Luego de un par de horas esa luz se atenuaba, se retiraba con suavidad pero sin dudar, y nos
dejaba otra vez en la oscuridad de nuestra larga noche.
Alguna vez que me desperté en lo oscuro advertí que no sabía si la luz ya había pasado por la ventana una vez, o más de una vez. Hice un cálculo provisorio
para seguir llevando la cuenta pero después la luz del invierno fue breve y mezquina, alguna tarde de cielo gris casi no
se hizo ver, volví a dormirme varias veces
dándome cuenta que me sucedía cada vez más a menudo y por más tiempo, y al fin
dejé de contar. Lo mismo le habrá ocurrido a los demás, porque hace ya mucho
que no oigo aquellos rumores de apagada contabilidad.
A pesar de estas imprecisiones tengo perfecta memoria de
mis orígenes. Nosotros vivíamos en la
casa de un médico que nos amaba. La casa era espaciosa, llena de luz, y él y nosotros
nos acompañábamos con fervor. Nos gustaban las tardes en que nos repasaba en
los estantes, observando algún título allá y acá, tocándonos apenas con las yemas de los dedos,
casi sonriéndonos, para después sentarse a trabajar en su escritorio. O las
mañanas de los domingos cuando se hacía
presente tarareando alguna canción y
abría las ventanas invitándonos a respirar, y sentíamos su mirada complacida sobre
nosotros.
Con el andar de los años el doctor fue llenando los estantes y colocando
más estantes que volvían a llenarse. Yo
no la he visto, porque he salido de mi ubicación solo al escritorio donde él me
consultaba, pero sabía que había otra sala igual o más grande que la mía,
también con las paredes cubiertas de estantes que fuimos ocupando. Igualmente, recuerdo que la esposa del médico solía rezongar a raíz
de nuestra proliferación, y un par de veces los escuché discutir por ese
motivo.
Después, cuando el médico ya tenía
nietos, instaló en su escritorio una computadora. Puedo asegurar que al
principio la mayoría de nosotros no sentimos ninguna prevención hacia ella, no
nos sentimos amenazados en lo más mínimo, y no desprendíamos todavía ninguna
conclusión que pudiera afectarnos por su presencia. Traté de establecer algún contacto con ella,
pero ella no dialogaba ni conmigo ni con otro cualquiera. No por hostilidad o
indiferencia, creo yo, sino simplemente porque
no sabía hablar con quien no fuera su igual. Había nacido máquina, no vivía en los estantes, no tenía árboles como
ancestros y la electricidad la recorría.
Venía de otro universo.
La primera conclusión inquietante para nosotros fue un tiempo después, cuando a raíz del tiempo que el médico leía en la computadora (nosotros íbamos
sabiendo de a poco los usos de esa máquina),
su esposa comenzó a reclamarle espacios en las paredes. Su argumentación era
más sólida ahora, porque tenía mucha
lectura en ese espacio llamado pantalla, y creo que el doctor empezó a
considerar la cuestión. Me sentí
desolado cuando un fin de semana escuché que vaciaban los estantes de la otra
sala, y no supe el destino de los que los ocupaban. A unos pocos, el doctor los
trajo a mi sala y los ubicó donde era posible, acostados sobre otros, o
apilados sobre alguna silla.
Después…El médico seguía apareciendo alegremente las mañanas de los
domingos pero creo que ya no nos saludaba a nosotros. Abría las ventanas,
respiraba el aire fresco, pero lo hacía mientras esperaba que su computadora se
iniciara. Yo extrañaba muchísimo el contacto de sus manos.
De cualquier forma nunca nos olvidó.
En algunas vacaciones se disponía a ordenarnos, nos limpiaba, nos volvía a abrir y a releer, nos re-ubicaba.
La esposa solía hacer algunos comentarios por los cuales conocí que nuestra edad era algo importante, que
algunos de nosotros éramos más viejos que otros, y que ya para esa época todos
éramos viejos…Hasta ese momento, el doctor nunca nos había hecho sentir la
edad. Por mi parte, recién entonces entendí la relación
comparativa que teníamos frente a la computadora.
Más tarde, aquel hombre que nos
había querido y cuidado se volvió anciano y enfermó. Sé que fuimos un consuelo
para él en sus últimos tiempos, cuando otra vez nos acariciaba y nos miraba con orgullo. Una vez, a mí en
particular me sostuvo una tarde entera
sobre sus rodillas, releyéndome,
observando los subrayados y las anotaciones que me había hecho tanto tiempo
atrás, recorriéndome, saltando páginas,
avanzando, retrocediendo…
Fue la última vez que estuvimos
juntos.
Después, no era él sino su viuda quien entraba a abrir las ventanas. Yo me sentía tan triste por la ausencia de aquel hombre que no aspiré
a ninguna resistencia, y me sentí viejo de verdad y abatido. Al escritorio del
doctor se sentaban los nietos a jugar con la computadora, y a nosotros nadie
nos limpiaba ni nos re-ubicaba.
Hasta el día que la viuda recibió a unas personas que nos observaron, midieron las estanterías, anotaron, nos tomaron con las puntas de los
dedos para abrirnos y ver nuestra fecha
de nacimiento, y estornudaron un par de veces. Habrá sido entonces cuando
arreglaron nuestro destino.
Una mañana, poco después, un grupo de chicos que hacían bromas entre ellos y escuchaban música con sus auriculares, nos metieron en
cajas y nos subieron a un camión. Ninguno sabíamos adonde nos llevaban. Nos
bajaron aquí, el instituto adonde el doctor trabajó toda su vida. Yo sentí un
ramalazo de satisfacción cuando lo supe.
Pero para mi desgracia tuve que oír
que no éramos bienvenidos. Con unas voces
fastidiadas, y a veces irónicas, dos o tres personas abrieron las cajas,
observaron lo que había, comentaron,
retiraron algún libro de acá y de allá, y luego cerraron las cajas otra vez. A mí no me retiraron.
Y nos trajeron a este sitio oscuro y frío, un lugar de disposición final. No tengo ninguna expectativa de que salgamos
de aquí.
A veces, muy de tanto en tanto, entra un muchacho que enciende la luz y
revisa unas cañerías que pasan encima de nosotros. Alguna vez les ha puesto un
parche por una pérdida de agua que de
cualquier modo ya nos había mojado. Corrió unas cajas, sacó a unos compañeros que dejó afuera, secándose, y luego se fue.
Y ahora el único despierto soy yo.
Todos los demás se han dormido y no han
vuelto a despertarse. Y yo rememoro mi origen sin estar seguro si podré hacerlo otra vez.
6 comentarios:
Tal cual, pobres libros viejos de medicina...
Se mueren los libros de abandono?
He visto con mis ojos libros viejos de medicina, agonizantes en lugares horribles. Y me pareció que sí, que morían de abandono
Muy bueno el cuento, muchas gracias!!
Los que hemos visto el paso del formato impreso al digital (y más en medicina) podemos entender este drama libresco...muy bueno!
Marisa
que triste, pensar el trabajo que da escribir un libro asi, que tenga tanto valor pero solo por un tiempo, y despues nada...
Que bella coincidencia con un poemita que elaboré hace un tiempo, igualmente, inspirado en tantos libros y obras valiosas que reposan en las bibliotecas sin que nadie les de valor, más que para "re-ubicarlos! y sacudirles el polvo. Se lo dejo por si tiene ocasión de leerlo y espero, sea de su agrado. Es de notar como se asemeja el pensamiento humano aún cada ser en entornos distantes y disimiles, interesante su aporte, espero poco a poco, disfrutar su blog, gracias por compartir: "Esta es la historia triste de un pobre libro triste"
Esta es la historia triste
del alma
de un pobre libro triste.
Poema de María de Lourdes Barsallo Jaén"Las creaciones / en el ciclo vital / se hacen eternas /
Transcurrió larga vida
sin que lector alguno
se asomara a sus páginas
bebiera de su savia.
Ideas/ cual el éter
increadas/ duran nada.
Inexistentes son.
Van
disipando auroras
en el viento
en el tiempo.
Las creaciones/ en el ciclo vital
se hacen eternas.
Sus hermanos
pronto
vieron la luz
de la mano
de ávidos lectores.
Él fue donado por Ley
a la gran biblioteca
de las mentes brillantes
de una inmensa Academia.
Y allí anida
cerrado
por cien años o más
entre polvos y sombras.
Entre la soledad
y el desencanto.
Más
bajo el poder de Dios
un libro antiguo
madera de árbol es.
Aún persiste
en sus páginas
el delicado aroma
de flores
y resinas.
Hoy
sus ideas escritas por manos
ya olvidadas
tornarán transparencias
entre las llamas.
Humo y cenizas
continuarán el camino
de
otra existencia azul.
Al humus volverán
sus primorosas
páginas.
Estrategia vital
de la Madre Natura.
Que libera materia
y retiene
la esencia
suprema de las cosas.
Liberado será
en el fuego
de cruel abstracto
sino
aquél libro olvidado.
Angustia
de no ser
y ser.
De ser para sí mismo
una extraña
existencia.
Pues no supo
jamás
el alma
de aquel pobre y triste libro
que en su interior
la Vida
cautiva palpitó
entre silencio
y palabras.
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