martes
Alas
Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado.
Pero así,
habría dejado de ser pájaro.
Y yo...
yo lo que amaba era un pájaro.
"Txoria txori" (traducción aproximada: un pájaro es un pájaro), del compositor y cantante vasco Mikel Laboa
sábado
Una historia de biblioteca
Alguna vez leí que a los bibliotecarios no nos interesa leer y escribir sino el contacto con el libro, convertirlo en la abstracción del registro, guardarlo en su estante, sacarlo de allí para entregarlo al lector, buscarlos, manipularlos...(no me miren así, no lo digo yo sino Ariel Bermani en "Leer y escribir").
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo, Bruno desmiente esa aseveración.
Por Alejandro
Abate
No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo dela Biblioteca , cercanas a
las ventanas, dado que éstas eran las que más se llenaban de hollín.
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultarla Espasa Calpe.
De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las 18.30 dela
Catedral , y llegaba a Florencio Varela a cerca de las ocho.
Entonces necesitaba leer para que el viaje no se le hiciera tan largo. Bruno
empezó recomendándole los primeros libros de cuentos de Cortázar. Y la señora
Estela, agradecida. A través de casi más de un año, ya había leído desde
Bestiario hasta Alguien anda por ahí. Recientemente, habían empezado por las
novelas y hace unos días atrás, se había llevado Los Premios, y cuando se la
encontró en el bufete del Banco, la
Señora le había dicho que estaba entusiasmadísima con el
libro. Fantástico, dijo.
Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro.
Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso ala Biblioteca , Bruno escuchaba
sus pasos y se empezaba a impacientar. Invariablemente, Julia calzaba unos
zapatos de taco que al caminar hacían ese particular y característico tic-tac
sobre los mosaicos. En invierno o en verano. En una oportunidad Bruno le contó
a Julia, que sus pasos, lo hacía recordar, ¡oh! casualmente a lo relatado en un
cuento, cuyo personaje femenino se llamaba igual que ella: Julia. “Te imaginás
cómo se llamaba el cuento” le comentó Bruno. “No sé”, dijo ella intrigada. “Los
Pasos de Julia” le replicó él. Ella le dijo que era un mentiroso, que lo había
inventado. “En esta biblioteca, no está el libro donde está ese cuento, pero si
lo encuentro en mi casa, te lo traigo”, prometió Bruno.
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios dela Biblioteca
para los textos universitarios, a parte de los tres volúmenes del tratado de
Derecho Administrativo de Gordillo, se llevaban alguna novela recomendada por
Bruno.
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.
El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando paulatinamente:La Montaña Mágica de
Thomas Mann; La
Condición Humana , de Malraux; El Tambor de Hojalata de Gunter
Grass.
Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz. Entonces ella se quedó a su lado.
Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo, Bruno desmiente esa aseveración.
Por Alejandro
Abate © 2011
Cuando el Banco reorganizó los horarios de la Biblioteca , Bruno
eligió el de después del mediodía, pensando en que si bien salía un poco tarde,
ganaba ampliamente en tranquilidad. Entraba a las
12.30 y se retiraba a las 20 horas, cuando ya en el Edificio era poca la gente
que quedaba. Por lo tanto, la afluencia de público, después de las 5 de la
tarde era mucho menor. Esta modalidad horaria, había sido establecida, como una
guardia de cobertura, por si alguien del Directorio o la Gerencia General
llamaban para pedir el texto de alguna ley o decreto. De todos modos, desde que
existía Internet y el Infoleg, estas consultas cada vez eran menos frecuentes.
Lo más
normal era que quedaran dos o tres personas en la sala de lectura, que
generalmente venían con su material propio, entonces Bruno se dedicaba a
guardar todos los libros devueltos del día, con mucha tranquilidad, y además, a
esa hora, Gladys, la chica de la limpieza le ayudaba con esa tarea. El único problema
que había con esto último, era que Gladys, siempre se las ingeniaba para
guardar ella los libros que iban en las estanterías de arriba, por lo cual
debía subirse a la escalera, y le pedía a Bruno que le alcanzara los libros,
así, mientras los iba acomodando, tenía la excusa perfecta para estirarse lo
más posible, cosa de que Bruno desde abajo, le viese bien las piernas y el
color de sus bombachas. No es que a Bruno no le gustara hacerlo. El tema es que
tenía muy bien incorporado el concepto que heredaba de su padre que en el más
perfecto romance se entendía con esa frase corta y certera: “donde se come no
se manipula”.
No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo de
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultar
Los que
habían inaugurado la
Biblioteca , hacía ya más o menos 25 años atrás, por mejor
método clasificatorio, habían ordenado la totalidad de los libros en cuatro
grandes grupos y los fueron numerando ordinalmente. Los cuatro grupos eran:
Literatura y Arte, Historia, Parte General, y Parte Especial. Y un quinto
grupo, era el que ocupaba la parte de legislación y material de referencia, o
sea los diccionarios y las enciclopedias. En realidad, la “Parte General”, era
un gran conglomerado donde se ubicaban todos los libros que eran exclusivamente
de textos de las carreras universitarias: Derecho, Ciencias Económicas,
Humanidades, y materias relacionadas con la Administración Bancaria ,
el “Márketing”, la
Arquitectura y el Diseño. Cuando Bruno había ingresado a la Biblioteca con su
flamante título de Bibliotecario, había hecho algunas cuantas gestiones como
para cambiar ese método no muy ortodoxo, pero sus esfuerzos habían chocado
contra las autoridades, las que aducían que era demasiado trabajo armar todo
ese bagaje otra vez. De todos modos, la Biblioteca , funcionaba igual. Con irregularidades
y costumbres no muy profesionales, pero seguía adelante.
Entonces
el horario de la tarde era además para Bruno, un buen motivo como para no
sentirse controlado y donde muchas veces se podía establecer métodos de trabajo
que a Bruno le justificaban ampliamente su título y todos sus conocimientos,
tanto prácticos como teóricos.
Pero lo
que a Bruno más le gustaba eran las inesperadas visitas de algunos usuarios que
a esa hora, sin el apremio de estar en horario de trabajo, hacían consultas más
profundas e inesperadas. Y también estaban los que venían a pedir “literatura”,
área en la cual él era casi un experto. La política de adquisición de material,
por suerte hacía un buen tiempo, era bastante generosa, y de las partidas
presupuestarias, Bruno, que era el que atendía también esa área de la Biblioteca , separaba
una buena cantidad como para comprar a parte de los textos para las carreras
universitarias, libros de Literatura, tanto universal, latinoamericana y
Argentina. Él se ocupaba de la selección de los libros, y también de realizar
el regateo con los distribuidores o directamente en las librerías cercanas al
Banco.
De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las 18.30 de
También
estaba Jorge Conti, un muchacho que trabajaba en Mantenimiento, que ya había
agotado los libros de Osvaldo Soriano, y entonces andaba buscando algo que lo
reemplace. Cambiando un poco la línea, Bruno empezó prestándole La traición de
Rita Hayworth, de Puig. Todavía no lo había visto como para saber qué le había
parecido. Algunos “lectores”, ya se habían tomado la costumbre de hacerle
comentarios por teléfono y luego con el correr de los años, por correo
electrónico. De a poco se había ido armando un grupeé de gente que hasta muchas
veces intercambiaban comentarios utilizando este servicio, utilizando a Bruno
como intermediario.
Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro.
Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso a
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios de
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.
También
estaban los muchachos que trabajaban en el turno noche en el Centro de Cómputos
de Clearing, y antes de entrar a las 20 horas a sus trabajos, pasaban por la Biblioteca , pedían los
diarios del día, hacían chanzas con los equipos de futbol de uno y otro, y
alguno de ellos, le pedía a Bruno que le recomendara algún libro para leer.
Empezó prestándoles los libros sobre futbol que había editado el Negro
Fontanarrosa, y luego pasó a un ensayo sobre este tema escrito por Eduardo
Galeano. Y así les generó la curiosidad por los libros, a parte de los
suplementos deportivos de los diarios. Curiosidad que a los otros se les fue
contagiando.
El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando paulatinamente:
Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz. Entonces ella se quedó a su lado.
Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.
En la Biblioteca , el tiempo
pasaba bastante rápido. Con los cambios políticos, muchas veces el personal de
Biblioteca fue cambiando y rotándose de acuerdo a los vaivenes del Directorio
de turno. Hasta a Bruno, alguna vez, le tocó varias veces “ir a trabajar a otro
lado”. Pero siempre pudo volver. Hasta hubo un tiempo en que la Biblioteca tenía un
solo empleado: Bruno.
También la Biblioteca sufrió las
crisis que azotaron al país. Mudanzas; disminución de personal; recortes
presupuestarios; retiro de servicios. Hubo años en que lo único que estaba
autorizado comprar, eran los libros que pedían del área de Gerencia General y
de Capacitación. Y la
Literatura , pasó a un segundo, a un tercer plano.
A Bruno
le crecieron canas, y cansancio. Día a día, mes a mes. Año a año. Su no
rutinaria vida de Bibliotecario, en algunos momentos pasó a ser un engranaje
más.
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días laborales: lo jubilaban.
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días laborales: lo jubilaban.
Para no
sentir ese momento como una finalización, sino como una etapa más, Bruno tomó
las cosas con la misma calma de siempre y afrontó la situación.
Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos dela Enciclopedia Espasa
Calpe –que tanto lo había ayudado para evacuar las eternas consultas de las
madres de alumnos del secundario-; fue saludando lentamente las colecciones de
los Anales de Legislación Argentina, los que consultó infinitas veces cuando
aún no existía Internet. Les hizo una grotesca reverencia a los carpetones
encuadernados que contenían las “Circulares” del Banco y pensando para sus
adentros: “los jodi”. Y a las 19 y 24 minutos, fue apagando desde atrás las
luces fluorescentes de la Sala
de Lectura, desactivó del panel de llaves eléctricas el disyuntor al que le
habían puesto un letrero que decía: “Líneas de PCs”, dio como siempre un
vistazo general, apagó la luz de la de entrada, salió de la Biblioteca y cerró la
puerta por anteúltima vez. Luego cruzó el hall central del Banco y salió a la
calle.
Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos de
La
estación Catedral estaba bastante vacía. Cuando se sentó en el primer vagón del
subte y este comenzó su marcha, extrañamente dormitó durante todo el trayecto
hasta la estación anterior a la que debía bajarse. Con el pensamiento en
blanco. Cuando llegó a su casa y abrió la puerta, ni bien entró, vio el libro
Rayuela, que estaba en la mesa del teléfono. Se sacó la campera y mientras la
colgaba en el respaldo de la silla, sintió ese tic-tac inconfundible que desde
el pasillo venía hacia él. Esos amados pasos que ya hacía un tiempo andaban
junto a él. Con él.
Unos
brazos femeninos lo abrazaron por detrás:
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer. “¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer. “¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.
viernes
Muerte de un dictador
Hoy ha muerto Videla. Así lo replican los medios nacionales y de todo el mundo, y se
intercambia por las redes sociales y por
los teléfonos, y se comenta en los trabajos y en las familias.
Uno escribe eso, que ha muerto, y lo
siente extraño: ¿de verdad ha muerto? No es su edad la que contradice la idea, la que por supuesto
llevaría a entenderla como natural. Su muerte no se siente como natural. La imagen de que
haya fallecido debe atravesar la terrible memoria: su poder de Señor de la Muerte no se condice con
que a él mismo le haya llegado su turno. La idea debe atravesar mis muros de incredulidad: ¿de verdad él mismo era finito entonces? “Entonces”, cuando
el país estaba doblegado bajo su oscuro
mandato y cuando era impensable que el
mismo que mataba tan soberanamente pudiera morir.
Se encontró con ella, o ella lo encontró, en su celda de la cárcel de
Marcos Paz. En cárcel común, con condena por delitos de lesa humanidad.
Yo escribiría en su lápida: “Fue dictador hasta el final”.
sábado
Once inquietante
jueves
El NOMINADOR un cuento de bibliotecarios
En el principio era el caos. Así relatan los de Procesos Técnicos de más
antigüedad y hasta la misma jefa de la biblioteca lo reconoce. Era el caos de usos superpuestos
de tesauros y de listas de términos para diferentes fines y de palabras clave desbocadas, sin ningún
control, relaciones genéricas erróneas y
relaciones jerárquicas igualmente
equivocadas.
Muchas veces las cosas del mundo eran nombradas de
forma parecida cuando eran diferentes y
otras muchas, de diferente manera cuando eran
iguales. Bosques de sinónimos
tapaban el árbol de la sabiduría, y nubes de oscuras relaciones semánticas nublaban el cielo. Todos recuerdan, y más que nadie
los de Referencias, cómo se perturbaba
el espíritu de los usuarios cuando nada obtenían de aquellos mundos hostiles y desordenados, y cuánto el de ellos mismos
cuando vacilaban, perdidos, entre asociaciones y términos.
Era el caos hasta que llegó él. Eso era en el principio de su trabajo. Se
sentó a estudiar el catálogo en línea esa primera mañana, y la jefa lo vio
observar el caos. El caos también se
notó observado y se detuvo, dejó de transcurrir, cesaron las palabras. Así les
recuerda la jefa a los demás, cuando él no está, con un ademán de
aplacamiento de las manos. Se hizo silencio, cuenta, y recién entonces advertimos
el parloteo de todas las incontables
palabras de los sistemas que usábamos, el alboroto, la confusión, el universo
desorganizado.
En unos días presentó un plan de trabajo. Una
propuesta clara, que elegía una manera de nombrar y la fundamentaba. Una construcción que él podría
hacer, un tesauro, unas palabras y no otras, ciertas
relaciones, ciertos significados. El catálogo, detenido bajo su mirada, aguardaba expectante.
Así fue que durante un largo tiempo muchas palabras fueron segadas, eliminados sin compasión los errores,
suprimidas sin ninguna vacilación las duplicaciones, y su
verbo restallaba sobre las palabras, y el catálogo se doblegaba. Él hizo surgir
nuevas denominaciones, correr nuevos ríos semánticos, brotar verdes significados. Aclaró lo confuso, cada nombre se posó como
un pétalo sobre cada cosa, y lo ambiguo fue
desambiguado.
Cuando todo fue re-nombrado se hizo luz, y como un mundo recién creado el catálogo se
ofreció generoso a quien lo solicitara. Los referencistas descreían, admirados,
de los buenos resultados que se obtenían
en las búsquedas y se extrañaban de encontrar obras que nunca
habían visto en el fondo bibliográfico. Los usuarios sonreían felices con sus
hallazgos, como si recién encontraran tesoros que habían estado a la
vista de todos, y se complacían con tanta abundancia y prometían volver otro
día para proseguir con las ricas cosechas que les llenaban de materiales las
manos.
Eso fue hace mucho, ahora todos están acostumbrados a esos mundos
ordenados y prolíficos, como si siempre hubieran sido así. Ha pasado el tiempo, otros jóvenes clasificadores y catalogadores
se han incorporado a la biblioteca. El
universo se expande, comenta él con una sonrisa cuando recibe al recién
llegado, como si todo siguiera
simplemente su curso y no fuera él quien lo hubiera alumbrado. Y junto a él lo
lleva por esos caminos que fue marcando,
senderos en donde cualquiera se perdería si no fuera por su agudo discernimiento, enseñándole las curvas y los atajos de los
sistemas, los nombres ocultos y enlazados,
las denominaciones por él establecidas.
Todos quedan
maravillados. Quedan maravillados de una vez para siempre del orden asociativo
y del orden jerárquico, de la cristalina limpieza de las definiciones, de la
precisión de las notas de alcance, del
acierto en la selección de términos, de la
ajustada correspondencia que hay entre el mundo y la palabra en ese catálogo.
Pero ha habido algunos recién llegados que se
han rebelado. Se han rebelado por puro espíritu de rebelión, solo porque no quisieron aceptar los nombres como ya dados. Desconfiaron
de los que él determinó, los cuestionaron, y ansiaron confrontar tesauros y compararon el suyo con otros catálogos. Y desearon inventar, lo más grave de todo. Contra
ésos, es terrible. Contra quien desafía sus denominaciones, contra quien osa
designar de otra manera, contra quien se atreve a dudar de su sistema, se alza
fatal. Los desafiantes no pudieron
sostenerse: una se ocupa ahora como recepcionista y otro terminó en maestranza.
Y desde entonces, desde hace mucho, llega cada mañana alto, flexible y elegante, vestido de saco oscuro en contraste con sus camisas claras. Tiene el pelo entrecano y los ojos
acerados. Es difícil determinar la edad
que tiene porque su piel y su andar
desmienten al pelo, al tiempo que lleva en la biblioteca y a su enorme saber,
que en él parece acumulado.
Y como parece que estaba antes que todos, porque
ahora no hay nadie en la biblioteca que haya presenciado su llegada, se
intrigan por la edad que tendría. Cuando
se la preguntan a la jefa (nadie se lo
preguntaría a él mismo), la jefa sonríe
y no contesta. Algunos dicen que no contesta para que no calculen la edad de
ella, que sí estaba aquella primera mañana. Pero cuando le preguntan a las
chicas de la administración, que tienen
los datos de cada uno en los legajos, ellas toman a broma la pregunta, como si conocer
su edad fuera inconcebible o estuviera
prohibido, y responden riéndose, pero un
poco en serio:
- Es eterno - con un brillo evasivo en la mirada.
lunes
Laferrere: una crónica después de la inundación
Domingo a la mañana. Vamos en tres autos desde Capital a Laferrere, en el partido de La Matanza, al merendero "Darío Santillán". Allí se gastará el día en dar los socorros posibles a los vecinos que sufrieron la inundación. La inundación del 1º de abril es sólo un pico en su estado de siempre: siempre están inundados, de barro, de frío, de calor, de alimañas, o siempre están carecientes, de abrigo, de salud, de ambiente, de trabajo, de casas, de horizontes.
Para los porteños del centro es necesario llegar con guía a estos barrios. El Jesús de Laferrere, el de Capusoto, no se hace ver para guiarnos ni ha dejado ninguna señal, y así llegamos a una esquina que se vuelve intransitable. Al rodear la manzana encontramos un punto de partida de los caballos cartoneros: una media docena de ellos descansan al sol antes de salir a trabajar. Es una cuadra donde la tierra ha quedado pelada y los animales, flacos, de pobre pelaje, raspan la tierra en busca de algún recuerdo de pasto. En el hueco de una rueda a modo de comedero, el dueño de un alazán le ha dejado pasto cortado de otro lado. Por aquí tampoco es posible pasar, y retomamos el camino anterior. Parece que una guerra pasó por las calles: no las hay rectas, todas tienen pozos o barro, y montículos de piedras, o de tierra que quedó removida, las corta en cualquier punto. El asfalto es un anhelo que vaya a saber si aún se recuerda. Más atrás, nos indica el guía, está el río que creció y tiró su zarpazo sobre el barrio.
Cuando llegamos al merendero la actividad de este domingo ya está iniciada. Un compañero nos señala la marca de la inundación en las paredes, más o menos a un metro del suelo. En dos habitaciones hay agua todavía, y uno de los trabajos de la jornada será hacer los contrapisos. Hay una cola ya instalada de mujeres que llegan a pedir ayuda, y la organización dispone los turnos. Adentro del merendero, vecinas del "Darío Santillán" separan de entre las pilas de donaciones ropa para niños, mujeres u hombres, y también calzado. El calzado se busca como un tesoro. Son zapatos o zapatillas que valen oro, aún después de haber sido usados y desechados. Los separamos por número, y atendemos los pedidos que llegan uno detrás de otro. Se acaban demasiado rápido los números más usuales.
Se clasifican y cuentan los colchones que han llegado, y se preparan bolsas de alimentos. Se entrega lavandina y agua en botellas. Se monta un consultorio de salud colgando cortinas y mantas de unas sogas. Adentro, una doctora atiende a quien lo solicite. Hay zarpullidos, panzas hinchadas, dolores de articulaciones, palpitaciones...
Una vecina me cuenta cómo llegó el agua a su casa. Vive sola, dice, y esa noche le avisaron: "el agua está acá nomás": ¡Qué miedo tuvo! Se quedó sentada toda la noche en el patio de su casa, sin pegar el ojo, con una vela a mano, esperando, y sin tener adónde ir. Así me cuenta, mientras alcanza los talles de ropa que van pidiendo. Alguien encuentra entre las donaciones unos diez paquetes de velas. Son un hallazgo que se guarda para "los del fondo". Los del fondo, comentan, están peor: aún tienen agua en las casas y siguen sin luz. La pobreza puede descender otros escalón allá en el fondo.
Se ha montado también una radio abierta. Da micrófono para que hable quien quiera y cuente lo suyo, y repasa: "tenemos derecho a que el barrio no se inunde, a que las calles sean transitables, a que el agua sea potable, a vivir sin basura...". Después pone música.
Al caer la tarde la cola no ha decrecido ni un momento. Los más chiquitos aguantan la espera jugando a tirar piedritas a los charcos, a correr, o a correr a algún perro. Los contrapisos se han elevado. Pasaron incontables remeras y pantalones y queda muy poca lavandina. Las mujeres que han trabajado toda la jornada seleccionando ropa se acercan adonde está el calzado y buscan algo para ellas o para la familia. Hacen bromas sobre los zapatos de tacos altos y se ríen de sí mismas porque les gustaría "así" o "asá", como si desear ciertos zapatos fuera un imposible que causa gracia. Algunas encuentran un par que les vaya, otras no.
Más tarde, cuando ya es hora de volvernos, se advierte que la misma jornada podría repetirse mañana. Las necesidades serían las mismas, sólo que tal vez el agua haya dejado en paz a los del fondo. Y que alguno de los chicos de la cuadra que hoy caminaba con ojotas mañana camine con las zapatillas usadas que
número más, número menos, fue posible que le encontraran.
Para los porteños del centro es necesario llegar con guía a estos barrios. El Jesús de Laferrere, el de Capusoto, no se hace ver para guiarnos ni ha dejado ninguna señal, y así llegamos a una esquina que se vuelve intransitable. Al rodear la manzana encontramos un punto de partida de los caballos cartoneros: una media docena de ellos descansan al sol antes de salir a trabajar. Es una cuadra donde la tierra ha quedado pelada y los animales, flacos, de pobre pelaje, raspan la tierra en busca de algún recuerdo de pasto. En el hueco de una rueda a modo de comedero, el dueño de un alazán le ha dejado pasto cortado de otro lado. Por aquí tampoco es posible pasar, y retomamos el camino anterior. Parece que una guerra pasó por las calles: no las hay rectas, todas tienen pozos o barro, y montículos de piedras, o de tierra que quedó removida, las corta en cualquier punto. El asfalto es un anhelo que vaya a saber si aún se recuerda. Más atrás, nos indica el guía, está el río que creció y tiró su zarpazo sobre el barrio.
Cuando llegamos al merendero la actividad de este domingo ya está iniciada. Un compañero nos señala la marca de la inundación en las paredes, más o menos a un metro del suelo. En dos habitaciones hay agua todavía, y uno de los trabajos de la jornada será hacer los contrapisos. Hay una cola ya instalada de mujeres que llegan a pedir ayuda, y la organización dispone los turnos. Adentro del merendero, vecinas del "Darío Santillán" separan de entre las pilas de donaciones ropa para niños, mujeres u hombres, y también calzado. El calzado se busca como un tesoro. Son zapatos o zapatillas que valen oro, aún después de haber sido usados y desechados. Los separamos por número, y atendemos los pedidos que llegan uno detrás de otro. Se acaban demasiado rápido los números más usuales.
Se clasifican y cuentan los colchones que han llegado, y se preparan bolsas de alimentos. Se entrega lavandina y agua en botellas. Se monta un consultorio de salud colgando cortinas y mantas de unas sogas. Adentro, una doctora atiende a quien lo solicite. Hay zarpullidos, panzas hinchadas, dolores de articulaciones, palpitaciones...
Una vecina me cuenta cómo llegó el agua a su casa. Vive sola, dice, y esa noche le avisaron: "el agua está acá nomás": ¡Qué miedo tuvo! Se quedó sentada toda la noche en el patio de su casa, sin pegar el ojo, con una vela a mano, esperando, y sin tener adónde ir. Así me cuenta, mientras alcanza los talles de ropa que van pidiendo. Alguien encuentra entre las donaciones unos diez paquetes de velas. Son un hallazgo que se guarda para "los del fondo". Los del fondo, comentan, están peor: aún tienen agua en las casas y siguen sin luz. La pobreza puede descender otros escalón allá en el fondo.
Se ha montado también una radio abierta. Da micrófono para que hable quien quiera y cuente lo suyo, y repasa: "tenemos derecho a que el barrio no se inunde, a que las calles sean transitables, a que el agua sea potable, a vivir sin basura...". Después pone música.
Al caer la tarde la cola no ha decrecido ni un momento. Los más chiquitos aguantan la espera jugando a tirar piedritas a los charcos, a correr, o a correr a algún perro. Los contrapisos se han elevado. Pasaron incontables remeras y pantalones y queda muy poca lavandina. Las mujeres que han trabajado toda la jornada seleccionando ropa se acercan adonde está el calzado y buscan algo para ellas o para la familia. Hacen bromas sobre los zapatos de tacos altos y se ríen de sí mismas porque les gustaría "así" o "asá", como si desear ciertos zapatos fuera un imposible que causa gracia. Algunas encuentran un par que les vaya, otras no.
Más tarde, cuando ya es hora de volvernos, se advierte que la misma jornada podría repetirse mañana. Las necesidades serían las mismas, sólo que tal vez el agua haya dejado en paz a los del fondo. Y que alguno de los chicos de la cuadra que hoy caminaba con ojotas mañana camine con las zapatillas usadas que
jueves
Otra inundación...
En el día de hoy, tres después de las terribles inundaciones en la ciudad de Buenos Aires y en La Plata, cuando restañamos las heridas de las inundaciones como podemos: donando, trabajando, recolectando, dando a conocer y sufriendo, y cuando los dichosos que no perdimos a nadie ni a nada, ni siquiera a un almohadón, podemos preguntar a los demás, con la seguridad de los pies secos: "¿tuviste problemas con el agua?", para escuchar a veces "sí", a veces "no", y recordando que a fines de este mes se cumple el 10º aniversario de la inundación de la ciudad de Santa Fe, y que otras inundaciones se han multiplicado recientemente, como la de Tartagal en 2009, por nombrar la segunda que viene a la memoria, no deberíamos dejar de lado nunca, pero nunca jamás, las razones por las cuales se multiplican estos desastres: especulación inmobiliaria desatada, con acuerdo gubernamental, que construye a mansalva en las ciudades; desidia gubernamental, que no contempla la más mínima atención de la infraestructura ni atiende a su desarrollo de acuerdo al crecimiento urbano; colapso de la infraestructura por insuficiencia absoluta, y en el campo, agronegocio a matar, para que así, con los elementos ordenados en la cabeza, podamos imaginar una larga hilera de los muertos y de los sobrevivientes de esta vida precarizada, de los que después del desastre apenas imploran al cielo "que deje de llover", una vida de tan bajo precio que se convierte en un Gran Barata, y que nos manda a morir en un tren fuera de normas o bajo una lluvia fuerte, para que nos sea posible sostenernos en pie en medio de la crecida y, sin rendirnos, soñar que es posible recuperar este sueño perdido en las sudestadas y las inundaciones y despertarlo revolución
"Otra sudestada" (fragmento) - Bersuit Vergabarat
Y yo te ofrendo esta bronca
pa´ que la lleves al mar,
pa´ que no lloren los míos,
rodillas en la ciudad.
Y yo te pido esa fuerza,
toda tu cruel decisión,
pa´ que este sueño perdido
despierte revolución.
Y yo te ofrendo esta bronca
pa´ que la lleves al mar,
pa´ que no lloren los míos,
rendidos en la ciudad.
Otra sudestada...
http://www.youtube.com/watch?v=sfHBwzaLWJk
"Otra sudestada" (fragmento) - Bersuit Vergabarat
Y yo te ofrendo esta bronca
pa´ que la lleves al mar,
pa´ que no lloren los míos,
rodillas en la ciudad.
Y yo te pido esa fuerza,
toda tu cruel decisión,
pa´ que este sueño perdido
despierte revolución.
Y yo te ofrendo esta bronca
pa´ que la lleves al mar,
pa´ que no lloren los míos,
rendidos en la ciudad.
Otra sudestada...
http://www.youtube.com/watch?v=sfHBwzaLWJk
sábado
24 de Marzo: memoria de bibliotecarios
En memoria de los bibliotecarios y trabajadores de bibliotecas desaparecidos, y para concretar aquellos anhelos en el día de hoy, ver la entrevista a Silvia Fois, integrante de la comisión de homenaje
Entrevista a Silvia Fois
viernes
Pecanes
Por ese eco de canes pecosos, o algo así, se me formó la figura de algún animal que aún pudiera andar por el Tigre: un pariente del yaguareté, alguna bella bestia de cuatro patas con pelos y manchas (pecas) sobre el lomo. Sigilosa, de tonos marrones, espiando entre la vegetación de las islas. ¿A ustedes no?
Y luego sobre el eco de "pecanes" se me montaron los secantes, por eso de una remota homoninia en espejo, vieron...Recordé unos secantes rectangulares, de color blanco, que usaba cuando estaba en la primaria y el uso inexperto de la lapicera con cartucho de tinta dejaba un reguero de manchones sobre las hojas Rivadavia. Era imprescindible usar pecanes para salvarlos.
Al fin, ni secantes ni pecas ni canes ni tucanes acallaron el eco y busqué en Google (por supuesto). Resulta que "pecán" es una variedad de nueces. O sea, los pecanes son unos nogales y también sus frutos.
Listo. Se satisifizo la curiosidad y se abrieron las ganas de probarlas. ¿Ustedes no?
lunes
¡Tuiteros del mundo, uníos!
En el trabajo "Nuevas formas de significación en red: el uso de las #etiquetas en el movimiento 15M", de la lingüista Laura Menna, se analizan los tuits en sentido semiológico y político, y se describen los usos de los hashtags en la lucha y organización del movimiento de los indignados en España.
http://elies.rediris.es/elies34/Tesina_L-Menna.pdf
http://elies.rediris.es/elies34/Tesina_L-Menna.pdf