Para no tener problemas al nombre del lector me lo callo pero si se hiciera conocido y los problemas se presentaran que se sepa que los compañeros de la biblioteca me respaldan. Esta misma noche acabo de hablar con todos ellos.
El lector, un estudiante alto y
flaco y de movimientos desmañados, había aparecido hacía unos meses a estudiar como tantos, más con sus propios
apuntes que con materiales nuestros, aunque a veces pedía algún libro o alguna
revista. La primera vez lo recibieron
los de la mañana y no me hicieron ningún comentario. Pero esa misma noche, al
terminar la jornada, empezó la
disputa, aunque esa primera vez no le di
tal nombre porque iba a necesitar una segunda vez para corroborarlo. Ya habían
comenzado los movimientos del cierre,
conocidos por todos cuando se acercaba la hora de irnos: los lectores
ordenaban sus papeles, devolvían lo que hubieran pedido, me preguntaban algo para el día siguiente, se
levantaban, saludaban al salir. Todos estábamos
en la instancia del cierre menos él que parecía abstraído en su lectura. Al pasar al lado una chica le chocó un hombro
con su mochila, se disculpó, pero él no
registró nada, ni la mochila ni la disculpa, y siguió leyendo. Me llamó la
atención. Cuando ya se habían ido todos
y el movimiento de la salida había cesado, y solo faltaba que se fuera él, me
quedé esperando que levantara la vista y
tomara nota que nos íbamos;
esperé un par de minutos, esperé otro
par de minutos, y otro más; no se movía de su lugar y desde mi mostrador veía
que seguía pasando hojas muy
concentrado. Pensé que estaba demasiado concentrado, así que dije en voz bien
alta:
–Ya cerramos.
Para mi sorpresa no levantó
enseguida la vista, como si el sonido hubiera tardado varios segundos en llegar
a sus oídos. Cuando al fin oyó, o
concedió oír, me miró con atención como si me evaluara, como si estuviera
calculando mi habilitación para decirle que tenía que irse. Y recién después de
un tiempo que pareció muy largo empezó a cerrar morosamente su netbook, a
guardar sus apuntes y a recoger sus lapiceras. Se puso de pie con toda calma, como si no fuera tarde, dejó la silla corrida y se encaminó a la puerta
mirándome a los ojos y sin una
palabra. Me cayó mal.
La segunda vez que pasó algo
parecido intuí que hacía una constante práctica de desafío. Imaginé que sería así en todos los
aspectos de su vida. Me cayó peor, y me
preparé a resistirlo. Para desagracia
sus horarios coincidían siempre con los míos, así que yo lo tenía en el cierre
las dos o tres veces por semana que iba
a estudiar.
Nunca se iba hasta último minuto y hasta que le dijéramos que
tenía que irse, ¿por qué no hacía como todos los demás que ya conocían los
horarios de la biblioteca y en cuanto empezábamos a guardar libros y apagar computadoras
recogían sus apuntes y sus cuadernos, guardaban
todo, saludaban y se iban? Pero no, él
no, dejaba claro que no estaba dispuesto a facilitar nada. Así que si yo había visto que estaba en la sala, quince o veinte minutos antes del cierre
empezaba a hacer ruidos: llevaba libros de acá para allá y pasaba a su lado,
arrastraba las escaleras, cerraba puertas con un golpe, apagaba luces; pero
igual no se le movía un pelo y seguía inclinado sobre lo que estuviera leyendo
como si no oyera ni viera nada alrededor. Al final, sin que se hubiera dignado
levantar la vista de lo que leyera, tenía que pararme frente a él y avisarle
personalmente:
–Ya cerramos.
Se le veía la voluntad de no hacer caso, de querer
desobedecer el horario y desautorizarme. Sin decir una palabra de reconocimiento,
en silencio y con toda parsimonia,
empezaba a guardar en la mochila uno por uno sus numerosos objetos no
sin contestar algunos mensajes en el celular al mismo tiempo. Al fin salía
caminando como quien sale de paseo por
el campo, mirando el cielo y respirando hondo. Una tarde en que él
persistía en su representación, acentuada esa vez porque tenía puestos los
auriculares, y yo estaba apurado por
irme, tuve que acercarme y otra vez
decirle:
–Estamos cerrando.
Y él me contestó en el acto, casi sin que yo terminara de
hablar:
–Faltan cinco minutos.
Era cierto. ¡Qué indignación! Y me lo dijo con una
expresión contenida de dominio, con los ojos centelleantes de sorna y sin
quitarse los auriculares.
También me molestaba su manera
desenfadada de acomodarse en la silla. Cuando hacía calor llegaba resoplando, se agitaba la camisa o la
remera, se sentaba desplomándose y a continuación se quitaba las zapatillas. Se
quedaba descalzo, tan pancho, y a veces también se arremangaba los pantalones, lo que
sin dudas le daba aspecto de
pescador. Luego, con esa propiedad que
tenía para avanzar sobre los demás, desplegaba su batería de objetos sobre la
mesa que parecía que le quedaba chica, y eso que a las mesas se pueden sentar
dos o tres personas con comodidad. Sacaba de su honda mochila apuntes
anillados, hojas sueltas, un par de
libros, la net, dos o tres cuadernos, una cartuchera repleta de resaltadores de
colores, se colgaba los auriculares del cuello, chequeaba el celular, abría los
codos y ocupaba el espacio de izquierda a derecha. Yo deseaba con toda el alma
que alguna vez se ocuparan todas las mesas para exigirle que se estrechara un poco y dejara lugar a
otro, pero eso no sucedió. En otras
ocasiones llegaba y ocupaba la mesa sin
dejar resquicio, apilaba libros y
apuntes y sin más se ponía a dormir con
la cabeza apoyada sobre la pila. A su alrededor, los demás lectores lo miraban
con una sonrisa y se codeaban,
señalándolo. A él solo le faltaba roncar.
Lo que sí logré fue que no comiera
en la sala. Un día lo vi extraer un táper
de su mochila abismal, abrirlo y sacar un enorme sándwich de milanesa. Ahí
mismo lo frené. Tuvo que aceptar salir de la biblioteca pero salió de lo más
campante con el sándwich en la mano y pasada la puerta se paró a comer a diez
centímetros del otro lado. Como esa
puerta tiene la parte superior de vidrio yo lo veía devorar su sándwich mientras agitaba la
cabeza escuchando música. Desde entonces todas las veces que comía repetía el
modo: sacaba un táper de su mochila, lo abría con alevosía en la sala y se iba
a comer ahí nomás traspasada la puerta de entrada a la biblioteca, con la misma
actitud del que se para desdeñosamente en la vereda marcando
que es pública y que ahí ya no alcanza el poder de interdicción de ningún particular; y además, dejaba todo desparramado
sobre su mesa, incluyendo la net, el teléfono, los auriculares, o lo que fuera. Le dije más de una vez que guardara sus
pertenencias, porque nosotros no las
cuidaríamos, pero él me contestaba distraído:
–Está bien. No hay
problema.
Y se desentendía, sin más. Me daba rabia, pero no había manera de hacer que guardara o
se llevara sus cosas; en un momento
cualquiera ya estaba afuera, comiendo sus milanesas al otro lado de la puerta,
y habiendo dejado todo sobre la mesa.
En esta guerra sorda estábamos él
y yo hasta esta tarde en que, para no variar, tenía todo desplegado sobre la mesa de la manera invasiva que lo hacía,
estaba descalzo, había comido al otro
lado de la puerta, y demás transgresiones mínimas pero compactas que no dejaba
de hacer. Estaba solo en la sala, los
otros lectores se habían retirado más temprano.
Se acercaba la hora de irnos y como de costumbre se venía la pulseada
del cierre. Lo espié desde atrás de unos
estantes: se había dormido de una manera
guasa, con las piernas flojas y los pies bien
abiertos, la cabeza hacia la izquierda apoyada
en los brazos cruzados sobre la mesa y un lápiz entre los dedos. Parecía en el mejor de los sueños. Yo repetía con irritación
mis tácticas: correr la escalera, arrastrar un mueble, apagar luces, tan
inútilmente como siempre. Y entonces me pongo a esperar que se haga la hora de cerrar, justo la hora de cerrar para que no
pudiera decirme “faltan cinco minutos”, después me paro en la sala y anuncio:
–Nos vamos.
Y él no se mueve, hace como que no registra los movimientos, practica su modus operandi de provocación.
Carraspeo y vuelvo a anunciar, con un tono más alto:
–Estamos cerrando.
Nada. Estaría ya despierto y haciéndose el dormido para obligarme
otra vez a tomarme el trabajo de responder a sus desafíos.
–Eh – me acerco a él – eh…nos vamos.
No se mueve. Este
tipo está de nuevo tomándome el pelo, pienso, y entonces me enojo y grito:
– ¡Ya cerramos!
Nada. Ya estoy a un metro de su mesa y está
dormidísimo. Veo el apunte que estaba leyendo, lo ha estado marcando con resaltadores
de color; me inclino con un interés obsceno y leo un párrafo resaltado
con verde que dice: “el control disciplinario no consiste
simplemente en enseñar o en imponer una serie de gestos definidos… impone la
mejor relación entre un gesto y la actitud global del cuerpo, que es su condición
de eficacia y rapidez…el poder disciplinario fabrica individuos, encauza sus
conductas…”. Ajá. Tiene en la mano un lápiz. La pantalla de su net
abierta parpadea. Me distraigo por un momento observando sus cosas pero
de pronto escucho que le entra un mensaje al celular, que le suena en algún
bolsillo, y vuelvo a la situación.
– ¡Ya
nos vamos! – trueno a veinte centímetros de
él.
No me oye. Lo
observo: está en el mejor de los mundos.
Nunca lo he tocado, por supuesto, pero tendré que zamarrearlo para que
se despierte. Apoyo con disgusto mi mano
sobre un brazo, y me parece que entonces pestañea. ¿Pestañea? Lo zamarreo del brazo.
– ¡Eh!– le grito casi en la oreja – ¡Nos vamos!
No contesta nada, pero se le cae el lápiz que sostenía
entre los dedos. Cuando el lápiz se cae hace un ruidito saltarín y rueda casi
hasta el borde de la mesa. Me llama la atención que él no haga ese movimiento
casi reflejo que hacemos todos tratando de detener algo que rueda sobre una
mesa para que no se caiga. En ese mismo momento, con la
mano apoyada sobre uno de sus brazos, me
doy cuenta que tiene frío. Miro estúpidamente el aire acondicionado que está
detrás pero hoy no ha hecho calor y no
lo tuvimos prendido. Mientras observo todo esto mi mano sigue apoyada sobre su
brazo, y sin que lo piense se pone a sacudirlo.
–
¡Ya cerramos! ¡Eh!
¡Despertate!
Lo sacudo con fuerza pero no contesta y no se mueve. Me
desconcierto. Le miro la nuca en la que tiene una estrella tatuada que no le había visto.
De pronto me encuentro sacudiéndolo más fuerte.
– ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
Pero no contesta y no se mueve. Lo dejo de zamarrear y no se mueve en absoluto.
Las sacudidas que le di han hecho que su cabeza se desplace un poco, corrida
del apoyo sobre los brazos, pero él no ha hecho ningún movimiento más. Los
dedos que sostenían el lápiz siguen en la misma posición semi abierta de cuando
el lápiz se cayó. Me asombra su quietud, nunca he visto esta inmovilidad
total. Cuando pienso que nunca he visto
esta inmovilidad percibo que mi mano, la
que sigue apoyada sobre el brazo, está sintiendo un frío que no es del aire
acondicionado. Entonces la mano me quema y la retiro, espantado. Doy un salto
atrás. Siento que los ojos se me agrandan en las órbitas, se me aflojan las
rodillas y me mareo. Doy unos pasos alejándome, mareado, con la vista nublada,
pero vigilante aún por si el chico
levanta la cabeza y me mira con una sonrisita torcida. Al instante siento el corazón latiéndome como un tambor. No se mueve, no se
mueve, y está frío, está frío… ¿cuánto hace que dormía o parecía que dormía? A
esta hora somos los únicos que quedamos en el
edificio, busco el teléfono, llamo a la seguridad. No sé cómo hablo, o
grito o balbuceo, hasta que entiendo que me dicen que me calme,
que no me entienden. Entonces
puedo articular y al fin comprenden lo que digo y escucho
que ya vienen.
Salgo al pasillo de miedo a mirarlo ahí en la sala, como dormido, y de que levante esa cabeza inmóvil y me
mire con su mirada desafiante, mientras espero que lleguen los de seguridad y ya
adivino a todos los que seguirán después de ellos: la ambulancia y la policía,
los parientes, los compañeros de trabajo, la jefa, el director, la prensa, las
averiguaciones, las preguntas, y pienso
en el trabajo que este chico me ha dejado. Y de pronto me siento muy tonto y me
brota la indignación: yo estaba
llamándolo y despertándolo de todas las maneras y él de nuevo se dio el gusto de desoír olímpicamente
mi aviso de cierre de hoy. ¡Cómo se habrá divertido!
Isabel Garin