miércoles
lunes
Dudas
La mujer da vuelta la esquina, y casi lo pisa: hay un cuerpo en
el suelo. El cuerpo de un hombre, que está cruzado en la vereda. Está de
costado, como si buscara la mejor posición para dormir, con la cabeza apoyada sobre la vereda, en una torsión
difícil para el cuello y la cabeza, que
no tiene ningún apoyo. Una mano entre las
piernas encogidas y la otra cubriéndose la cara, o los ojos, como si la
luz le
molestara. Es un hombre joven, sucio, con la ropa
vieja y mugrosa de un color
ahumado. La piel también es de color mugroso, ahumado.
La mujer, que
venía distraída, se sobresalta y se
detiene. ¿Este hombre estará bien? Debe estar
bien, se responde en el acto, es un sin techo, duerme en la calle…Pero
qué manera tan estruendosa de dormir, interpelando a todos. Otro vecino, vagamente conocido, pasa junto a ella y también se detiene un
momento. La mujer busca opinión o apoyo,
aunque no sabe para qué.
-¿Qué hacemos? – pregunta al vecino, en
una interpelación que demanda o
involucra en plural.
-Debe estar
borracho o drogado – sentencia el vecino categóricamente, y sin
más da media vuelta y sigue su
camino porque a él no le compete esa demanda, y ese plural no lo involucra.
A la mujer la actitud del vecino la enoja,
por indiferente, y la enoja porque
ella no puede alejarse así nomás, y eso le produce más enojo. Un tirón del corazón le
dice que averigüe, que se acerque al hombre dormido o caído, que
vea si está bien, si solo duerme la
mona o está descompuesto. Pero enseguida
desconfía y teme. Si se acercara,
si averiguara, ¿de qué cosas podría enterarse? ¿Qué abismos de miserias
y abandonos se abrirían ante ella? ¿Qué le demandarían? ¿De qué tendría que
hacerse cargo? Y si estuviera descompuesto, se vería en la obligación de llamar
una ambulancia, ¡con lo que tardan en llegar!, y después tendría que atender un interrogatorio, y esperar y esperar… ¿Cuánto tiempo? ¿Una
hora, una hora y media? ¿Dos? ¿Más?
La mujer se dice
que no, que hoy llegaba muerta de cansancio, que no tiene ganas de esperar una
ambulancia y vaya a saber qué más (trámites, denuncias), si es que se acercara
al hombre caído en el suelo, si se inclinara sobre él, y si al llamarlo, al
sacudirlo, el hombre caído no respondiera. ¿Respira? Sí, respirar, respira. Y respira plácidamente, como si estuviera en
lo más profundo del sueño, tan desentendido de lo que ocurre a su alrededor.
Debe estar
durmiendo la mona, nomás. O pasado de rosca. La mujer se convence. Tan sucio y
zaparrastroso, pobre tipo que duerme en donde puede. Así que da la vuelta,
ella, como antes el vecino, y se va.
Además, da la vuelta con urgencia para dejar de ver la mano ésa con que el
hombre se cubre el rostro, o los ojos. A la mujer se le figura
que podría estar llorando…
No, mejor se va.
Su departamento
está a mitad de cuadra. Camina, camina,
camina, rapidito, encuentra la llave en la cartera, abre la puerta del edificio
y detrás suyo la puerta se cierra,
¡plap! Después abre la puerta de su
departamento y ¡plap!, la cierra detrás
con un portazo.
Plap. El hombre caído quedó atrás, abajo.
Se quita los
zapatos de tacos altos y se queda
descalza. Prende el televisor, siente
hambre. ¿Qué hay para
comer? Recién ve un
mensaje: él no viene, hoy cena
sola. Mejor, tenía ganas de hacer nada.
Se ubica frente
al televisor con un sándwich enorme, tanto que verlo le da risa. Le da risa, y en seguida se acuerda del
hombre, abajo. Iba a dar una soberbia mordida, pero…no puede morder.
El hombre caído, abajo, ¿no se habrá
desmayado de hambre?
No, se dice, tan flaco no estaba.
Pero, ¿y si lo despierta y le lleva un
sándwich?
No, se dice,
tendría que despertarlo y no sé con qué se aparecería si lo despierto…Además, ¿y si estuviera
llorando nomás? ¿Qué hago, lo consuelo? ¿Me siento al lado y lo escucho, y me hago
cargo? ¿Y cómo hago si le falta todo desde que nació? ¿Y si tuviera que
quedarme con él toda la santa noche?
No, no quiero.
La mujer se
dispone a comer. Se ordena comer. Así que
da un gran mordisco a su sándwich.
Pero muerde y siente que se le
desapareció el hambre rico y animal que traía. Ahora resulta que se fuerza a
comer.
- Vos siempre la misma -
se reta.
Cambia de canal. Pasa a otro,
y a otro, y a otro…Nada, no puede
olvidarse del hombre abajo.
¿Y si el hombre,
abajo, estuviera descompuesto? Pero descompuesto de verdad, algo del corazón,
por ejemplo. No, no sería del corazón,
con esa postura de costado que tenía, acomodado para dormir mejor, no
desmayado. Dormir donde lo agarre el sueño, la curda o lo que sea.
La mujer toma
otro bocado, y cambia de canal otra vez. Y se dice, sin hacer ninguna promesa, que en cuanto termine de comer bajará a ver qué es del
hombre ése. Tal vez se despertó y se fue, tal vez lo despertó la cana a
patadas… No, eso no, no quiere pensar eso.
¿Pero podría ser, no? No, bueno, no puede hacerse cargo de la brutalidad
policial también. Al fin, resulta que siempre está haciéndose cargo de todo.
Pasa una mosca volando y se hace cargo.
La mujer siente
que tiene un gran bocado inmóvil en la boca,
que no está masticando. Se está acordando del vecino que dijo “debe estar borracho o drogado”, y que
dio media vuelta y siguió su camino. ¿Cómo hay que hacer para ser tan
indiferente? La mujer moviliza al bocado, mastica lentamente, sin ningún gusto.
¿Baja? ¿No baja?
La mujer sube el volumen de la televisión.
Bueno, ¿qué hace?
¿Y por qué le
parece que debería hacer algo? ¿Y por qué
debería hacerse cargo del hombre caído? ¿Se hace cargo el vecino ése,
eh? ¿Cuántos pasaron al lado del hombre y siguieron de largo? A ver, que
levanten la mano. ¿O estarán dándole vueltas al asunto, culpándose por
egoístas, como ella?
La mujer encuentra que echarse culpas es
una porquería. Vuelve a retarse.
La mujer piensa
que tal vez, si bajara ahora, el hombre ya no estaría. Desea con todo su corazón que el hombre caído
no estuviera más, se hubiera ido, lo hubieran llevado, cualquier cosa… pero que
no estuviera más…Que pudiera decir “subí
a comer algo y cuando bajé ya no estaba”.
Va a bajar, para ver que no esté. Va a
bajar para ver que no esté.
Pero, ¿y si está?
De la bronca que
siente deja de comer, la mitad del sándwich enorme descansa en la
bandeja. Seguro que el hombre se comería esa mitad con tantas ganas si alguien se lo ofreciera…
- ¡Basta! -
se grita.
Empareja con un
cuchillo la mitad del sándwich enorme y lo envuelve en
una servilleta, y encadenando un movimiento detrás de otro para no arrepentirse, se calza, deja
el televisor prendido, abre la puerta del departamento,
baja por la escalera para no permitirse ni un segundo de espera del ascensor,
abre la puerta del edificio, y sale a la vereda.
Mira con los ojos grandes, siente los ojos grandes en
las órbitas.
Mira: el hombre
caído ya no está.
Ya no está. No
hay nada de él, ni un trapo olvidado, ni
un tetra, ni una mancha, nada…Parece que no hubiera habido nadie ahí,
nadie dormido en un sueño escandaloso
que se cruzaba imperativamente sobre los
demás. La esquina está vacía de su estruendo.
La mujer
mira a los lados, mira las calles, a ver si lo descubre. Pero
no, no está a la vista. Pasan a su lado unos chicos, una señora que también conoce vagamente y que la
saluda, y un repartidor de pizza, cada
uno en su universo. Ninguno parece haber sabido.
La mujer se
dice, sin alegría y con alivio, que se le cumplió el deseo. Siente vergüenza
de haber deseado esto mismo. Siente el sándwich inútil en la mano. Y mientras
vuelve paso a paso a su casa ya siente lo que la acompañará mañana todo el
día: una cosa chiquita que le hará preguntas,
pero en un tono bajo que no le va a impedir hacer nada, algo como una molestia, algo menos que una distracción,
apenas si un toque de atención cada vez
que de vuelta la esquina de su casa.
jueves
Elogio de los chinos de la esquina
En la esquina de mi casa hay un
autoservicio chino. Es pequeño, apenas
un poco más grande que un almacén de barrio, y está atiborrado de
mercadería. Los dueños son Wang y
Ling, con sus hijos.
A Wang, muy amigable y simpático, los vecinos lo rebautizaron Juan. No bien llegó Wang se hizo hincha de Boca, y
parece que le gustó porque
sigue al equipo y a los clásicos
como bostero nativo: se pone la camiseta
y enciende el televisor con pasión, y arrastra al hijo adolescente a las
delicias del fútbol nacional. También lo he visto
enseñando en la vereda algunos rudimentos de artes marciales a los
chicos de la cuadra. Los chicos lo seguían con atención reverencial,
seguramente porque es chino. Wang habla muy mal el castellano. A pesar de que
lleva años en Buenos Aires parece que
hubiera llegado ayer.
Mucho mejor que él lo habla
Ling. Ling no sabe de recreos y es trabajadora más allá
de la extenuación. Nunca se la encuentra
descansando, o leyendo los diarios chinos gordos como libros, o mirando televisión. Si no está
atendiendo clientes está controlando
entregas de mercadería, discutiendo con los proveedores, o llenando las
heladeras de botellas o los estantes de latas, tratando de hacer un improbable nuevo espacio entre lo ya
ubicado. Viéndolos a los dos se advierte que
Ling es la que conduce y baja a tierra a la familia, y Wang es quien, de
cuando en cuando, la hace volar.
En este planeta chino imbuido de horror al vacío los clientes solemos
pasar saltando sobre las cajas aún sin abrir, y sobre
los bolsones de rollos de papel y los packs de gaseosas recién descargados,
para llegar al estante de productos de limpieza o a las sopas en sobre. Entre
todo lo que entorpece el paso puede
encontrarse a la hija, marcando precios en
los productos, o al hijo, absorto con la película que sigue en su i-pod mientras atiende la caja.
En verano, un par de ventiladores trabaja obstinada e inútilmente para refrescar el
lugar. A la tarde, el sol se descarga furioso
contra esta esquina. He entrado en esas horas de la siesta que
sólo en una ciudad impiadosa como Buenos
Aires no se respeta, y he encontrado, como quien descubre un secreto, a Ling,
silenciosa y recogida, con la vista
perdida más allá de las galletitas y el agua mineral. ¿Qué estará pensando?, he pensado con ganas de preguntárselo,
imaginándome que extrañará a su familia, su idioma y su ciudad.
En otras tardes perdidas de domingos ella y Wang me han
contado muy trabajosamente partes de sus historias. Me las han contado
frase por frase y palabra por palabra, tan mal pronunciadas que
no me permitían ni adivinarlas, y se
volvían cómicas en los silencios que hacíamos para descansar del mutuo esfuerzo
traductor. Sin embargo,
no se me escapaba la dolorosa
ruptura que impregnaba su relato ni las enormes tareas asumidas para dejar su tierra e instalarse aquí. Y después ganarse el reconocimiento que los autoriza a ser guardas
de llaves de los vecinos,
entregadores de avisos, vigiladores de las compras de los niños y
colaboradores de ollas populares en 2002, cuando el desastre no dejaba ni
comer.
Yo tengo presente el autoservicio de la esquina
como el lugar al cual recurrir para comprar algo de ultimísima hora tanto como
al enigma que oculta no por intención, sino por portación de lejanía. Una vez Wang y Ling me señalaron el pequeño altar al que ofrendaban y oraban a sus antepasados,
semi oculto detrás de shampúes y desodorantes. Y
encendido en el suelo, el incienso con el que agradecían a la tierra que los había recibido.
Y luego de abrir unos momentos
esas ventanas por las que me dejaron verlos, todo volvió a trabajar en este
pequeño universo chino: Ling, Wang, los hijos, los ventiladores, las heladeras, y el
monitor desconfiado que nos observa en los dos únicos pasillos posibles.
Chanchos volando
Eran trece, los conté. De lejos, me parecieron demasiado
grandes para ser pájaros. Y además, no
se les notaba ningún movimiento de
alas. Después, como eran redondos, pensé en algún experimento con pequeños
objetos dirigidos, como globos para estudiar la atmósfera, o algo así. Pero igual me parecía raro que vinieran
en formación de aves, dibujando un triángulo. Y ya de más cerca descubrí que
los globos tenían patitas, y que las movían delicadamente en el aire para
trasladarse, como si fueran nadando. Y enseguida les noté el hocico y la cola
de chancho.
Eran chanchos volando, nomás.
Pasaron arriba mío, volando majestuosamente. No iban alto, y vi con claridad sus panzas combadas y que algunos eran chanchos y otras eran chanchas. El vértice del triángulo era chancha.
Sobrevolaron el monte de acacias que está cerca del
camino y después, poco a poco, se perdieron en el cielo del atardecer,
dirigiéndose hacia la puesta del sol. Como
si fueran pájaros.
El Hombre de la Bolsa
Se ven muchos
hombres de la bolsa por las calles, o de las bolsas que llevan los cirujas urbanos colgadas, arrastradas, conservadas en los huecos que la ciudad les abre, apenas, para que se recojan de su intemperie de cemento y letreros luminosos, pero hace tiempo yo conocí al
verdadero Hombre de la Bolsa. Después
de haberlo padecido de niña, con ese temor difuso que me generaba la amenaza de
que ese hombre me cargara en su bolsa y me llevara no sé adónde, y luego, de más grande, de
haber descreído de él, un día
tuve que reconocerlo en toda su identidad. El Hombre de la Bolsa existía.
En realidad,
primero conocí a la Bolsa. Había salido a caminar por
las afueras de mi pueblo cuando encontré
tirada una bolsa de arpillera sucia, arrastrada, abandonada a un costado del
camino. Me despertaron curiosidad las formas que se insinuaban adentro de la
bolsa y le pegué una patada cautelosa para adivinar el contenido.
Algo rechinó, o se
quejó, adentro. Algo con vida, me pareció.
Del susto di un
salto atrás, retrocedí y me escondí detrás de unos árboles. No más hice eso,
apareció el Hombre. Había escuchado el
quejido o chirrido, y parecía enojado. El Hombre miró a un
lado y a otro del camino y yo me apreté contra el árbol para que no me descubriera. Me vino otra vez aquel miedo infantil de que me hallara en falta por
haberle pegado a su bolsa y me cargara con él a un destino incierto, y volví a imaginarme atada y apretada dentro de la bolsa sucia. Era alto y
oscuro, puro huesos, y costaba
imaginar que podía cargar esa bolsa grande y pesada. No pude descubrirle el rostro, que
estaba oculto detrás de un sombrero, de una barba negra y del cabello largo.
El Hombre dejó de
escudriñar el camino, se acercó a la
Bolsa y con un solo
movimiento experto se la cargó a la espalda.
Y lo vi marcharse, con la
Bolsa de formas sugerentes colgada detrás.
Antes de perderse, creí escuchar
de nuevo algún sonido emergente del interior de la arpillera.
sábado
Desayuno
En la puerta del
bar el hombre enarca las cejas negras y frondosas, de mucho carácter, y mira el reloj
corriendo el puño del saco: son las 8 y
25 de la mañana y tiene tiempo hasta las
9, por lo cual decide sentarse a desayunar. Exactamente son las 8 y 26,
precisa, volviendo a correr la manga a su lugar con un movimiento del brazo
como si se lo sacudiera estando mojado.
Todavía desde la
puerta mira las mesas del bar para elegir en cuál sentarse. El bar es chico, de no más de siete u ocho mesas y la barra es una exageración del optimismo para el tamaño del local.
Detrás de ella el dueño despacha cafés
con leche y medialunas, y delante el mozo despliega su habilidad matutina deslizándose entre las mesas como si hubiera mucho más espacio que el
real.
El hombre de las
cejas observa que hay dos mesas vacías:
una está cerca del paso hacia el baño y ya se sabe que ése no es buen lugar: la gente va y viene
todo el tiempo, y si uno es de narices
sensibles puede que sienta efluvios no
agradables. El hombre rechaza esa ubicación. La otra mesa disponible está junto a las
ventanas, mirando a la calle, y ése sí es buen lugar. Pero es la mesa esquinera y en el espacio
reducido en que la han situado apenas puede retirarse la silla y sentarse. El hombre de
las cejas, que es corpulento, calcula si podrá sentarse más o menos
cómodo. Vacila, mira las mesas ocupadas para ver si algunos desayunantes están por terminar, pero no…No
hay ninguno a punto de irse. Alguien
deja un lugar libre en la barra, pero al hombre no le agrada sentarse a
la barra. En fin, se sienta a la mesa
de la esquina.
El hombre de las cejas frondosas se queda en
pie unos momentos más para quitarse el abrigo, ya frente a la mesa
seleccionada. Lo hace despaciosamente y con premeditación, para que se observe que siendo
tan alto y corpulento debe ubicarse en
tan exiguo espacio. Corre la silla y, en efecto, choca contra la pared. Corre
la silla de enfrente, y choca contra las patas de la silla del vecino. Se oyen unas disculpas, y finalmente el hombre se
sienta en la primera silla, la de la
pared, levantando los pies para pasarlos entre las patas de la mesa y de la silla.
Ya ubicado, el hombre sobra abundantemente por los cuatro lados del pequeño cuadrado de la
mesa. Sobran codos, sobran hombros, sobran pies y piernas, una de las cuales deja en el pasillo por
imposibilidad de meterla bajo el espacio de la mesa. El hombre mira ahora los objetos sobre ella:
el servilletero, y el recipiente
con sobres de azúcar y edulcorante, y un salero extraño
para la hora, y un palillero. Demasiados objetos para esta superficie. Con un movimiento inapelable para cada uno los retira al borde opuesto a sí mismo, para que quede frente a él más espacio
para la vajilla del desayuno. Luego mira a la barra, buscando
el contacto visual con el mozo
que en ese momento toma una bandeja cargada y gira hacia los clientes. Lo obtiene enseguida, y en
la espera de que llegue a tomarle el pedido
se vuelve hacia las ventanas y se pierde unos minutos mirando el
movimiento de la calle como de río que
pasa, incansable.
El hombre tiene voz altisonante, y aún con el
mozo de espaldas se advierte su orden tajante. El mozo no abre la boca, sólo
escucha y toma mentalmente el pedido.
Hecho lo cual se marcha
hacia la barra, dejando al hombre en la espera.
Mientras espera,
el hombre de las cejas releva centímetro
por centímetro la pequeña mesa. Ahora
calcula que apenas se podrá hacer lugar
sobre ella para todo lo que vendrá: la
taza con su plato, el plato de las medialunas, la bandeja de tostadas, el
platito de mermeladas. Con fastidio
indisimulado cruza una mano sobre la otra, y resopla. Mira hacia la calle para distraerse; luego mira hacia la barra donde trabaja, sin
descanso, la máquina de café; mira al mozo que atiende otro pedido y
calcula el tiempo de espera del suyo.
Mira con ganas de tirar de un manotazo al servilletero, los sobres de
azúcar, el salero a destiempo y el palillero.
Vuelve a mirar la hora, con ese gesto de descubrir el reloj bajo la
manga como si le levantara las faldas a
una mujer, y vuelve a resoplar.
De pronto levanta un brazo y el gesto es tan
imprevisto, o tan imperativo, que al instante el mozo está a su lado. Y luego,
con sus movimientos expertos en espacios reducidos, el mozo
se dirige a una mesa que acaba de
levantarse. En ésa, quedó el diario. Lo
recoge, lo ordena y alinea con unos
golpecitos sobre la mesa, y vuelto a doblar, lo entrega casi como ofrenda al hombre de las cejas
imperiales.
El hombre
agradece. A continuación mete la mano en un bolsillo interior del saco
y en esas honduras, pesca los anteojos. Se los coloca mirando por sobre ellos y despliega el diario
con un movimiento parecido al de recolocar
las mangas en su lugar: el papel suena, obediente, y las hojas se
abren por donde el hombre les dice, sin
resistencia. Cada vez que pasa una
hoja la pobrecita parece expresar una queja, que se oye en el sonido del ángulo agitado con fuerza
por las manotas del hombre que la aprisiona.
De tanto en
tanto el hombre levanta la vista y
vigila el movimiento. Ahora vigila el
servicio que estoy recibiendo yo, con
sus cejas amenazadoras asomando por
sobre el borde del diario. Y lo hace sin disimulo alguno, hasta ha bajado
el diario y mira desde su mesa a la mía,
escuchando el intercambio que
tengo con el mozo acerca del viento de anoche y
la mañana despejada. Está
recordando: ¿yo ya estaba sentada aquí cuando él llego? El mozo, ¿me está atendiendo a mí antes que a él?. No, decide
finalmente, yo ya estaba antes y no hay falta alguna.
Bueno. Vuelve al diario.
Ahora una bandeja humeante se prepara en la barra y las
cejas se le tensan, como se tensan las orejas de los perros ante un sonido
provocador. El hombre vuelve a bajar el diario, escucha la orden declarada al dueño y todo él se pone atento, con las cejas
paradas. El mozo recoge la bandeja, y con
una verónica que le envidiaría un torero gira con la bandeja
en alto en perfecto equilibrio. El mozo
reconoce al instante la expectación del hombre junto a la ventana, pero opaca
la mirada y se presenta ante su mesa con una
expresión en blanco.
Con la bandeja sobre la mano izquierda, como si hubiera
crecido ahí, va tomando con la derecha cada elemento del
desayuno y los deposita en la mesa como a tesoros. Baja la taza y baja las tostadas y medialunas de su
altura. El hombre de las cejas mira
todo en su mesa: en efecto, no queda superficie libre, y él
aún tiene el diario en sus manos y por lo que se ve, leía algo interesante porque no
lo cierra ni lo deja en la mesa de al lado. Sin soltarlo toma un sobre
de azúcar, rasga una punta, y lo derrama sobre la taza fragante. Como ahora no queda lugar para abrir el diario sobre la mesa, lo dobla
y lo sostiene bajo el brazo. Pero como ha comenzado a desayunar, y es más fácil hacerlo utilizando los dos brazos y las dos manos, se halla en una
disyuntiva: si retiene el diario se le
inhabilita el brazo izquierdo, y consecuentemente esa mano, pero si los
habilita debe soltar el diario.
Al final de la
taza, enarca las cejas tal como a su llegada al bar. Las cejas negras son un
interrogante existencial. Mira la hora.
Hay un estremecimiento, un pavor en las hojas temblorosas, cuando el
hombre finalmente dobla el diario
de manera definitiva: nada más es útil en esa cosa después que él lo ha
leído. Lo arroja a la mesa próxima, que ahora está
vacía, y prolongando el mismo movimiento
llama al mozo para que le
cobre. Algún resto humea todavía
en su taza, un leve vapor que se esfuma como fantasma contra la ventana cada vez más
clara por el avance de la mañana.
Lo demás, es una devastación: una punta mínima recuerda la existencia de
una medialuna, un cuchillo manchado, que hubo allí mermelada de durazno. Nada más queda.
El mozo se le
acerca, el hombre paga, saluda. Se pone de pie
entrechocando con los espacios
disponibles, se pone
el abrigo, guarda el vuelto, y
deja sobre la mesa una moneda. Se dirige
hacia la salida y cuando pasa a mi lado
mira el libro que mantengo abierto a modo de parapeto detrás del
cual lo he estado observando.
Y me parece que
hace una levísima sonrisa de
reconocimiento al título.