Hay una remota sensación de tener
que cruzar a pie un país entero; o de inabarcable, igual que frente al
mar, ante el libro muy extenso. Me ha
pasado de dudar emprenderlo en una cierta evaluación costo-beneficio que nunca
he sentido con las obras más breves. A cualquiera, corta o larga, puedo dejarla
cuando quiera si no me gusta pero dejar de leer la extensa me remite a
flojedad, abandono, retroceso, como si el libro extenso solo por esa condición
me desafiara.
Pero si el libro extenso me gusta…
¡qué placer que sea ancho como el mar! Así recuerdo haber navegado por la
Pastoral americana, de Philip Roth, durante unas vacaciones en las que no podía
dejar de leerla. A la mañana salía de caminata por la playa con ella en la mochila,
y donde me sorprendieran las ganas de descansar o después de bañarme la sacaba
para continuarla. Me gustaba poder
volver muchas veces a leerla y hacia el final, como siempre me pasa cuando lo que
leo me cautiva, contaba o palpaba las pocas páginas que restaban de las 546
trajinadas por el Sueco, el protagonista, deseando que no acabaran nunca.
A las 765 páginas de El hombre
que amaba a los perros, de Leonardo Padura, entré sin ninguna duda y las
navegué de día y de noche atrapada por
las vidas dramáticamente confluyentes de Troski y de Mercader y por los tiempos
que vivieron, de feroces persecuciones, enfrentamientos y guerras, y también
atrapada por el melancólico Iván, por los descubrimientos que va haciendo de
ese hombre que pasea por la playa con sus galgos rusos. Página tras página sin ningún naufragio de
aburrimiento deslumbrada por asistir a épocas tan definitorias en la piel y sufrimientos de sus protagonistas.
En cambio, estaba por defeccionar
con La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, leídas ya una veintena o
treintena de páginas sin que el español Ignacio Abel
intentara alguna clase de seducción para que me quedara en su historia.
Iba así, a punto de abandonarla irritada con el nivel de detalle minucioso que
se cuenta acerca de ese hombre que se encuentra en la cima de su carrera
profesional y también de su hastío familiar, cuando vi cómo hacía barquitos o
casitas o avioncitos para sus hijos, él, el arquitecto tan reconocido, jugando
al placer de hacer pequeñas cosas con sus propias manos. Y en ese momento hizo
el gesto invitador para que no me fuera y terminé fascinada viviendo con él las
958 páginas en las que Abel transcurre su existencia en Madrid entre 1935 y 1936, arrastrado por los
remolinos de su amor clandestino con Judith y por el comienzo de la Guerra
Civil.
Había ido a la feria del libro y,
suerte para ella, había encontrado varios títulos que le interesaron a muy buen precio. Se los compró y volvió
feliz a su casa. Los estaba compartiendo con su familia cuando el hermano menor
empezó a hacer una actividad extraña con aquellos ejemplares de novelas, de
cuentos o de poemas: los abría, miraba la última página, parecía contar, dejaba ese libro a un lado, tomaba otro,
miraba la última página, contaba algo, y así hasta terminar la pila que mi
compañera había llevado. Y al final, como alguien agobiado por un
descubrimiento de pesadas consecuencias, se agarró la cabeza con las manos y
exclamó:
─ ¡Son 1150 páginas!
Había sumado en total las de
todos los libros. Sin reparar en los títulos, los autores o el entusiasmo
literario de la hermana, la sumatoria lo había desolado.