martes

OSCURO OBJETO DEL DESEO - Un cuento de bibliotecarios



Juan abre la puerta, enciende la luz, porque es temprano y todavía está oscuro, y el depósito se ilumina. El depósito es grande y está lleno desde el suelo hasta el techo de estantes llenos de revistas y libros.  Juan se queda un  momento mirándolo desde la  puerta como si fuera la primera vez que lo ve: desde ahí  los anaqueles parecen un ejercicio de dibujo, de perspectivas,  de líneas en fuga, y  a él le gusta mucho observarlo así. Inspira y siente el olor,  que  huele a papel encerrado, a aire quieto,  un olor que se instalaría persistente  si él  no se ocupara de abrir las ventanas y dejar que cambiara ese aire. Esta es una de  las tareas que le encomendaron no más llegar a la biblioteca: mantener el depósito limpio, ventilado y  ordenado. Juan, que  sabe que a él le cuesta más que a los demás entender lo que se le dice,  escuchó  con toda su atención las indicaciones que le daba   Gloria, la  jefa de la biblioteca, que lo ha tomado bajo su cuidado personal, lo ha recomendado a cada uno pidiéndole que lo ayuden y lo consideren especialmente,  y se esmera con el más que con nadie porque es hijo de una amiga. 

El depósito es un oscuro objeto del deseo. Así le dijo Gloria, que es irónica y cinéfila,  la  primera vez que lo llevó a conocerlo y ver qué y cómo se guarda, sin que Juan entendiera qué significaba “oscuro objeto del deseo” aunque por  la resonancia de la palabra “objeto” le pareció que podría ser algo de forma cúbica y materia dura y pesada.  Decidió esperar a entender sin preguntar nada más.  Mientras, Gloria le contó que el lugar fue un hallazgo de su antecesora, que lo localizó oscuro y cerrado desde hacía mucho en este edificio tan grande y con zonas olvidadas, perdidas en el abandono, sin uso alguno. La antecesora lo solicitó a las autoridades y lo obtuvo, lo limpió y lo acondicionó, y cuando ya estaba limpio y utilizable se despertaron sordas batallas por él, un deseo de posesión  que estaba atado y que entonces se desató con furia.  Hasta hubo toda una guerra que duró tres años. Es que  habían aparecido viejos títulos de propiedad esgrimidos por oficinas que argumentaban que el espacio estaba destinado a algún fin cuyo gestor se había jubilado hacía una década y de cuyas intenciones no había quedado ni  un plano ni una firma ni un papel de verdulería. Juan dedujo aquí que el deseo sería oscuro porque no tenían  cómo reclamarlo con claridad. La diplomacia de la institución jugó cartas  a favor y en contra, según las demandas que resucitaban después de tanto tiempo adormecidas. A la encarnizada Guerra de los Tres Años la ganó la biblioteca, reafirmando de esa manera sus títulos porque no hay biblioteca que se precie que no haya tenido que  batallar por un depósito y se lo  haya ganado a puro esfuerzo.

– ¿Entendés? –  se había querido asegurar Gloria.

Ella, Gloria,  lo había heredado como se heredan las joyas del reino, le dijo con una sonrisa cómplice, y  ha mantenido la victoria mucho tiempo, tanto que tendría que hacer memoria desde cuándo se guardan materiales ahí. Mientras, el depósito se fue llenando de la vida bibliográfica…

– ¿Hay una vida bibliográfica? –  se había asombrado Juan.  

 …que nace en los expedientes de compra y se reproduce entre los canjes y las donaciones, y que luego vive y se desarrolla en los estantes de acceso abierto de la biblioteca,  y más tarde se corre y deja su lugar a los materiales recién nacidos. Los libros y revistas ya madurados en la biblioteca perduran después en este depósito, le señaló,  por el sentido que les da ser partes de colecciones. ¿Entendía?

Y que el depósito sigue siendo un objeto de deseo, ilustró Gloria, lo demuestra que no pasa año en que no haya que parar algún avance,  peligrosas indirectas, susurros a medias solicitud, a medias exigencia, para que la biblioteca lo mude a algún lugar inespecífico y ceda el espacio, que está en la planta baja y es de muchos metros cuadrados y con ventanas a un patio interno que le dan buena luz y aireación.

– ¡Jamás! – le enseña Gloria, con el índice en alto.

Jamás. Como el oscuro deseo siempre existe, la biblioteca está siempre en guardia. Y más ahora, que cambió la gestión y no se sabe bien con qué se puede venir…No se sabe porque la reciente gestión  no ha convocado a Gloria ni para conocerla y ella ya ha pedido tres veces una entrevista a las nuevas autoridades, sin resultado hasta ahora. Además se rumorea que existen planes de reformas edilicias, de cesiones de espacios,  de  extrañas concesiones y de cambios en la institución que tienen en alerta a todo el mundo. Ojos bien abiertos, le dice Gloria a todos los de la biblioteca y también a Juan. A Juan se lo dice con una expresión amable, que no le exige como al resto.

Así instruido, Juan ha tomado muy seriamente su trabajo porque es el cuidador de  mucha vida guardada. Le gusta llegar cada mañana y encontrar el depósito  como está, cerrado,  porque le agrada hacer algo por él, como abrir las ventanas y dejar que el aire lo limpie.  Mientras se ventila él guarda concentradamente, con un esfuerzo que le arruga el entrecejo, los materiales que pidieron en la sala el día anterior de la forma que Gloria le enseñó y que él  pudo aprender gracias a su propia  perseverancia.

Hoy, Juan acaba de abrir el depósito y apenas ha terminado de admirar otra vez las líneas en fuga, cuando dos hombres llegan detrás de él.  Es temprano,  a Juan le parece extraño que un lector aparezca por  sí mismo a buscar materiales en el depósito,  y queda expectante. Uno de los hombres, que es alto y emana una autoridad que lo inhibe,  extiende una mano para saludarlo y se presenta, pero Juan no entiende quién es porque se ha descolocado por esta situación fuera de lo habitual. El hombre que emana autoridad escruta su rostro y su aspecto con  curiosidad bien contenida y luego, elegante, se encoge de hombros y se desentiende de él; a continuación introduce al  hombre que lo acompaña, el que deja una  carpeta sobre un estante, saca un metro de su portafolios y empieza a medir de acá para allá y de allá para acá, y de arriba abajo, y a tomar notas en su tableta. Juan duda entre avisar  a la biblioteca, que está un piso más arriba, de esta visita fuera de lo habitual, o quedarse. Decide quedarse,  porque no puede abandonar la vida bibliográfica del depósito a merced de estos extraños. Abre las ventanas, observa lo que hay para guardar, hace como que ordena,  pero vigila muy atento.

Mientras espera que el hombre del metro termine su trabajo, el hombre de autoridad se pasea ida y vuelta con las manos en el bolsillo, curioseando los lomos de los libros,  y en uno de los pasillos, allá en la otra punta, ve a Juan que parece guardar revistas. No le dice nada ni le hace ningún gesto de reconocimiento, parece que no lo viera o que Juan no existiera. Luego,  conversa con el hombre que mide.  Juan no puede entender la animada conversación que están manteniendo los dos pero siente disgusto oyéndolos y una sospecha muy grande. Gloria no le ha avisado que irían unos hombres a tomar medidas. ¿O sí le avisó? No puede recordarlo y se inquieta. ¿Él tenía que hacer algo y no entendió qué?  Se inquieta más todavía, porque siempre le cuesta entender. ¿Y para qué miden? ¿Quién es el hombre que ni lo mira? Juan se incomoda ahora: no se atrevió a repreguntarle quién era para entrar así al depósito. Se propone entonces averiguarlo por su cuenta. Juan siempre averigua muchas cosas por su cuenta.
Después de unos minutos el que mide dice que ya está,  y él y el otro  se aprontan para retirarse mientras hacen los últimos comentarios. Desde donde Juan está escucha un “buenos días” que le darán a él porque no hay  nadie más en el depósito. Se los han dado sin verle la cara y Juan contesta el saludo  también sin asomarse;  piensa que mejor que se hayan ido pronto porque esa visita no le gustó nada de nada  y se asoma a la puerta para verlos desde atrás, cuando se van, y  asegurarse que se hayan ido. En cuanto llegue Gloria la pondrá al tanto.

Cuando vuelve a los estantes descubre que en el primero hay algo que no estaba ahí antes. Se acerca a ver y encuentra que es la carpeta que el hombre que medía apoyó en el estante antes de trabajar. La carpeta olvidada le palpita en las manos, intuye que también ella tiene su vida. Podría averiguar quiénes eran los dos que llegaron tan temprano, cuando él está solo, y averiguar qué querían, supone. Está muy tentado de abrirla, aunque todavía se contiene. Se contiene un ratito más, y al fin se deja vencer por la sospecha y abre la carpeta.  Hay papeles con dibujos, planos, fotos del frente del edificio y fotos del patio interno. Hay notas firmadas por el nuevo director. También hay, en otro papel grueso y transparente, el logotipo de una cafetería muy conocida adonde a veces la familia o los amigos lo llevan a él. Y acá está un croquis de…Juan lo mira de un lado, lo mira del otro, buscando perspectivas porque le resulta conocido. Lo levanta para verlo derecho y se para en la puerta: mira la misma puerta en el dibujo y enfrente tres ventanas dibujadas, las mismas ventanas de verdad que se asoman luminosas entre los pasillos. También hay cuentas de metros cuadrados y metros lineales, 
El plano es del depósito, deduce, por eso vinieron a medir. La deducción lo estremece: ahora sí que entiende que  el depósito sea un objeto de deseo y  que ese deseo es oscuro. El papel le tiembla en las manos. ¿El lugar del depósito se va a convertir en esa confitería que conoce? ¿Y toda la vida que hay, adónde irá? Juan se agarra la cabeza y recuerda: ¡jamás!

Al instante, se ilumina: da media vuelta y corre a la biblioteca, sube por la escalera  saltando los escalones de dos en dos,  entra como una tromba y se para frente a la fotocopiadora.  Está muy nervioso y muy apurado, pero a él le enseñaron a hacer fotocopias así que va a copiar lo que hay en la carpeta y después se lo va a dar a Gloria. Se apura todo lo que puede, está entregado por completo a hacerlas rápido, algunas le salen movidas y debe repetirlas, pero termina. Corre de vuelta al depósito, tropieza, se desliza por la escalera, y llega con el último aliento a ubicar la carpeta donde la encontró. No ha terminado de hacerlo y está jadeante  cuando el hombre que medía se asoma por la puerta:

– ¡Hola! – saluda –  ¿Me olvidé una carpeta acá? – pregunta, simpático, con tono de hablar a la salita verde de un jardín de infantes.

Juan se encoge de hombros y hace que revisa: ah, sí, acá hay una carpeta.

–Gracias, querido – le acepta, con una palmadita en la mejilla  – Chau.

Juan aprieta sus fotocopias. Ya no falta para que llegue Gloria.  Está seguro que la guerra va a recomenzar.





Isabel Garin




domingo

Escrito sobre la piel

Clarín 3 de agosto de 2014


Tatuajes literarios: los que llevan los libros bajo la piel

De Harry Potter a BorgesLectores de distintas edades se tatúan imágenes y frases de sus obras preferidas.






  • Bárbara Alvarez Plá
En 1951, el escritor estadounidense Ray Bradbury ideó para su novela El hombre ilustrado, al que convertiría en uno de los personajes más extravagantes de la literatura de ciencia ficción: un vagabundo que tenía tatuadas en su cuerpo 18 historias, que son las que integran el libro. Sucede que algunas frases y personajes nacidos en los libros se instalan bajo la piel de los más ávidos lectores. Y no es sólo una metáfora. Una tendencia creciente en el mundo del boody art ha llevado a cantidad de bibliófilos a tatuarse a aquellos personajes literarios de los que no quieren separarse. Un libro es un mundo y en un cuerpo caben muchos.
La tendencia es mundial, por eso el sitio web de noticias norteamericano Publisher Weekly publicó un ranking de los tatuajes literarios más frecuentes. Las ganadoras, son las frases de la novela de Chuck Palahniuk El club de la pelea. Le sigue de cerca El Principito, que también es el más tatuado a nivel local, según contaron a Clarínalgunos de los tatuadores que tienen sus estudios en las Galerías Bond Street (Av. Sta. Fe 1670). Después, viene la Rayuela de Cortázar y los personajes de El señor de los anillos. Porque acá, también son muchos los lectores que deciden sumarse a la tendencia y convertir su cuerpo en un manifiesto vivo de sus intereses literarios. A pedido deClarín, explicaron el por qué de sus elecciones.
Santiago Muñoz-Galaz tiene 21 años, vive en el barrio de Belgrano y es estudiante de Diseño Industrial. En su brazo derecho se alza un Aleph y explica que “El Aleph tiene dos significados: según Borges, representa el infinito de las cosas, esta es la parte abstracta. Pero la letra aleph también representa, en matemática, un conjunto infinito de números y esta es la parte concreta, porque los números se pueden traducir a bits, a música...” Dice que por separado estos conceptos no lo convencían y que “al converger en un símbolo” le pareció “el tatuaje perfecto”.
Si nos remontamos al origen de esta práctica legaremos al neolítico, hace casi cinco mil años. De ese tiempo es el primer tatuaje conservado, impreso en una momia hallada en los Alpes italianos. Si lo que queremos saber es la etimología del término ‘tatuaje’, tendremos que viajar a la Polinesia, porque del idioma samoano hablado allá es que deriva: ‘tátau’, lo llaman los isleños. ¿Los significados? Tantos como usuarios y momentos de la historia: rituales, guerreros, festivos, religiosos... y ahora, literarios.
Laura Olea vive rodeada de libros. Ellos son su profesión: es librera. En su brazo puede verse al lobito protagonista del libro Habla el lobo, de Patricia Suárez. Asegura que le encanta que sea parte de ella y que la acompañe “hasta el final de la vida”. Suárez que entró por casualidad a la librería y lo vio, afirma que fue “el mejor de los regalos”.
El escritor Leonardo Oyola cuenta que una lectora se tatuó en un brazo “voy a agarrar un viento” y en el otro “y no voy a volver”, que es parte de la letra de la canción que usó como índice para su novelaKryptonita. Oyola es además un fan de los tatuajes –tiene 11–. Cuenta que cuando estaba en proceso de escritura de su obra Chamamé, un amigo le tatuó esa palabra, bien grande, en el pecho. “Cuando me levantaba a la mañana lo veía ahí, enorme, y me obligaba a dar para adelante a la novela”. Luego, cuando sus amigos comenzaron a llamarlo cariñosamente con uno de los personajes su primera novela – Siete y el Tigre Harapiento – “también me tatué el Tigre Harapiento ”, dice y asegura sentirse orgulloso de “la tinta que llevo en el cuerpo”.
La editora Luciana Murzi, se hizo un tatuaje del Quijote a los 27 y dice que lo eligió porque “es una parodia de la solemnidad y la verdad de la literatura”. Sabrina Campos tiene 29 años, es periodista y sus tatuajes también tienen una historia que contar. Ella se tatuó la frase “derrotando imposibles, segura sin seguros”, del poema Chau número tres, de Mario Benedetti, y una Rayuela.
“la frase de Benedetti me tocó en un momento personal muy particular relacionado con las ausencias”, explica. Y confiesa haber leído la novela varias veces: “me lo hice cuando estaba camino a la adultez, y me di cuenta de que al en la vorágine de las obligaciones, te olvidás de jugar. Este tatuaje es un recordatorio de vida”, dice.
Martina Bondone eligió a Harry Potter para hacerlo imborrable. Esta periodista de 25 años se tatuó la palabra “Always” en el antebrazo con la letra “A” como el símbolo de Las Reliquias de la muerte, séptimo y último libro de la saga del pequeño mago. Explica que el significado es algo así como “el último enemigo que será derrotado es la muerte” y asegura que decidió hacérselo porque “Potter se merece un homenaje”, dice, “la saga creció conmigo”. Y completa: “si me hiciera uno de cada libro que me enamora no me quedaría un pedazo de piel sin tinta”. “Un Cronopio es una flor, dos son un jardín”, dice el tatuaje de María Cecilia Valdecantos. Ella explica que esta frase no está en Historias de Cronopios y de famas, que Cortázar la escribió para su última mujer, Carol Dunlop, y que “es mágica, como todo en Cortázar”. Y al mismo escritor eligió Malvina Liberatore (25) en cuya nuca se puede leer “¿Encontraría a La Maga?”. Cuenta que lo hizo porque “es el principio del libro más lindo de la literatura argentina”, dice sobre Rayuela.
El ensayista Luis Diego Fernández se tatuó, en alemán, una frase de Nietzsche: “Cómo se llega a ser lo que se es”, y aunque es posible que la respuesta sea una cuestión de tiempo, grabarse en la piel los libros que nos marcan podría también ser una ayuda.

jueves

viernes

ANIVERSARIOS - Conjuro musical contra el 18 de julio de 1936


El 18 de julio de 1936 las fuerzas militares de la derecha española inician el alzamiento y golpe contra la II República. Es así que comienza la Guerra Civil, que duraría tres años y sentaría un  antecedente de la siguiente guerra en toda Europa desde 1939 a 1945. Después de la derrota de la República se instalaría el franquismo por casi cuarenta años, dejando la dolorida memoria que se agita persistentemente cada vez que asoman los horrores de esa época.

La Guerra Civil Española resultó movilizadora  para las izquierdas del mundo, y aunque con importantes diferencias entre ellas muchos de sus miembros se alistaron para combatir en España o se dedicaron a acompañar y ayudar a la República desde sus respectivos países.

De aquellos enfrentamientos y de los milicianos que los llevaron esforzadamente  a cabo perduran muchas enseñanzas y muchos recuerdos, entre ellos,  las canciones. Las  queridas canciones de la Guerra Civil Española  resultan para esta fecha un conjuro triunfante sobre el  18 de julio de 1936.
Siguiendo el enlace, las versiones de las más conocidas de ellas según el grupo El violinista del amor y los pibes que miraban

Canciones de la Guerra Civil Española

sábado

LA LÓGICA DE LA PICA. Argentinos, brasileños y el tercero en discordia.

Brasilera con su bandera reformulada como alemana
En la suma de las mujeres a seguir  con pasión el Mundial hay varios agregados imprevistos que los hombres no contemplan porque ya los tienen incorporados en su práctica futbolera. Uno de ellos es la pica. 
La pica futbolera entre argentinos y brasileños es conocida, antigua y fervorosa, pero muchas mujeres no adhieren a ella, o  la desconocen,  o no la comparten. No entienden cómo no se quiere apoyar a una selección latinoamericana si juega contra una europea (¡ah, la Patria Grande!); no adhirieron para nada a los festivos bocinazos  por la derrota humillante que Alemania propinó a Brasil y se compadecieron por su sufrimiento. Otras, recordando Sudáfrica 2010,  temieron que los alemanes les hicieran otra vez algo parecido  y poniendo las barbas que no tienen en remojo no hicieron ni un gesto de celebración. 
Pero además del Mundial  lo que muchas mujeres tienen es carencia de pica  todo el año. Si no siguen a algún club (Boca contra River, Independiente contra Racing,  y así en todo el país)  y no están más o menos  involucradas en alguna hinchada, la "pica" les es desconocida como sentimiento propio. Y entonces, cuando llegan estos Mundiales sobre los que se vuelcan toda clase de expectativas políticas, culturales y de identidades, además de deportivas, miran con asombro y rechazo la pasión por que el otro pierda tanto o más que por que  gane el de uno. No entienden que esas pasiones tan subalternas estén por encima de la identidad latinoamericana o de otros supuestos políticos. 
Y en este punto estamos las mujeres hasta que la pica, sin pedirnos permiso para abrir debate, se nos cuela en las vísperas. A empujones muy poco fraternos nos hace entrar en ella, recordándonos que los brasileños, ofendidos y humillados por los alemanes, no hincharán por Argentina. Hincharán porque Alemania nos ofenda y nos humille tanto como a ellos, si es con ocho goles mejor, y así las cosas se emparden. Porque para la pica lo más importante de todo es el contrario, el oponente del par, y no hay nada en el universo futbolero, ni siquiera el más grande ofensor, que pueda romper ese par. 
Creer o reventar, mujeres. 


La pica en su esplendor, en nota de la Nación



martes

Regalito de día viernes


Enra es una compañía japonesa de danza y  tecnología  que hace mágica la danza.
Aquí,  "Pleiades" (Pléyades) de regalito.







Performamce & Choreography :Saya Watatani , Maki Yokoyama
Director : Nobuyuki Hanabusa
Animator : Seiya Ishii , Nobuyuki Hanabusa
Music : Nobuyuki Hanabusa
http://enra.jp



viernes

En un cajero automático

En  un cajero automático de Buenos Aires, de cuya ubicación no quiere acordarme, duerme  desde hace tiempo una Sin Techo. La despojada  entra al  cajero  al atardecer, o a la noche, en verano vestida con restos de ropas con los que suele hacerse diminutos conjuntos que le cubren apenas las vergüenzas. A veces la pobre cree que se lava la cabeza y se baña y entonces, desnuda, hace gestos de enjuagarse el pelo y de jabonarse la espalda. En invierno,  con más ropa y calzada, se interna en el cajero con un diario,
reparte  unas páginas sobre el suelo, se sienta,  y sostiene a la altura de la vista el resto de las páginas.  Lee o hace que lee tan concentrada que ningún ir y venir del cajero la distrae del diario.  Otras veces habla, ensimismada, dirigiéndose a la bolsa que suele tener a su lado.

Al principio, los que querían entrar recelaban. Les daba miedo, pena, asco, fruncían la nariz, se retiraban. Pero ella ni los observaba así que, de a poco, por su persistencia en acogerse ella en ese cajero automático y también ellos por no salir a buscar otros cajeros, empezaron a tolerarla. A  verla sucia, abandonada, a  veces desnuda, alienada, en medio del cajero automático. Empezaron a dejar de huir cuando la veían y a avanzar a las pantallas, espiándola de costado cuando operaban, guardándose el efectivo en el bolsillo con un sentimiento de sospecha y de vergüenza por tener a sus espaldas  a esa desheredada.  Después la repetición de su presencia los fue acostumbrando, ya nadie huye ni se vuelve a ver por sobre el hombro, desconfiado. Llegan, empuñan sus tarjetas, extraen algo de savia de los bancos y se van rápido,  muchos evitando mirarla.

Y ella, tan Sin Tarjeta, cubierta apenas con unos trapos,  sigue sentada tan ajena en medio del reino de los bancos.


Isabel Garin


Sin  techo -  Carlos Azulay







Chanchos frente al tribunal

¿Se imaginan elevar una demanda judicial contra el perro que los mordió, no contra el dueño del perro? ¿O acusar de  lesiones graves  al caballo que tiró al jinete y le produjo fracturas? ¿O enjuiciar y  pedir condena contra unos chanchos que  hubieran comido y destrozado un maizal?
Resulta  surrealista para nosotros pero no lo fue en la Edad Media, en  Europa. Se lee en el libro “La Pachamama y el humano”, de Eugenio Zaffaroni, que los juicios contra animales  no fueron infrecuentes entonces. Las culpas podían recaer sobre chanchos, mulas, burros, vacas, que hubieran estropeado cultivos o cometido cualquier ataque a humanos o a sus propiedades, y también en coautoría la prohibidísima zoofilia, por la cual el humano y el animal eran enjuiciados juntos.

Cuenta Michel Pastoureau que uno de los juicios contra animales  más célebres fue el de la chancha de Falaise, una localidad de Normandía, en Francia. El delito por el que se la acusó (sí, a una chancha) era gravísimo: había  devorado partes de un bebé, provocándole la muerte. La pobre chancha fue martirizada y finalmente ejecutada,  acto solemne para el que se la vistió con calzas y chaqueta. 




Es  tan disparatado que parece salido del País de las Maravillas, el de Alicia, donde hay orugas y  Liebres de Marzo vestidas como caballeros,  pero no era literatura en tiempos en que los animales eran considerados seres con cierta  responsabilidad moral, hijos de la Creación. Otros animales fueron acusados y condenados por delitos colectivos como  los gorgojos y las langostas que asolaban los cultivos, y las ratas que comían o destrozaban las despensas.


En la América colonial también existieron estos juicios como el sustanciado contra las termitas que devoraron los cimientos de un convento franciscano en Piedade do Maranhão, en Brasil.  Acusadas que fueron en 1713  tuvieron su legítima defensa: se argumentó a su favor que las termitas solo proveían a su propia  alimentación y que los responsables de cuidar debidamente el edificio del convento eran los contemplativos e inactivos  monjes, por lo cual se les conminaba a arreglar las paredes y cimientos y a darles a  las termitas un buen tronco de árbol que las alimentara lejos del edificio.


Pero llegado el tiempo de la Razón la responsabilidad moral que les hubiera podido corresponder a los animales desapareció.  Sin embargo, a mí me ha venido a la memoria que cuando yo era chica había en mi casa un caballo de nombre Cacho. Cacho (y mis hermanos no me dejarían mentir) era el caballo más mañero de la Creación caballuna y hacía con nosotros, niños que lo montábamos, lo que él quería y no lo que le ordenábamos; pienso que sus desobediencias hubieran necesitado algún correctivo legal, aunque no el cadalso, porque sus faltas de haragán no eran tan graves.  También me acuerdo de las abejas que en ciertos veranos nos cortaban el paso en las cercanías de sus colmenas y me imagino que se podrían haber sumado a alguna ceremonia religioso-judicial contra insectos asoladores. Pero al que hubiera mandado a la cárcel derecho era a un gallo matón que nos tuvo a maltraer corriéndonos a picotazos alrededor de la casa no más queríamos salir a jugar. Para que aprenda.












miércoles

Reíte un poco con lo que se dice en Puán

La gente de Puán anda diciendo es una página de FBK donde se hace una divertidísima recopilación de frases de los profesores de las carreras que se dictan en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, a saber: Antropología, Historia, ¡Filosofía!, Edición, Ciencias, ¡oh!,  de la Educación y Bibliotecología. Todas ciencias de mucha erudición, de bibliotecas kilométricas, de disecciones analíticas y  puntillosas sobre el pensamiento y la existencia, de saberes prodigiosos sobre nosotros mismos. Será por eso que se les ha ocurrido recopilar las frases que dicen quienes las enseñan. 
La facultad está en la calle Puán.  

Día de cumple

Hoy,  24 de abril,  es mi cumple. ¡El Google ya me saludó!





Seguidores míos, mi familia, amigos, compañeros y vecinos de los países  internéticos están todos invitados a mi casa, aquí en la blogósfora,  o en el feisbúc, para compartir un ratito juntos. ¡Va a  haber baile! Se puede elegir salón de baile,  porque hay espacio enorme en los salones virtuales: rock o cumbia pa' todo el mundo. Para salón de rock,  venir con ropa blanca y  negra;  mujeres,con  zapatos bajos.




 Para cumbia, qué mejor que cumbia colombiana!





Canilla y barra libre. Se los aseguro.


lunes

HORARIO DE CIERRE - Un cuento de bibliotecarios


Para no tener problemas al nombre del  lector me lo callo  pero si se hiciera conocido y los problemas se presentaran  que se sepa  que  los compañeros de la biblioteca me respaldan. Esta misma noche acabo de hablar con todos ellos.
El  lector, un estudiante alto y flaco y de movimientos desmañados, había aparecido hacía unos meses  a estudiar como tantos, más con sus propios apuntes que con materiales nuestros, aunque a veces pedía algún libro o alguna revista.  La primera vez lo recibieron los de la mañana y no me hicieron ningún comentario. Pero esa misma noche, al terminar la jornada,  empezó la disputa,  aunque esa primera vez no le di tal nombre porque iba a necesitar una segunda vez para corroborarlo. Ya habían comenzado los movimientos del cierre,  conocidos por todos cuando se acercaba la hora de irnos: los lectores ordenaban sus papeles, devolvían lo que hubieran pedido,  me preguntaban algo para el día siguiente, se levantaban, saludaban al salir.  Todos estábamos en la instancia del cierre menos él que parecía abstraído en su lectura.  Al pasar al lado una chica le chocó un hombro con su mochila, se disculpó,  pero él no registró nada, ni la mochila ni la disculpa, y siguió leyendo. Me llamó la atención. Cuando ya se  habían ido todos y el movimiento de la salida había cesado, y solo faltaba que se fuera él, me quedé esperando que levantara la vista y  tomara nota  que nos íbamos; esperé un par de minutos, esperé  otro par de minutos, y otro más; no se movía de su lugar y desde mi mostrador veía que seguía pasando hojas  muy concentrado. Pensé que estaba demasiado concentrado, así que dije en voz bien alta:
Ya cerramos.
Para mi sorpresa no levantó enseguida la vista, como si el sonido hubiera tardado varios segundos en llegar a sus oídos.  Cuando al fin oyó, o concedió oír, me miró con atención como si me evaluara, como si estuviera calculando mi habilitación para decirle que tenía que irse. Y recién después de un tiempo que pareció muy largo empezó a cerrar morosamente su netbook, a guardar sus apuntes y a recoger sus lapiceras. Se puso de pie con  toda calma, como si no fuera tarde,  dejó la silla corrida y se encaminó  a la puerta  mirándome a los ojos y  sin una palabra. Me cayó mal.
La segunda vez que pasó algo parecido  intuí que hacía  una constante práctica de  desafío. Imaginé que sería así en todos los aspectos de su vida.  Me cayó peor, y me preparé a resistirlo.  Para desagracia sus horarios coincidían siempre con los míos, así que yo lo tenía en el cierre las dos o tres veces por semana  que iba a estudiar. 
Nunca se iba hasta  último minuto y hasta que le dijéramos que tenía que irse, ¿por qué no hacía como todos los demás que ya conocían los horarios de la biblioteca y en cuanto empezábamos a guardar libros y apagar computadoras recogían sus apuntes y sus cuadernos,  guardaban todo,  saludaban y se iban? Pero no, él no, dejaba claro que no estaba dispuesto a facilitar nada. Así que si yo  había visto que estaba en la sala,  quince o veinte minutos antes del cierre empezaba a hacer ruidos: llevaba libros de acá para allá y pasaba a su lado, arrastraba las escaleras, cerraba puertas con un golpe, apagaba luces; pero igual no se le movía un pelo y seguía inclinado sobre lo que estuviera leyendo como si no oyera ni viera nada alrededor. Al final, sin que se hubiera dignado levantar la vista de lo que leyera, tenía que pararme frente a él y avisarle personalmente:
Ya cerramos.
Se le veía la voluntad de no hacer caso, de querer desobedecer el horario y desautorizarme. Sin decir una palabra de reconocimiento, en silencio y con toda parsimonia,  empezaba a guardar en la mochila uno por uno sus numerosos objetos no sin contestar algunos mensajes en el celular al mismo tiempo. Al fin salía caminando como quien  sale  de paseo por  el campo, mirando el cielo y  respirando hondo. Una tarde en que él persistía en su representación, acentuada esa vez porque tenía puestos los auriculares,  y yo estaba apurado por irme, tuve que acercarme y  otra vez decirle:
­            Estamos cerrando.
Y él me contestó en el acto, casi sin que yo terminara de hablar:
Faltan cinco minutos.
Era cierto. ¡Qué indignación! Y me lo dijo  con una  expresión contenida de dominio, con los ojos centelleantes de  sorna  y  sin quitarse los auriculares.
También me molestaba  su manera  desenfadada de acomodarse en la silla. Cuando hacía calor  llegaba resoplando, se agitaba la camisa o la remera, se sentaba desplomándose y a continuación se quitaba las zapatillas. Se quedaba descalzo, tan pancho, y a veces también se arremangaba los pantalones,  lo que  sin dudas le daba  aspecto de pescador.  Luego, con esa propiedad que tenía para avanzar sobre los demás, desplegaba su batería de objetos sobre la mesa que parecía que le quedaba chica, y eso que a las mesas se pueden sentar dos o tres personas con comodidad. Sacaba de su honda mochila apuntes anillados, hojas sueltas,  un par de libros, la net, dos o tres cuadernos, una cartuchera repleta de resaltadores de colores, se colgaba los auriculares del cuello, chequeaba el celular, abría los codos y ocupaba el espacio de izquierda a derecha. Yo deseaba con toda el alma que alguna vez se ocuparan todas las mesas para exigirle  que se estrechara un poco y dejara lugar a otro, pero eso no sucedió.  En otras ocasiones llegaba y ocupaba la  mesa sin dejar resquicio, apilaba  libros y apuntes y  sin más se ponía a dormir con la cabeza apoyada sobre la pila. A su alrededor, los demás lectores lo miraban con una sonrisa  y se codeaban, señalándolo. A él solo le faltaba roncar.
Lo que sí logré fue que no comiera en la sala. Un día lo vi  extraer un táper de su mochila abismal, abrirlo y sacar un enorme sándwich de milanesa. Ahí mismo lo frené. Tuvo que aceptar salir de la biblioteca pero salió de lo más campante con el sándwich en la mano y pasada la puerta se paró a comer a diez centímetros del  otro lado. Como esa puerta tiene la parte superior de vidrio yo lo veía  devorar su sándwich mientras agitaba la cabeza escuchando música. Desde entonces todas las veces que comía repetía el modo: sacaba un táper de su mochila, lo abría con alevosía en la sala y se iba a comer ahí nomás traspasada la puerta de entrada a la biblioteca, con la misma actitud del que se para desdeñosamente en la vereda marcando que es pública y que ahí ya no alcanza el poder de interdicción  de ningún particular; y además, dejaba todo desparramado sobre su mesa, incluyendo la net, el teléfono, los auriculares,  o lo que fuera.  Le dije más de una vez que guardara sus pertenencias,  porque nosotros no las cuidaríamos,   pero él me contestaba distraído:
Está bien.  No hay problema.
Y se desentendía, sin más. Me daba rabia,  pero no había manera de hacer que guardara o se llevara sus cosas;  en un momento cualquiera ya estaba afuera, comiendo sus milanesas al otro lado de la puerta, y habiendo dejado todo sobre la mesa.
En esta guerra sorda estábamos él y yo hasta esta tarde en que, para no variar, tenía todo desplegado sobre la mesa  de la manera invasiva que lo hacía, estaba descalzo, había  comido al otro lado de la puerta, y demás transgresiones mínimas pero compactas que no dejaba de hacer. Estaba solo en la sala,  los otros lectores se habían retirado más temprano.  Se acercaba la hora de irnos y como de costumbre se venía la pulseada del cierre. Lo espié desde atrás de  unos estantes: se había dormido de una  manera guasa, con las piernas flojas y los pies  bien  abiertos, la cabeza hacia la izquierda  apoyada  en los brazos cruzados sobre la mesa y un  lápiz entre los dedos. Parecía en el  mejor de los sueños. Yo repetía con irritación mis tácticas: correr la escalera, arrastrar un mueble, apagar luces, tan inútilmente como siempre.  Y entonces me pongo a esperar que se haga la hora de cerrar, justo la hora de cerrar para que no pudiera decirme “faltan cinco minutos”,  después me paro en la sala y anuncio:
            –Nos vamos.
Y él no se mueve, hace como que no  registra los movimientos,  practica su modus operandi de provocación. Carraspeo y vuelvo a anunciar, con un tono más alto:
Estamos cerrando.
Nada.  Estaría  ya despierto y haciéndose el dormido para obligarme otra vez a tomarme el trabajo de responder a sus desafíos.
            –Eh – me acerco a él – eh…nos vamos.
No se mueve.  Este tipo está de nuevo tomándome el pelo, pienso, y entonces me enojo y grito:
– ¡Ya cerramos!
Nada. Ya estoy a un metro de su mesa y está dormidísimo. Veo el apunte que estaba leyendo, lo ha estado marcando con  resaltadores  de color; me inclino con un interés obsceno y leo un párrafo resaltado con  verde que  dice: “el control disciplinario no consiste simplemente en enseñar o en imponer una serie de gestos definidos… impone la mejor relación entre un gesto y la actitud global del cuerpo, que es su condición de eficacia y rapidez…el poder disciplinario fabrica individuos, encauza sus conductas…”. Ajá. Tiene en la mano un lápiz. La pantalla de su  net  abierta parpadea. Me distraigo por un momento observando sus cosas pero de pronto escucho que le entra un mensaje al celular, que le suena en algún bolsillo, y vuelvo a la situación.
            – ¡Ya nos vamos! – trueno a veinte centímetros de  él.
No me oye.  Lo observo: está en el mejor de los mundos.  Nunca lo he tocado, por supuesto, pero tendré que zamarrearlo para que se despierte. Apoyo con  disgusto mi mano sobre un brazo, y me parece que entonces pestañea. ¿Pestañea?  Lo zamarreo del brazo.
– ¡Eh!– le grito casi en la oreja – ¡Nos vamos!
No contesta nada, pero se le cae el lápiz que sostenía entre los dedos. Cuando el lápiz se cae hace un ruidito saltarín y rueda casi hasta el borde de la mesa. Me llama la atención que él no haga ese movimiento casi reflejo que hacemos todos tratando de detener algo que rueda sobre una mesa para que no se caiga. En ese mismo momento,  con  la mano apoyada sobre uno de sus brazos,  me doy cuenta que tiene frío. Miro estúpidamente el aire acondicionado que está detrás  pero hoy no ha hecho calor y no lo tuvimos prendido. Mientras observo todo esto mi mano sigue apoyada sobre su brazo, y sin que lo piense se pone a sacudirlo.
 – ¡Ya cerramos! ¡Eh! ¡Despertate!
Lo sacudo con fuerza pero no contesta y no se mueve. Me desconcierto. Le miro la nuca en la que tiene una estrella tatuada que no le  había visto.  De pronto me encuentro sacudiéndolo más fuerte.
  – ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
Pero no contesta y no se mueve.  Lo dejo de zamarrear y no se mueve en absoluto. Las sacudidas que le di han hecho que su cabeza se desplace un poco, corrida del apoyo sobre los brazos, pero él no ha hecho ningún movimiento más. Los dedos que sostenían el lápiz siguen en la misma posición semi abierta de cuando el lápiz se cayó. Me asombra su quietud, nunca he visto esta inmovilidad total.  Cuando pienso que nunca he visto esta inmovilidad  percibo que mi mano, la que sigue apoyada sobre el brazo, está sintiendo un frío que no es del aire acondicionado. Entonces la mano me quema y la retiro, espantado. Doy un salto atrás. Siento que los ojos se me agrandan en las órbitas, se me aflojan las rodillas y me mareo. Doy unos pasos alejándome, mareado, con la vista nublada, pero vigilante aún por si el chico  levanta la cabeza y me mira con una sonrisita torcida.  Al instante siento el corazón  latiéndome como un tambor. No se mueve, no se mueve, y está frío, está frío… ¿cuánto hace que dormía o parecía que dormía? A esta hora somos los únicos que quedamos en el  edificio, busco el teléfono, llamo a la seguridad. No sé cómo hablo, o grito o balbuceo, hasta que entiendo que me dicen que  me calme,  que no me entienden.  Entonces puedo articular y al fin comprenden lo que digo  y  escucho que ya vienen.
Salgo al pasillo de miedo a mirarlo ahí en la sala,  como dormido, y de que  levante esa cabeza inmóvil  y  me mire con su mirada desafiante, mientras espero que lleguen los de seguridad y ya adivino a todos los que seguirán después de ellos: la ambulancia y la policía, los parientes, los compañeros de trabajo, la jefa, el director,  la prensa, las averiguaciones, las preguntas,  y pienso en el trabajo que este chico me ha dejado. Y de pronto me siento muy tonto y me brota la  indignación: yo estaba llamándolo y despertándolo de todas las maneras y él  de nuevo se dio el gusto de desoír olímpicamente mi aviso de cierre de hoy. ¡Cómo se habrá divertido!





Isabel Garin






domingo

Metodología para el envejecimiento de papeles y otras demandas


Esta metodología de envejecimiento tiene aplicación  sobre papeles tales como memos,  notas, avisos comerciales, catálogos, presupuestos, ofertas,  ofrecimientos no solicitados de cualquier tipo,  y otros de índole parecida en formatos impresos, que por algún perverso mecanismo inducen a pensar que puede ser útil conservarlos para alguna hipotética situación futura y que por eso no son arrojados a la basura de inmediato, tal como nace de  un impulso natural que se reprime:

1) Se toma el papel del que se trate y junto con su molesta interpelación se lo guarda en un   cajón o carpeta. En este primer paso es imprescindible que bajo ningún concepto quede a la vista.

2) Luego vuelve uno a sus actividades cotidianas, y personas  y situaciones habituales, y se deja pasar un tiempo más o menos largo, según los ímpetus de limpieza de cada cual.

3) Cuando el tiempo haya transcurrido un día se ejercita la limpieza y cuando se abre el cajón o carpeta se encuentra el papel en cuestión ya envejecido. La nota o memo, el aviso, presupuesto, catálogo, oferta, etc.,  ha perdido  su poder interpelativo y demandante, y  las fechas antes imperativas se han vuelto liberadoramente caducas. 

4) Entonces se lo tira.  Se lo puede tirar con dos sistemas:
a) Hacer un bollo y arrojarlo contra la pared o embocarlo a un cesto.
b) Sostenerlo con una mano y con la otra rasgarlo de arriba abajo; tomar estas dos mitades y volverlas a rasgar de arriba abajo, y proseguir con esta técnica hasta que quede reducido a pequeñas fracciones  irreconocibles.  

NOTA: aunque es más difícil guardarlas en carpetas o cajones esta metodología de envejecimiento también puede emplearse para situaciones y personas. 



jueves

Linchamientos - Ningún hombre es una isla

El cuerpo destrozado de un pibe (tal vez) chorro yace en la calle. Lo han golpeado entre muchos hasta matarlo y ahora yace ensangrentando, ya muerto, un horror obsceno y acusador a la vista  de todos. Los medios repiten su nombre de nadie conocido más que de  algunos allá en su barrio, y que de cualquier modo nadie recordará. Así, sin  que su nombre sea recordado, ha terminado su vida breve y brutal.
Se desatan ahora  vendavales de discusiones y debates que buscan, dicen, entender esta violencia horrenda.  Los debates están cruzados de intereses políticos que se entretejen también obscenamente  en los escenarios mediáticos.  Los que llevan la delantera son los que  justifican esa violencia y ofrecen soluciones policiales  para el expandido “problema de seguridad”, como si fuera posible plantar un policía en cada esquina del país. Juran que más vigilancia terminará con el problema, exigen presupuestos y jurisdicciones policiales,  y comparan con ciudades y circunstancias de las que nada sabemos. Mienten impúdicamente. Para estos facilitadores policiales el problema tiene su raíz en la falta de moral. De moral individual de cada chorro porque, para ellos, cada persona es  una isla. Solo su voluntad aislada, su vida sola, le habrá dado todo el  fundamento sobre la que la ha construido, todos los actos de su existencia son de su exclusiva responsabilidad y no reconocen ningún lazo que  ancle  la isla  al  océano social.
Hay  otros que piensan y dicen  que cada vida es parte de un continente  pero ahora se encuentran en apuros para justificar porqué esas partes se han soltado y navegan a la peor deriva después de tanto tiempo de tantas promesas de protección e  inclusión.  Y ni unos ni otros quieren empezar por  hacer y  reconocer un verdadero diagnóstico: ¿de dónde surgen estas ganas de matar así, como a un chancho, a un hombre  ya reducido y sujetado? ¿dónde se genera esa  violencia de puños y patadas que se descarga con tanta furia? ¿de dónde (no de cuáles barrios, sino de cuáles vidas) vienen esos pibes chorros que aparecen como si fueran  cazadores, cazan  y se  ocultan después en sus selvas, alejadísimos de las vidas de los que claman contra la inseguridad en las pantallas? ¿por qué también muchos de ellos matan  con  facilidad?
Son difíciles y trabajosas las respuestas. Habría que poner mucho empeño y mucha honestidad para contestarlas, pelearse con muchas figuras y mucha gente común de esas que arden de odio,  desarrollar soluciones no inútilmente policiales, combatir la desigualdad social y económica  donde, creo yo, navegan sin curso las vidas breves y brutales, volcar recursos suficientes, atención y trabajo sobre esas existencias antes de que deriven y sobre todo, tener tiempo.  Tener ese tiempo que urge cuando alguien es asesinado, que es imperativo cuando el vecino-potencial asesino reclama, y que es la principal arma de los que vociferan la solución  policial.

  
Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
La muerte de cualquiera me afecta 
porque me encuentro unido a toda la humanidad; 
por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas, 
están doblando por ti. 
(John Donn)


Isabel Garin

sábado

De vos, de tú o de usted
Cómo tratar a Pablo Escobar y a Aureliano Buendía



Muerte de Pablo Escobar por Fernando Botero



La telenovela  "Pablo Escobar, el patrón del mal" emitida recientemente en Argentina, ha despertado sorpresa, curiosidad, ríos de tinta, entrevistas, fotos, recuerdos, y debates y análisis políticos,  sociológicos  y morales acerca de su accionar criminal en la Colombia de los ’80 y ’90 tanto como de los apoyos que recibía, y también  acerca del atractivo que sigue ejerciendo ahora mismo.

Pero hay algo más, otra cosa  que tal vez  habrá  sido vista con poca atención: la forma de hablar  en la serie (por suerte no neutralizada) y de utilizar los pronombres  personales. Tal vez no fuera novedad para los seguidores de telenovelas colombianas, de esas en las que todos los personajes tienen dos nombres, pero lo fue para mí.  Aparte  del extraño fraseo de Pablo, el patrón habla  con su familia y sus secuaces de vos o de usted, al igual que  todos quienes aparecen en el numeroso reparto.
La primera vez que los escuché vosearse como si fueran argentinos sufrí un golpe nacionalista en el corazón de mi habla: ¿no era (pensé) que solo en Argentina se utiliza el vos de manera tan extendida y nítida?  Ahí estaban Pablo y el Peluche, y Chili, y el Topo  y Marino, todos utilizando el vos  para la segunda persona  y conjugando los verbos tal como en Argentina: vos podés, alcanzame, correte vos, andate. Cuando no se hablan de vos, se hablan de circunspecto usted. Circunspecto para nosotros, que usamos el usted para marcar respeto o distancia,  al contrario del uso en Colombia  que puede aplicarlo a los vínculos más cercanos: Pablo y su mujer, Patricia, se hablan de usted, igual que  Pablo con su madre o con sus hijos. El uso del vos y del usted puede alternar indistintamente en estas relaciones.
Pero lo que brillaba por su ausencia ante mis deslumbrados ojos, o mejor dicho oídos, era la ausencia absoluta del tú.   Y ante esa ausencia tan sonora que quebraba mi creencia firmemente establecida de que en Colombia se usa el tú,  apelé a mi memoria de colombianos, a los colombianos  que conozco o conocí, tratando de recordar el uso que hacen de la segunda persona del singular. ¿Y a cuáles colombianos conozco? A quiénes va a ser  sino a los Buendía. Sí, a los mismos Buendía que conoce usted o  conocés vos.  Corro entonces a Macondo para hablar con ellos  y  converso con  Úrsula, con José Arcadio, con Amaranta, con Aureliano, y todos me hablan de tú o de usted.  Hay  muchos usted (incluyendo los usted  familiares) y muchos  tú  en los pocos diálogos de su historia, por ejemplo el que escuché entre el coronel Aureliano Buendía y el coronel Gerineldo Márquez:

-Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
-Porqué ha de ser, compadre – contestó el coronel Gerineldo Márquez – por el gran  partido liberal.
-Dichoso tú que lo sabes – contestó él -. Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta  que estoy peleando por orgullo.

En cambio, no hay un  solo vos.  Ni uno solo a lo largo de los cien años.  Esta  comprobación me daña  la credibilidad  literaria: entonces ¿en qué lugar de Colombia se habla de tú, o peor, el tú será solo literario? ¿y con cuál  segunda persona  del singular canta Shakira o canta  Carlos Vives, que no me acuerdo? ¿se usarán todas las variantes: vos, tú y usted? ¿el vos será muy reciente, tanto que aún no se lo usaba en Macondo? No puede ser, Pablo Escobar ya haría rato que  voseaba cuando  en 1967 apareció el linaje que temía nacer con cola de chancho. 
Vuelvo a Medellín, desconcertada. En Medellín, nadie habla de tú. En Macondo, nadie lo hace de vos. La comprobación me acicatea la curiosidad así que voy derecho a  investigar esta variedad  colombiana:
http://www.academia.edu/5765144/_El_voseo_en_el_espanol_colombiano_evolucion_historica_y_situacion_actual_ y te dejo o les dejo a vos y a ustedes la inquietud de tratar correctamente al patrón y al coronel.





lunes

Golpe adentro - Generaciones del ' 76

Entonces, en 1976,  yo era muy joven y vivía en un pueblo, Veinticinco de Mayo, al que el conflicto social llegaba amortiguado. Aún así el golpe se presentó violento en las calles del pueblo, con armas y retenes en la plaza principal, la comisaría como cuartel, las entradas y salidas cerradas por soldados, y rastrillajes y allanamientos. Se respiraba el aire de la amenaza, latía el peligro,  y de pronto yo  tenía  libros acusatorios en casa y una actividad estudiantil y política que era mejor ocultar, aunque la verdad es que era muy menor  y obligadamente breve, dada mi edad.  Pero un poco más tarde los servicios fueron a casa de mi familia (yo ya me había ido), revisaron la correspondencia de mi madre y le hicieron insistentes preguntas sobre mis hermanos y sobre mí.  Luego iríamos  sabiendo de  compañeros detenidos y ausentes de toda ausencia (todavía sin el nombre “desaparecidos”), de otros que se exiliaban y de otros escondidos o  mudados a lugares alejados de donde habían vivido.  Después conoceríamos la magnitud de lo ocurrido. 

“A mí no me agarraron”, me he repetido como mantra todos estos años. Y “a mí no me pasó nada”, también me he repetido  contra toda evidencia. La evidencia íntima de quien  ha experimentado la amenaza de la tortura y la  muerte atroz como una posibilidad cierta,   de quien quemó  o enterró libros,  de quien supo de detenciones oscuras  y recuerda aquel  silencio   atronador sobre lo que ocurría.  ¿Es que hay alguien  a quien entonces no le haya pasado algo?
A mí no me agarraron pero igual  la vivencia de la dictadura se me quedó adentro.  Muchas veces me he preguntado  si  quienes no vivieron bajo ella, tal vez  muchos de los que hoy preguntan porqué es feriado el 24 de marzo, imaginan cómo es tener interiorizada la amenaza, el miedo constante, la prevención de hablar ante desconocidos,  el cálculo permanente sobre si lo que se está diciendo es, o podría ser, interpretado con el grave adjetivo de “subversivo”.  Y siento alegría por todos los que no han conocido  esta interiorización y deseo que siempre sea así y en  todo caso, si lo saben,  que solo lo sepan contado por la historia.
Y acá estamos, entonces, las generaciones  del `76 padeciendo de Golpe para toda la vida. Honrados y también condenados a nombrar a los desaparecidos para siempre.  Condenados a padecer el `76  con esta memoria de tenazas ardientes sobre la carne, la rabia de haber conocido el miedo y el deseo de no haber tenido esta historia.  
Por eso me miro en el espejo en este día  y  me  reconozco, golpe adentro, como los demás. 






















viernes

El Señor de los Pájaros

Sentado en un banco de Puerto Madero reina el Señor de los Pájaros. Guarda todas sus propiedades en una mochila vieja y desgastada  y lleva puesta  la mayoría de las prendas con que viste o desviste según haga más o menos calor o frío. Conoce a todos los pájaros del cielo  y  no solo los reconoce porque sean palomas, horneros,  benteveos, gorriones o cotorras sino también por sus personalidades.  Los hay desconfiados o confianzudos, prepotentes, simpáticos, ingenuos, atolondrados, amistosos y así, tales como los hombres, toda clase de aves.

A la tarde temprano, cuando los restoranes  terminan de servir el almuerzo y limpian las cocinas, el Señor sale de recorrida ordenada y metódica y pide las sobras en un restorán, en el otro, en el siguiente y en el de más allá. Vuelve con la comida para todos: la propia y la de  sus amados vasallos sobre los que reina magnánimo, miguita a miguita, cáscara por cáscara,  pedacito a pedacito, en el medio de una rueda de pájaros gorjeantes y saltarines que aceptan tomarla de sus manos.  Y el Señor de los Pájaros come entre ellos con la plenitud de las aves del cielo que no siembran ni siegan pero que igual hallan su alimento. 
Al menos, las del cielo de Puerto Madero. 


El Señor de los Pájaros
Graciela Iturbide, 1984

domingo

Enero en algún planeta


Tarde de domingo de enero. El calor no es de este mundo. La ciudad inmóvil, las calles desiertas, la gente desaparecida. ¿En cuál planeta estaremos? Seguro que en alguno muy cerca del sol. En uno donde el sol ablanda el asfalto y caldea las paredes y el aire caliente y sucio que respiramos, y que tiene domingos como los de enero en la Tierra,  vacíos, calurosos, interminables.
En la parada de colectivos un humano espera. La nave que vendrá a buscarlo lo llevará por la ciudad de sol fundido hasta los habitáculos donde viven los moradores más pobres de este sistema planetario, allá donde el sol es más impiadoso todavía y se derrite sobre los techos de chapas.  En otros anillos los habitantes tienen aparatos que enfrían el aire,  pero para gozarlos es necesario disponer de energía, algo que no siempre sucede, y quedarse encerrado.

Cerca del sol todo quema.  Minuto a minuto se licúa la tarde ardiente de enero sobre la vida.


Isabel Garin




martes

In memorian - Juan Gelman



JUAN GELMAN (1930-2014).  Militante, guerrillero, poeta, periodista. Todas las pasó, todas las hizo, todas las vivió, todas las escribió. 




El juego en que andamos


Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.

Si me dieran a elegir, yo elegiría

esta inocencia de no ser un inocente, 
esta pureza en que ando por impuro.

Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados. 

Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte. 












Límites

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,
hasta aquí el agua?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,
hasta aquí el fuego?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,
hasta aquí el odio?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,
hasta aquí no?

Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran.