro humano en medio de un mundo desigual, violento y peligroso. Y así resulta que  haber alcanzado la utópica inmortalidad, ubicada en ese contexto,  es una inteligente y aguda distopía, y de esto podrían dar cuenta los interrogantes  y dudas a las que al final arriba la relatora.

Y una pregunta se desprende, a la que Sinfín ya da su respuesta: ¿no es posible imaginar otro mundo mejor que este para el futuro? ¿No se puede crear y creer en un futuro mejor, con o sin inmortalidad?


Sinfìn, Martín Caparrós. Literatura Random House, 2020.