Alguna vez leí que a los bibliotecarios no nos interesa leer y escribir sino el contacto con el libro, convertirlo en la abstracción del registro, guardarlo en su estante, sacarlo de allí para entregarlo al lector, buscarlos, manipularlos...(no me miren así, no lo digo yo sino Ariel Bermani en "Leer y escribir").
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo, Bruno desmiente esa aseveración.
Por Alejandro
Abate © 2011
Cuando el Banco reorganizó los horarios de la Biblioteca, Bruno
eligió el de después del mediodía, pensando en que si bien salía un poco tarde,
ganaba ampliamente en tranquilidad. Entraba a las
12.30 y se retiraba a las 20 horas, cuando ya en el Edificio era poca la gente
que quedaba. Por lo tanto, la afluencia de público, después de las 5 de la
tarde era mucho menor. Esta modalidad horaria, había sido establecida, como una
guardia de cobertura, por si alguien del Directorio o la Gerencia General
llamaban para pedir el texto de alguna ley o decreto. De todos modos, desde que
existía Internet y el Infoleg, estas consultas cada vez eran menos frecuentes.
Lo más
normal era que quedaran dos o tres personas en la sala de lectura, que
generalmente venían con su material propio, entonces Bruno se dedicaba a
guardar todos los libros devueltos del día, con mucha tranquilidad, y además, a
esa hora, Gladys, la chica de la limpieza le ayudaba con esa tarea. El único problema
que había con esto último, era que Gladys, siempre se las ingeniaba para
guardar ella los libros que iban en las estanterías de arriba, por lo cual
debía subirse a la escalera, y le pedía a Bruno que le alcanzara los libros,
así, mientras los iba acomodando, tenía la excusa perfecta para estirarse lo
más posible, cosa de que Bruno desde abajo, le viese bien las piernas y el
color de sus bombachas. No es que a Bruno no le gustara hacerlo. El tema es que
tenía muy bien incorporado el concepto que heredaba de su padre que en el más
perfecto romance se entendía con esa frase corta y certera: “donde se come no
se manipula”.
No obstante esto, Bruno acusaba registro de las
bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que
el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara
alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba
directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese
entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose
lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no
pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de
las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y
Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo de la Biblioteca, cercanas a
las ventanas, dado que éstas eran las que más se llenaban de hollín.
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno,
antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y
consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando
cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente
altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la
cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última
hora a pedir algún Código Civil o a consultar la Espasa Calpe.
Los que
habían inaugurado la
Biblioteca, hacía ya más o menos 25 años atrás, por mejor
método clasificatorio, habían ordenado la totalidad de los libros en cuatro
grandes grupos y los fueron numerando ordinalmente. Los cuatro grupos eran:
Literatura y Arte, Historia, Parte General, y Parte Especial. Y un quinto
grupo, era el que ocupaba la parte de legislación y material de referencia, o
sea los diccionarios y las enciclopedias. En realidad, la “Parte General”, era
un gran conglomerado donde se ubicaban todos los libros que eran exclusivamente
de textos de las carreras universitarias: Derecho, Ciencias Económicas,
Humanidades, y materias relacionadas con la Administración Bancaria,
el “Márketing”, la
Arquitectura y el Diseño. Cuando Bruno había ingresado a la Biblioteca con su
flamante título de Bibliotecario, había hecho algunas cuantas gestiones como
para cambiar ese método no muy ortodoxo, pero sus esfuerzos habían chocado
contra las autoridades, las que aducían que era demasiado trabajo armar todo
ese bagaje otra vez. De todos modos, la Biblioteca, funcionaba igual. Con irregularidades
y costumbres no muy profesionales, pero seguía adelante.
Entonces
el horario de la tarde era además para Bruno, un buen motivo como para no
sentirse controlado y donde muchas veces se podía establecer métodos de trabajo
que a Bruno le justificaban ampliamente su título y todos sus conocimientos,
tanto prácticos como teóricos.
Pero lo
que a Bruno más le gustaba eran las inesperadas visitas de algunos usuarios que
a esa hora, sin el apremio de estar en horario de trabajo, hacían consultas más
profundas e inesperadas. Y también estaban los que venían a pedir “literatura”,
área en la cual él era casi un experto. La política de adquisición de material,
por suerte hacía un buen tiempo, era bastante generosa, y de las partidas
presupuestarias, Bruno, que era el que atendía también esa área de la Biblioteca, separaba
una buena cantidad como para comprar a parte de los textos para las carreras
universitarias, libros de Literatura, tanto universal, latinoamericana y
Argentina. Él se ocupaba de la selección de los libros, y también de realizar
el regateo con los distribuidores o directamente en las librerías cercanas al
Banco.
De estos usuarios, había a su vez una pequeña
porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club
de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha
regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que
trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno,
vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un
charter que salía a las 18.30 de la
Catedral, y llegaba a Florencio Varela a cerca de las ocho.
Entonces necesitaba leer para que el viaje no se le hiciera tan largo. Bruno
empezó recomendándole los primeros libros de cuentos de Cortázar. Y la señora
Estela, agradecida. A través de casi más de un año, ya había leído desde
Bestiario hasta Alguien anda por ahí. Recientemente, habían empezado por las
novelas y hace unos días atrás, se había llevado Los Premios, y cuando se la
encontró en el bufete del Banco, la
Señora le había dicho que estaba entusiasmadísima con el
libro. Fantástico, dijo.
También
estaba Jorge Conti, un muchacho que trabajaba en Mantenimiento, que ya había
agotado los libros de Osvaldo Soriano, y entonces andaba buscando algo que lo
reemplace. Cambiando un poco la línea, Bruno empezó prestándole La traición de
Rita Hayworth, de Puig. Todavía no lo había visto como para saber qué le había
parecido. Algunos “lectores”, ya se habían tomado la costumbre de hacerle
comentarios por teléfono y luego con el correr de los años, por correo
electrónico. De a poco se había ido armando un grupeé de gente que hasta muchas
veces intercambiaban comentarios utilizando este servicio, utilizando a Bruno
como intermediario.
Diferenciándose un poco de este grupo, estaba
Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de
las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales.
Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de
Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una
tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de
fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo
volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro
iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la
edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella
aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando
lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro.
Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor
parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso a la Biblioteca, Bruno escuchaba
sus pasos y se empezaba a impacientar. Invariablemente, Julia calzaba unos
zapatos de taco que al caminar hacían ese particular y característico tic-tac
sobre los mosaicos. En invierno o en verano. En una oportunidad Bruno le contó
a Julia, que sus pasos, lo hacía recordar, ¡oh! casualmente a lo relatado en un
cuento, cuyo personaje femenino se llamaba igual que ella: Julia. “Te imaginás
cómo se llamaba el cuento” le comentó Bruno. “No sé”, dijo ella intrigada. “Los
Pasos de Julia” le replicó él. Ella le dijo que era un mentiroso, que lo había
inventado. “En esta biblioteca, no está el libro donde está ese cuento, pero si
lo encuentro en mi casa, te lo traigo”, prometió Bruno.
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que
eran usuarios de la Biblioteca
para los textos universitarios, a parte de los tres volúmenes del tratado de
Derecho Administrativo de Gordillo, se llevaban alguna novela recomendada por
Bruno.
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”,
Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía
más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre
Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros
de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas
Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría
gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.
También
estaban los muchachos que trabajaban en el turno noche en el Centro de Cómputos
de Clearing, y antes de entrar a las 20 horas a sus trabajos, pasaban por la Biblioteca, pedían los
diarios del día, hacían chanzas con los equipos de futbol de uno y otro, y
alguno de ellos, le pedía a Bruno que le recomendara algún libro para leer.
Empezó prestándoles los libros sobre futbol que había editado el Negro
Fontanarrosa, y luego pasó a un ensayo sobre este tema escrito por Eduardo
Galeano. Y así les generó la curiosidad por los libros, a parte de los
suplementos deportivos de los diarios. Curiosidad que a los otros se les fue
contagiando.
El “club de lectores” se fue agrandando con los
años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del
Ulises, le fue prestando paulatinamente: La Montaña Mágica de
Thomas Mann; La
Condición Humana, de Malraux; El Tambor de Hojalata de Gunter
Grass.
Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por
más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura
delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas
veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral
del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y
mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos
de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre
los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que
recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no
hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó
que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas
prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que
llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así
no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista
cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está
lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con
vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz.
Entonces ella se quedó a su lado.
Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de
clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno
le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había
escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante
en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces
Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de
Cortázar.
En la Biblioteca, el tiempo
pasaba bastante rápido. Con los cambios políticos, muchas veces el personal de
Biblioteca fue cambiando y rotándose de acuerdo a los vaivenes del Directorio
de turno. Hasta a Bruno, alguna vez, le tocó varias veces “ir a trabajar a otro
lado”. Pero siempre pudo volver. Hasta hubo un tiempo en que la Biblioteca tenía un
solo empleado: Bruno.
También la Biblioteca sufrió las
crisis que azotaron al país. Mudanzas; disminución de personal; recortes
presupuestarios; retiro de servicios. Hubo años en que lo único que estaba
autorizado comprar, eran los libros que pedían del área de Gerencia General y
de Capacitación. Y la
Literatura, pasó a un segundo, a un tercer plano.
A Bruno
le crecieron canas, y cansancio. Día a día, mes a mes. Año a año. Su no
rutinaria vida de Bibliotecario, en algunos momentos pasó a ser un engranaje
más.
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios
primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días
laborales: lo jubilaban.
Para no
sentir ese momento como una finalización, sino como una etapa más, Bruno tomó
las cosas con la misma calma de siempre y afrontó la situación.
Cuando un lunes empezó la que sería su última
semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo
de los libros, de las estanterías, de los tomos de la Enciclopedia Espasa
Calpe –que tanto lo había ayudado para evacuar las eternas consultas de las
madres de alumnos del secundario-; fue saludando lentamente las colecciones de
los Anales de Legislación Argentina, los que consultó infinitas veces cuando
aún no existía Internet. Les hizo una grotesca reverencia a los carpetones
encuadernados que contenían las “Circulares” del Banco y pensando para sus
adentros: “los jodi”. Y a las 19 y 24 minutos, fue apagando desde atrás las
luces fluorescentes de la Sala
de Lectura, desactivó del panel de llaves eléctricas el disyuntor al que le
habían puesto un letrero que decía: “Líneas de PCs”, dio como siempre un
vistazo general, apagó la luz de la de entrada, salió de la Biblioteca y cerró la
puerta por anteúltima vez. Luego cruzó el hall central del Banco y salió a la
calle.
La
estación Catedral estaba bastante vacía. Cuando se sentó en el primer vagón del
subte y este comenzó su marcha, extrañamente dormitó durante todo el trayecto
hasta la estación anterior a la que debía bajarse. Con el pensamiento en
blanco. Cuando llegó a su casa y abrió la puerta, ni bien entró, vio el libro
Rayuela, que estaba en la mesa del teléfono. Se sacó la campera y mientras la
colgaba en el respaldo de la silla, sintió ese tic-tac inconfundible que desde
el pasillo venía hacia él. Esos amados pasos que ya hacía un tiempo andaban
junto a él. Con él.
Unos
brazos femeninos lo abrazaron por detrás:
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a
la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer.
“¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.