Vuelvo a casa en una tarde calurosa, agobiante, y cargada con dos bolsos,
uno muy pesado. En Retiro busco un taxi y subo al que está en la cola. Me
siento y enseguida, por el saludo enfático del tachero, advierto el ambiente que habrá en el coche: entusiasta,
enérgico, de conversación. Lo observo: es un hombre de más de sesenta años,
peladísimo, con un cuello de toro y una cabeza muy grande, que viste una remera
de Ramones. Tal cual se percibía empieza
a charlar, primero con una clase práctica de cómo manejar en Buenos Aires llegando
primero a destino, pero sin perder la calma y sin matar a nadie. Me muestra
cómo salir de Retiro sin enredarse en la maraña de colectivos, y cómo seguir por las avenidas colgado detrás
de un colectivo y adelantándose cuando este se acerca a las veredas, en las paradas. Estamos en estas
disquisiciones, que yo atiendo con una curiosa cortesía, cuando me pregunta,
observándome por el espejo:
-¿Usted es creyente?
Sorprendida por el brusco viraje de la conversación le
contesto que no, y en el acto me lanza:
- Lo lamento por usted.
Y a continuación declara que si me molesta no me cuenta nada pero que
si no tengo problema quisiera contarme acerca de las visiones de Jesús que tuvo
alguien conocido de él, todo de un tirón y sin dejarme decir ni pío. El visionario, cuyo nombre no sabe porque en realidad el que lo sabe es un amigo, quien a su vez es allegado del hijo del protagonista, había sufrido un infarto.
Internado de emergencia se lo dio por muerto al mismo tiempo que él salía de
su cuerpo y veía la escena urgente de resucitación que se le practicaba, mientras en espíritu se acercaba a una potente luz clara que emanaba una figura a la
que reconoció como Jesús. Esta fue quien
le dijo que regresara, que no era todavía su hora.
- ¿Le gustó? Le cuento otra – me ofrece antes de que yo pueda expresar ni
un comentario.
Tiene también unos amigos que tienen, a su vez, conocidos en Córdoba, que fueron quienes les contaron de una chica muy joven que se enfermó de cáncer con mal pronóstico,
pero la chica era devota de Ceferino Namuncurá, al que pidió por su salud: en
48 horas el cáncer había remitido hasta el punto de desaparecer, con gran desconcierto de los médicos.
Y sin esperar contestación jura que conoce muchos casos de milagros y regresos de la muerte y promete que me los va
a contar, y ahí nomás empieza con el resto. Yo calculo cuánto falta para llegar
a casa. Tiene una amiga enfermera que le
relató el caso de un chico de unos seis o siete años internado por un accidente
grave que al salir de la terapia intensiva contó a sus padres que había estado
en un túnel muy largo, en donde había visto a una señora luminosa, “con
gorrito”, que lo acunó en sus brazos y
lo cuidó hasta que se repuso, y un nene no podría mentir, ¿no? Sabe también,
por amigos de un cuñado, de un ahogado en
la costa de Mar del Plata y de lo que vio con los ojos abiertos en el fondo del mar hasta que
unas manos etéreas, una fuerza, lo hicieron subir a superficie y le salvaron la
vida. Ahora el hombre se deja llevar por su propio entusiasmo, sin contemplar
el mío, y enlentece la marcha para tener más tiempo de repasar su archivo.
Conoce igualmente, me asegura, a los
allegados de una señora que sufrió una enfermedad terminal pero se repuso por
completo después de experimentar otro desprendimiento astral y la propuesta de
vivir más tiempo, y también, por el
relato de un vecino acerca de un
familiar ya fallecido, sabe de la
experiencia de un descreído que al volver del túnel aquél se curó y cambió su
vida.
- ¿Y? ¿Qué me dice? – me pregunta retóricamente, porque no espera respuesta, y la emprende con
la siguiente anécdota.
Yo le diría, si me dejara hablar, que según lo que cuenta todos vivimos con
nuestros groseros y pesados cuerpos en un mundo de milagros y vidas paralelas
que no vemos, pero también que no conviene que las curas milagrosas y los paseos astrales
sean tan numerosos porque entonces se abaratan, si son tan
frecuentes no resultan milagrosos, parecen de góndola de supermercado. Me pregunto cómo será para Norberto, según
leo su nombre en la ficha de taxista, manejar horas en la ciudad caliente, de asfalto reblandecido, bocinazos, sirenas de ambulancias,
tránsito atascado, repuestos que se rompen y cuentas que pagar, sabiendo que tan al alcance de la vida está
llegar a las puertas de la muerte y regresar sin traspasarlas, ver cómo lo
resucitan a uno mismo, curarse de
enfermedades graves en 48 horas, ahogarse y revivir. Quisiera preguntárselo pero no me da tiempo: llegamos a destino, y mientras busca cómo estacionar no
se toma un respiro y me pide que me demore un momento más para terminar la
anécdota de cierto amigo de la infancia al que reencontró hace poco, y de quien
escuchó la historia de un tío que se perdió en medio de una tormenta de nieve,
allá en Mendoza, y casi muere congelado hasta que recibió un calor inexplicable
que no había en el entorno, y que lo ayudó a ponerse
en pie, andar y sobrevivir.
El sol pega de mi lado, sin contemplación,
y yo también tengo calor. Norberto suda,
la cabeza de toro perlada de gotas, pero más por la energía puesta en su
narrativa que por el solazo. No sé
porqué me lo imagino anhelante pero asustado por su propia muerte, y esperanzado en que al
llegar a sus puertas una figura celestial le diga “volvé, todavía no es tu
hora”. Mientras bajo el bolso pesado le comento, aliviada porque ya lo dejo, que
tiene montones de anécdotas.
- ¡Uhhh! – exclama, con gesto de “son tantas que podría estar horas
contándolas”.
Le creo, y cierro la puerta con un saludo antes de que me proponga seguir oyéndoselas.