sábado

Campo de luces


Por Ruta 2, yendo de Buenos Aires a Mar del Plata  un poco antes de Dolores,  se lo descubre mirando hacia la derecha.  Se puede bajar al camino vecinal y adentrarse unos cinco o seis kilómetros  para disfrutarlo de cerca y entrar en él.  Es un campo de varias hectáreas florecido de luces. Hay árboles altos, ya muy desarrollados, que se cubren de lamparitas de luz cálida en primavera. Hay grandes canteros de elegantes espirales  de luz blanca. En una lomada crecen y se multiplican las luces LED redondas de muchos colores y por los senderos internos se camina entre los fragantes empotrados de piso. El diseño del campo es radial y en el centro se destaca la maravillosa enredadera de miles de lámparas diminutas que desde el anochecer parecen haber atrapado todas las luciérnagas del mundo. Cuando la noche es despejada, el campo parece un pedazo de cielo estrellado caído sobre la pampa. Cuando la noche es neblinosa las luces flotan en el espacio y se difuminan creando una provocadora confusión entre arriba y abajo.
Los trabajadores luceros que lo atienden son jardineros expertos que han logrado retener y  desarrollar las semillas de luz. No cobran por su trabajo más que a voluntad lo que cada visitante quiera dejarles. El campo solo cierra los lunes.
IG

domingo

Lo que vio la mujer que llegó al horizonte


Descreída de que el horizonte nunca pueda alcanzarse, una mujer empezó a caminar y llegó hasta él. Caminó días y días sin desanimarse de verlo siempre a la misma distancia. Siguió caminando noches y noches durante las cuales seguía imaginándolo y deseando alcanzarlo, sin verlo. Un amanecer descubrió que el horizonte había cambiado su condición de nítida línea que une el cielo y la tierra por otra que se difuminaba  perdiendo precisión y ganando amplitud en el espacio. Comprendió que estaba cerca y apuró la marcha.

Varios días después,  llegó.  El horizonte, contó después, es una enorme pared de luz que se fragmenta en múltiples figuras geométricas, líneas, círculos, óvalos, que no se pueden atravesar. Sin embargo, la pared de luz es blanda y las figuras se arman y desarman fluctuando verticales en el espacio infinito. Mis pies llegaron a su límite y sentí que no había más suelo sobre el que seguir caminando, una sensación de precipicio, dijo. Para probarlo,  en ese borde se afirmó sobre el pie izquierdo  y extendió el derecho hundiendo la punta en la pared blanda, y entonces los óvalos, círculos y líneas de bordes redondeados de luz se movieron, ondulantes como si hubiera agitado su reflejo arrojando una piedra a un estanque.

Isabel Garin




martes

Herbarium: un libro vegetal y fabuloso

La narradora y poeta rosarina Celia Fontán acaba de presentar en Buenos Aires su libro Herbarium. Con su delicada y sutil  fantasía cuenta los pormenores de una alucinada vida vegetal: flores que florecen en laboratorio después de miles de años congeladas,  un hecho fantástico éste pero de estricta realidad, y otros que detallan lo irreal con tanto realismo como ese florecimiento:  unas rosas que devoran en los jardines y otras que aúllan en las arenas del Sahara, campos de húmedos  helechos, árboles que miran, perfumes vegetales que huelen a carne muerta en la hondura de las selvas, herbarios que despiertan en la noche y recuperan la circulación de su savia, y así más y más hallazgos recolectados en una naturaleza  maravillosa a la manera de los antiguos exploradores que detallaban los hallazgos de los viajes en las botánicas fabulosas de su época
El árbol de los ojos

Durante años buscó el árbol de los ojos. Sabía de su existencia por testimonios de viajeros  y grabados antiguos. Deambuló por los bosque más intrincados, interrogó a nativos de mil lenguas con gestos y palabras aprendidos trabajosamente en diccionarios de idiomas casi extintos.  Finalmente dio con él.  El árbol permanecía con los ojos cerrados en el sopor de la siesta. Esperó hasta el atardecer pero pudo más el cansancio y se quedó dormido. Al despertar se sintió atravesado por una nube de ámbar. Nunca nadie lo había mirado así.  Los párpados del árbol eran afelpados como los de una gacela y sus ojos claros lo miraban sin asombro,  como si hubieran sabido desde siempre que él iba  a llegar. 


















miércoles

Hurgar en bibliotecas ajenas

Como decía Marguerite Yourcenar, una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca. La suma de sus libros constituye una radiografía, un retrato, un mapa del alma de su poseedor. Cada biblioteca revela al menos un secreto, pero acceder a ese secreto depende de la sensibilidad del observador.


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Un “consejo” para promover la lectura, atribuido al cineasta John Waters, en su traducción más difundida la del español peninsular— dice así: “Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”. Más allá del chiste, está claro que para los amantes de la lectura no es lo mismo llegar a una casa donde hay libros que a una donde no los hay. En cuanto descubre la biblioteca, el visitante lector está a la espera de poder curiosear entre sus estantes, al menos echar un vistazo furtivo y fugaz para hacerse una idea de qué títulos y autores pueblan el lugar.
La biblioteca es una especie de mapa del alma de su poseedor, una radiografía, un retrato. A menudo también una biografía. “Podés armar las vidas de las personas en función de sus bibliotecas”, asegura en una entrevista el uruguayo Marcelo Marchese, dueño de una librería de uCsados, quien, como tantos otros en su rubro, suele abastecer su negocio comprando colecciones particulares.
“Descubrís a qué se dedicaban, si se divorciaron, si tuvieron hijos… añade Marchese. Me pasó de descubrir a un hombre que tenía un vínculo con el fascismo italiano y otro que tenía un carné de afiliación al partido nazi. Siempre pienso en escribir un cuento en el que el librero descubre un crimen en función de una biblioteca”.

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Sin llegar a detective, como el librero del cuento que quizá Marchese escriba alguna vez, uno puede convertirse en “inspector de bibliotecas”. Ese grado alcanzó, según el escritor Antonio Gamoneda, el periodista Jesús Marchamalo, quien hace una década comenzó a publicar en el periódico madrileño ABC una serie de artículos titulada “Bibliotecas de autor”, destinada a describir las colecciones privadas de autores consagrados. Cuatro decenas de esos textos fueron reunidas luego en los volúmenes Donde se guardan los libros (2011) y Los reinos de papel (2016). En el prólogo del primero, Marchamalo escribió:
Cada biblioteca se rige por una serie de códigos, unos usos ni siquiera conscientes, caprichosos la mayor parte de las veces, que acaban señalando al lector, y que hablan de sus afanes y rarezas. Decía Marguerite Yourcenar que una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver sus libros. Y creo que es verdad. En el caso de los escritores se añade además la sospecha fundada de que sus bibliotecas esconden una parte del mapa del tesoro. De su manera de plantearse y entender la literatura.
En sus textos, Marchamalo no solo refiere los libros que conforman las bibliotecas, sino también las peculiaridades que los rodean: soldaditos de plomo entre los volúmenes de Javier Marías, cientos de muñequitos infantiles entre los de Fernando Savater, la “biblioteca portátil” en la que terminó convirtiéndose el asiento trasero del coche de Luis Landero, los ejemplares destrozados por el perro de Soledad Puértolas… Detalles que también hacen, sin duda, al retrato de cada lector.

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En un artículo titulado “Un Borges tuteado”, la argentina María Moreno narra la ocasión en que viajó a París y se alojó, ella sola, en la casa de un compatriota amigo, quien a su vez estaba de viaje junto a su pareja, un francés. La biblioteca era enorme, describe, y contenía a muchos autores franceses que ella había leído a conciencia. Pero estas ediciones estaban, por supuesto, en su idioma original, que Moreno no maneja: los nombres de las editoriales y colecciones que ella solía ver “en la segunda página, un poco más arriba de la fecha de edición” (La Pléiade, Gallimard, Le Seouil, Grasset & Fasquelle) aquí estaban en los lomos.
“No había ningún libro en castellano. Sentí una especie de resentimiento, de antiimperialismo doméstico, que seguramente me hacía torcer la boca”, explica la autora. Hasta que por fin reconoció una edición de Anagrama en la pila acumulada sobre la mesa de noche: El factor Borges, de Alan Pauls. Lo supuso “como un talismán”: “La carta en la manga que mi amigo atesoraba de una lengua en minoría frente a la que se repetía en la biblioteca ‘dominante’ y es por eso que debía velar como una lámpara sobre la mesa de luz”.
Cuenta Moreno que lo leyó de un tirón y que, a medida que lo hacía, se fue “poniendo cómoda en el departamento”. Es decir, necesitaba encontrar en esa biblioteca ajena un libro de los suyos, un libro para ella, quizá porque solo en ese momento se sintió de verdad en casa de un amigo, es decir, porque después de estudiar la radiografía que era esa vasta biblioteca dio con el detalle que le permitió reconocer la presencia del amigo que le decía: “Ponete cómoda, estás en tu casa”.

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Tan bien describen algunas bibliotecas a sus dueños que algunas lo hacen incluso físicamente. En La casa de los veinte mil libros (2014), Sasha Abramsky homenajea a su abuelo, Chimen Abramsky, propietario de una casa que, a través de las décadas, fue tomada por los libros. Describe que “algunas de las habitaciones habían dejado de tener cualquier utilidad práctica: la flora bibliográfica había crecido de forma exuberante”.
En esos casos, la solución de Chimen fue simple: cerrar los cuartos con llave y ocultarlos de la vista. Pero en una ocasión en que el hombre entraba en uno de esos cuartos clausurados, una de sus nietas “entró a hurtadillas detrás de él [y] lo vio desaparecer por entre las pilas de libros, por un túnel que, juraba ella después, tenía exactamente la forma de su silueta”.
A propósito de espacios clausurados: ¿acaso los lectores no tenemos siempre por ahí algún que otro libro del que no nos enorgullecemos nada, o que directamente nos da un poco de vergüenza? ¿Acaso no los solemos guardar en cajones o en compartimentos ocultos, para que no nos descubran? Y es que esa forma del voyerismo, la pasión por hurgar en bibliotecas ajenas, es prima hermana del exhibicionismo: el placer de que alguien llegue a mi casa y se detenga a observar mi biblioteca como una forma de estudiarme a mí. Aunque, desde luego, como bien nos enseñó el psicoanálisis, no controlamos todo lo que expresamos. La biblioteca constituye un discurso que dice mucho más de lo que se propone la voluntad de su poseedor.

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A lo mejor, de hecho, la biblioteca no sea solo un mapa del alma de su propietario, sino incluso un pedazo de ese alma. Quizá por eso la venta de la biblioteca de alguien que ha muerto resulta a menudo, para sus familiares, una parte del duelo. “Muchas veces lloran cuando se desprenden de esos libros, y eso es difícil de soportar para el librero. En ese momento vos estás terminando de matar a su familiar”, apunta Marcelo Marchese, el librero uruguayo, habituado a atravesar situaciones dramáticas de ese tipo.
Por todas estas razones, cada vez que puedo hurgar en la biblioteca de alguien me siento además de curioso, quizá fisgón, a veces indiscreto y muchas veces, no lo negaré, envidioso un privilegiado. Cada biblioteca revela, en su silencio, al menos un secreto, pero acceder a ese secreto depende de la sensibilidad del observador. Eso también es saber leer.


(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. Ha publicado la novela breve Támesis (2007) y el libro de cuentos Partidas (2012)

Luciana Jury no se olvidó

Por Mariano Del Mazo  -  Página 12  7/2/18



Dicen, y no es una broma, que las películas argentinas que más disfrutaban los ciegos eran las de Leonardo Favio. Al estreno de Juan Moreira, por ejemplo, fueron espectadores ciegos. Y fue tal el disfrute que para las funciones siguientes los productores invitaron, según reseñan los diarios del 1° de agosto de 1973, “a distintas entidades que agrupan a no videntes”. La explicación de esa empatía es sencilla: tiene que ver con el poderoso sonido de aquellos filmes, el imponente concepto operístico de esas músicas que siempre fueron centrales. Favio era obsesivo con el tratamiento sonoro porque aspiraba a que sus películas se escucharan bien en las pequeñas salas del interior, que no contaban con equipamientos. No le interesaba que su cine fuera consumido sólo por el circuito porteño; quería llegar al pueblo. Su plan artístico era tan estético como político.

Con muchos menos elementos, Luciana Jury logró un efecto similar en la octava noche del Festival de Cosquín que acaba de terminar; pura conmoción, puro sonido, pura imaginería. Pueden asomarse a YouTube: lo que Luciana hizo a través de un par de pases mágicos fue que su tío estuviera en la Próspero Molina. No sólo en una pantalla gigante; Favio estuvo presente con su volcánica desmesura en el arte mismo de la Jury. El ADN explotó. Lo onírico, lo transfigurado, lo fantástico es una marca de familia. Con su voz que parece venir de un patio andaluz –y toda la impronta árabe– la cantante es probablemente la artista más fulgurante, incorrecta y libre surgida en los últimos diez años. 





En 2008 dejó sedimentar su temperamento rockero de suburbio y debutó en el disco con el guitarrista Carlos Moscardini, en “Maldita huella”. A partir de entonces no paró. Intervino cuantas veces pudo la realidad social. Su bandera tiene las dimensiones vastas de una libertad total que para muchos resulta intolerable. Todo lo ejecuta a su manera, sin alharaca, rea y al mismo tiempo aristocrática. Trazó, al fin, ella también, un plan estético y político. Ese diseño –intuitivo, visceral– viene abarcando desde la recuperación de cantos extraviados en la noche de los tiempos hasta la libertad sexual. Supo sacar debajo de la alfombra del derecho de autor cuecas chilenas anónimas, hizo “Post Crucifixion” de Pescado Rabioso como si Luis Alberto Spinetta hubiera nacido en Perú, grabó con Gabo Ferro un tremendo disco a dúo... 

Ahí está, ahora, en el siempre atemorizante escenario Atahualpa Yupanqui: delante de un trío bajo, guitarra y batería, encarando “Ella ya me olvidó” sobre el final de su mínima media hora en Cosquín. Antes había reformulado la cumbia “En tu pelo”, el hitazo de Lía Crucet. Una pareja de varones bailó sobre ese cover tropical, circunspecta, amorosamente. Un guiño queer memorable. Al terminar su set, lo último que expresó la Jury fue: “¡Mucha vida, poca vergüenza!, como dijo Susy Shock”. ¿Alguien habrá entendido la rúbrica de la cita? El audio de este tipo de eventos al aire libre da para que el Susy Shock acaso llegue a los oídos del público como si fuera el apellido de un gurú new age japonés. Pero la Jury es cualquier cosa menos new age y citó a Susy Shock, una cantante, poeta y actriz nacida en Balvanera que se autodefine como “trans-sudaca”. Todo esto ocurrió en Cosquín. 

Un foro históricamente conservador de la argentinidad, un irresistible agujero negro que abduce tensiones y contradicciones y que enciende pasiones en todos: desde sojeros en 4x4 hasta paisanos de a pie, de urbanos curiosos a cazadores de talentos. Con polémicas mayores o menores, que pueden partir de la mención a Santiago Maldonado a la disputa a los codazos de horarios centrales televisados. Con ese antecedente, en el medio de la ciénaga donde puede caer hundida, Luciana Jury se planta en el escenario. Su tío la escudriña desde la pantalla gigante; su padre, Zuhair, guionista de la mayoría de las películas de Favio, hace lo mismo pero frente a la TV, en su casa en Tortuguitas. Cuando le preguntan por qué canta como canta, ella responde: “Por la literatura de mi padre. Lean ‘El glorioso velorio de la Juana Pájaro’. Ahí están las claves de todo”. En ese texto, el último de su cosecha, Zuhair muestra una prosa desbordante, expansiva, que trabaja con sueños, pesadillas y fantasmas. Todos mueren, resucitan, vuelan. Ahora el trío de Juan Saraco en guitarra, Lucas Bianco en bajo y Leandro Savelón batería hace una base sobre “Ella ya me olvidó”. 

Es el momento cumbre de la noche, el que hace ir una y otra vez a YouTube. Jury entra en éxtasis y empieza a recitar, a gritar: “En tu nombre, en todo tu ser. Jorge Zuhair Jury, Leonardo Favio. ¡Acá está Juan Moreira, mierda! Nazareno, no no no, Nazareno. Desecha el material: la plata, el oro, por amor Jesucristo. ¿Monito? ¡Monito las pelotas! ¡Señor Gatica! ¿Me escuchaste papito? ¡Oligarcón! Soy Gardel. Volá. Ofrenda a la tierra. Un pedazo de tierra para vos, el mismo pedazo de tierra para todos. Por el derecho de haber nacido. Ofrenda a la tierra. Un futuro distinto para nuestros hijos. Ofrenda a la tierra. Cambiar el mundo y unirlo, esta vez por amor. No al desmonte, no al monocultivo. Ofrenda a la tierra. No a la explotación laboral, de niños, niñas, mujeres, hombres, bisexuales. No a la resignación, recuperar la alegría de estar vivo”. 

Como una Janis Joplin del conurbano deja el recitado, retoma “Ella ya me olvidó” y se desarma en jadeos. Después dice lo que dijo Susy Shock sobre la vida y la vergüenza. Deja el escenario lleno de espectros: Nazareno, Moreira, Gatica, Gardel, Favio. Interviene, no para de intervenir sobre paradigmas de género que caen con estrépito y sobre la revolución sexual que se debate cada día de diferentes formas en diferentes medios y se va con un eco: Yo no puedo olvidarlo. Yo lo recuerdo ahora.