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lunes

Trabajos bibliotecarios: nota en boletín electrónico de ABGRA

En el actual  boletín electrónico de ABGRA  (Asociación de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina)  http://www.abgra.org.ar/, acaba de publicarse una nota mía acerca del trabajo bibliográfico-literario que llevamos a cabo en el Centro de Documentación del Instituto de Investigaciones Gino Germani, de la Universidad de Buenos Aires.

Enlace a la nota:
http://www.abgra.org.ar/newsletter/preview.php?cat=17&num=32&nota=308








miércoles

GENTE RARA Un cuento de bibliotecarios

El 13  de septiembre se celebró el Día del Bibliotecario. En Buenos Aires, en el Instituto de Formación Técnica Superior Nº 13, una institución donde se dicta la carrera de bibliotecología, se organizó un festejo. El festejo incluyó la lectura de dos cuentos,  uno de ellos "Gente rara", que fue dibujado mientras era  leído. ¡Muchas gracias a la dibujante y a los compañeros-colegas del IFTS!



En el mundo hay gente rara…Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con la demás. Mirando desde aquí, desde el mostrador, uno los ve  a todos sentados, leyendo, y mezclados así  no se advierte ninguna diferencia. Hasta que el raro llega, o se levanta de su mesa, y empieza la función.

Hace mucho que  a mí  se me  ocurrió llevar un registro de los raros que vienen aquí. Pero raros en serio, no sólo los de siempre que  piden un  libro, se sientan  y se duermen, apoyando una mejilla sobre él como almohada,  ni  los que comen a bocaditos escondidos el sándwich que tienen sobre la falda. Anoto a mis  raros en un cuaderno y al cuaderno lo guardo en un cajón con llave. Lo guardo bajo llave porque cuando lo dejaba a la vista encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas.  Eran los del turno de la tarde que se reían de mi interés y  decían que yo mismo soy más raro que cualquier raro que pudiera venir.   

A mí  no me importa lo que digan, y a la  pregunta de porqué  los observo y los anoto puedo contestar que por la misma razón que se catalogan las  mariposas y las piedras. Así que yo tengo entre mis mejores especímenes:
Un raro,  muy alto y desgarbado,  que antes de sentarse a una mesa da dos vueltas  enteras a la sala de lectura mirando las paredes. Una de las paredes tiene  una pintura del fundador de la biblioteca y  posters del último congreso. La primera vez que lo vi me pareció normal que se detuviera  a  mirarlos.  Pero después observé que se detenía   también  frente a las otras paredes que no tienen nada, están limpias de cuadros,  fotos o posters. Y ahí me di cuenta que lo que examina no es lo que haya colgado sino las  mismas paredes. Las paredes, propiamente.

Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de negro renegrido,  se pinta los labios de rojo, y usa  polleras de color naranja y violeta, o  rojo y naranja, largas hasta el suelo. Es la que siempre pide libros de historia de la moda. Pero lo raro viene después: se sienta  con su  libro, comienza a leer (o más bien  a observar los dibujos y las fotos), y al minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al rato, repite: abre el  bolso, saca el par de zapatos que  había guardado, se quita los puestos y se cambia. Le conté hasta cuatro cambios en una sola mañana de lectura.

Hay otro  raro, con barbita y  anteojos a lo lennon,  que cada vez que viene, y viene seguido, me pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí “en la mesa que gustes”, con un amplio gesto circular  del brazo para señalar  la cantidad de mesas libres que había en la sala. Y creí que le daba respuesta de una vez para todas.  Pero no. Cada vez vuelve a preguntar dónde puede sentarse y a estas alturas de la insistencia yo pienso que debe ser un interrogante filosófico  mucho más allá de un asiento concreto, tal vez  alguna cuestión interrogable  acerca del descanso humano, al que yo nunca puedo satisfacer  con mi   limitada  respuesta. 

Pero los más raros de todos  son los raros de computadora. Hay una chica que sólo se sienta en la  tercera PC.  Yo  había notado que se quedaba haciendo  tiempo y  merodeaba por el catálogo,  hojeaba distraída los diccionarios  o se concentraba en su celular. Supuse que esperaba a alguien más hasta que me di cuenta que esperaba que se desocupara la PC Nº 3. Cuando la 3 se desocupa, vuela y se instala ella. Y pueden estar todas libres, menos la tercera, y ella no se sienta a ninguna.

Y está Dedos de Papel, que podría  ser primo del Manos de Tijera. Dedos llega, saluda con una  inclinación de cabeza, y se sienta frente a una computadora. Luego abre su portafolios y saca de él un sobre con recortes de papel rectangulares. A continuación, se enrolla un recorte en los dedos índice y mayor de cada mano  y lo dobla sobre la yema, y así digita sobre el teclado con cuatro dedos protegidos y los otros en el aire, evitando rozar las teclas.

A  Dedos le tomé  fotos con  el celular, para dejar constancia.  Los de la  tarde se quedaron asombrados cuando se las mostré y por primera vez dejaron de burlarse de mis registros. Y algo me dice que en cuanto  comente mis casos  por Internet van a aparecer a contar  sobre los raros que ven en su turno,  como si se les hubiera ocurrido  a ellos y fuera su descubrimiento.  Y no me extrañaría que propusieran un concurso de Raros de Biblioteca,  para el cual me adelanto y dejo aquí presentados a mis  mejores candidatos.


Isabel Garin





sábado

Una historia de biblioteca

Alguna vez leí que a los bibliotecarios no nos interesa  leer y escribir sino el contacto con el libro, convertirlo en la abstracción del registro, guardarlo en su estante, sacarlo de allí para entregarlo al lector, buscarlos, manipularlos...(no me miren así, no lo digo yo sino Ariel Bermani en "Leer y escribir"). 
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo,  Bruno desmiente esa aseveración. 




Por Alejandro Abate  © 2011 

Cuando el Banco reorganizó los horarios de la Biblioteca, Bruno eligió el de después del mediodía, pensando en que si bien salía un poco tarde, ganaba ampliamente en tranquilidad. Entraba a las 12.30 y se retiraba a las 20 horas, cuando ya en el Edificio era poca la gente que quedaba. Por lo tanto, la afluencia de público, después de las 5 de la tarde era mucho menor. Esta modalidad horaria, había sido establecida, como una guardia de cobertura, por si alguien del Directorio o la Gerencia General llamaban para pedir el texto de alguna ley o decreto. De todos modos, desde que existía Internet y el Infoleg, estas consultas cada vez eran menos frecuentes. 

Lo más normal era que quedaran dos o tres personas en la sala de lectura, que generalmente venían con su material propio, entonces Bruno se dedicaba a guardar todos los libros devueltos del día, con mucha tranquilidad, y además, a esa hora, Gladys, la chica de la limpieza le ayudaba con esa tarea. El único problema que había con esto último, era que Gladys, siempre se las ingeniaba para guardar ella los libros que iban en las estanterías de arriba, por lo cual debía subirse a la escalera, y le pedía a Bruno que le alcanzara los libros, así, mientras los iba acomodando, tenía la excusa perfecta para estirarse lo más posible, cosa de que Bruno desde abajo, le viese bien las piernas y el color de sus bombachas. No es que a Bruno no le gustara hacerlo. El tema es que tenía muy bien incorporado el concepto que heredaba de su padre que en el más perfecto romance se entendía con esa frase corta y certera: “donde se come no se manipula”.

No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo de la Biblioteca, cercanas a las ventanas, dado que éstas eran las que más se llenaban de hollín.
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultar la Espasa Calpe.

Los que habían inaugurado la Biblioteca, hacía ya más o menos 25 años atrás, por mejor método clasificatorio, habían ordenado la totalidad de los libros en cuatro grandes grupos y los fueron numerando ordinalmente. Los cuatro grupos eran: Literatura y Arte, Historia, Parte General, y Parte Especial. Y un quinto grupo, era el que ocupaba la parte de legislación y material de referencia, o sea los diccionarios y las enciclopedias. En realidad, la “Parte General”, era un gran conglomerado donde se ubicaban todos los libros que eran exclusivamente de textos de las carreras universitarias: Derecho, Ciencias Económicas, Humanidades, y materias relacionadas con la Administración Bancaria, el “Márketing”, la Arquitectura y el Diseño. Cuando Bruno había ingresado a la Biblioteca con su flamante título de Bibliotecario, había hecho algunas cuantas gestiones como para cambiar ese método no muy ortodoxo, pero sus esfuerzos habían chocado contra las autoridades, las que aducían que era demasiado trabajo armar todo ese bagaje otra vez. De todos modos, la Biblioteca, funcionaba igual. Con irregularidades y costumbres no muy profesionales, pero seguía adelante.

Entonces el horario de la tarde era además para Bruno, un buen motivo como para no sentirse controlado y donde muchas veces se podía establecer métodos de trabajo que a Bruno le justificaban ampliamente su título y todos sus conocimientos, tanto prácticos como teóricos.
Pero lo que a Bruno más le gustaba eran las inesperadas visitas de algunos usuarios que a esa hora, sin el apremio de estar en horario de trabajo, hacían consultas más profundas e inesperadas. Y también estaban los que venían a pedir “literatura”, área en la cual él era casi un experto. La política de adquisición de material, por suerte hacía un buen tiempo, era bastante generosa, y de las partidas presupuestarias, Bruno, que era el que atendía también esa área de la Biblioteca, separaba una buena cantidad como para comprar a parte de los textos para las carreras universitarias, libros de Literatura, tanto universal, latinoamericana y Argentina. Él se ocupaba de la selección de los libros, y también de realizar el regateo con los distribuidores o directamente en las librerías cercanas al Banco.

De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las 18.30 de la Catedral, y llegaba a Florencio Varela a cerca de las ocho. Entonces necesitaba leer para que el viaje no se le hiciera tan largo. Bruno empezó recomendándole los primeros libros de cuentos de Cortázar. Y la señora Estela, agradecida. A través de casi más de un año, ya había leído desde Bestiario hasta Alguien anda por ahí. Recientemente, habían empezado por las novelas y hace unos días atrás, se había llevado Los Premios, y cuando se la encontró en el bufete del Banco, la Señora le había dicho que estaba entusiasmadísima con el libro. Fantástico, dijo.

También estaba Jorge Conti, un muchacho que trabajaba en Mantenimiento, que ya había agotado los libros de Osvaldo Soriano, y entonces andaba buscando algo que lo reemplace. Cambiando un poco la línea, Bruno empezó prestándole La traición de Rita Hayworth, de Puig. Todavía no lo había visto como para saber qué le había parecido. Algunos “lectores”, ya se habían tomado la costumbre de hacerle comentarios por teléfono y luego con el correr de los años, por correo electrónico. De a poco se había ido armando un grupeé de gente que hasta muchas veces intercambiaban comentarios utilizando este servicio, utilizando a Bruno como intermediario.

Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro. 

Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso a la Biblioteca, Bruno escuchaba sus pasos y se empezaba a impacientar. Invariablemente, Julia calzaba unos zapatos de taco que al caminar hacían ese particular y característico tic-tac sobre los mosaicos. En invierno o en verano. En una oportunidad Bruno le contó a Julia, que sus pasos, lo hacía recordar, ¡oh! casualmente a lo relatado en un cuento, cuyo personaje femenino se llamaba igual que ella: Julia. “Te imaginás cómo se llamaba el cuento” le comentó Bruno. “No sé”, dijo ella intrigada. “Los Pasos de Julia” le replicó él. Ella le dijo que era un mentiroso, que lo había inventado. “En esta biblioteca, no está el libro donde está ese cuento, pero si lo encuentro en mi casa, te lo traigo”, prometió Bruno. 
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios de la Biblioteca para los textos universitarios, a parte de los tres volúmenes del tratado de Derecho Administrativo de Gordillo, se llevaban alguna novela recomendada por Bruno. 
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.

También estaban los muchachos que trabajaban en el turno noche en el Centro de Cómputos de Clearing, y antes de entrar a las 20 horas a sus trabajos, pasaban por la Biblioteca, pedían los diarios del día, hacían chanzas con los equipos de futbol de uno y otro, y alguno de ellos, le pedía a Bruno que le recomendara algún libro para leer. Empezó prestándoles los libros sobre futbol que había editado el Negro Fontanarrosa, y luego pasó a un ensayo sobre este tema escrito por Eduardo Galeano. Y así les generó la curiosidad por los libros, a parte de los suplementos deportivos de los diarios. Curiosidad que a los otros se les fue contagiando.
 
El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando paulatinamente: La Montaña Mágica de Thomas Mann; La Condición Humana, de Malraux; El Tambor de Hojalata de Gunter Grass.

Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz. Entonces ella se quedó a su lado.

Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.

En la Biblioteca, el tiempo pasaba bastante rápido. Con los cambios políticos, muchas veces el personal de Biblioteca fue cambiando y rotándose de acuerdo a los vaivenes del Directorio de turno. Hasta a Bruno, alguna vez, le tocó varias veces “ir a trabajar a otro lado”. Pero siempre pudo volver. Hasta hubo un tiempo en que la Biblioteca tenía un solo empleado: Bruno.
También la Biblioteca sufrió las crisis que azotaron al país. Mudanzas; disminución de personal; recortes presupuestarios; retiro de servicios. Hubo años en que lo único que estaba autorizado comprar, eran los libros que pedían del área de Gerencia General y de Capacitación. Y la Literatura, pasó a un segundo, a un tercer plano.

A Bruno le crecieron canas, y cansancio. Día a día, mes a mes. Año a año. Su no rutinaria vida de Bibliotecario, en algunos momentos pasó a ser un engranaje más. 
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días laborales: lo jubilaban.
Para no sentir ese momento como una finalización, sino como una etapa más, Bruno tomó las cosas con la misma calma de siempre y afrontó la situación. 
Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos de la Enciclopedia Espasa Calpe –que tanto lo había ayudado para evacuar las eternas consultas de las madres de alumnos del secundario-; fue saludando lentamente las colecciones de los Anales de Legislación Argentina, los que consultó infinitas veces cuando aún no existía Internet. Les hizo una grotesca reverencia a los carpetones encuadernados que contenían las “Circulares” del Banco y pensando para sus adentros: “los jodi”. Y a las 19 y 24 minutos, fue apagando desde atrás las luces fluorescentes de la Sala de Lectura, desactivó del panel de llaves eléctricas el disyuntor al que le habían puesto un letrero que decía: “Líneas de PCs”, dio como siempre un vistazo general, apagó la luz de la de entrada, salió de la Biblioteca y cerró la puerta por anteúltima vez. Luego cruzó el hall central del Banco y salió a la calle.

La estación Catedral estaba bastante vacía. Cuando se sentó en el primer vagón del subte y este comenzó su marcha, extrañamente dormitó durante todo el trayecto hasta la estación anterior a la que debía bajarse. Con el pensamiento en blanco. Cuando llegó a su casa y abrió la puerta, ni bien entró, vio el libro Rayuela, que estaba en la mesa del teléfono. Se sacó la campera y mientras la colgaba en el respaldo de la silla, sintió ese tic-tac inconfundible que desde el pasillo venía hacia él. Esos amados pasos que ya hacía un tiempo andaban junto a él. Con él.

Unos brazos femeninos lo abrazaron por detrás:
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer. “¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.

jueves

El NOMINADOR un cuento de bibliotecarios


En el principio era el caos. Así  relatan los de Procesos Técnicos de más antigüedad y hasta la misma jefa de la biblioteca  lo reconoce. Era el caos de usos superpuestos de tesauros y de  listas de términos  para diferentes fines  y de palabras clave desbocadas, sin ningún control, relaciones genéricas  erróneas y relaciones jerárquicas  igualmente equivocadas.
Muchas veces las cosas del mundo eran nombradas de forma parecida  cuando eran diferentes y otras muchas, de diferente manera cuando eran  iguales.  Bosques de sinónimos tapaban el árbol de la sabiduría, y nubes de oscuras  relaciones semánticas nublaban  el cielo. Todos recuerdan, y más que nadie los de Referencias,  cómo se perturbaba el espíritu de los usuarios cuando nada obtenían de aquellos mundos  hostiles y  desordenados, y cuánto el de ellos mismos cuando vacilaban, perdidos, entre asociaciones y términos.
Era el caos hasta que llegó él.  Eso era en el principio de su trabajo. Se sentó a estudiar el catálogo en línea esa primera mañana, y la jefa lo vio observar el caos.  El caos también se notó observado y se detuvo, dejó de transcurrir, cesaron las palabras. Así les recuerda   la jefa a los demás,  cuando él no está, con un ademán de aplacamiento de las manos. Se hizo silencio, cuenta, y recién entonces advertimos   el parloteo de todas las incontables palabras de los sistemas que usábamos, el alboroto, la confusión, el universo desorganizado.
En unos días presentó un plan de trabajo. Una propuesta clara, que elegía una manera de nombrar y la  fundamentaba. Una construcción que él podría hacer, un   tesauro, unas palabras y no otras, ciertas relaciones, ciertos significados. El catálogo, detenido bajo su mirada,  aguardaba expectante.
Así fue que durante un largo tiempo muchas  palabras fueron segadas,  eliminados sin compasión los errores, suprimidas  sin  ninguna vacilación las duplicaciones, y su verbo restallaba sobre las palabras, y el catálogo se doblegaba. Él hizo surgir nuevas  denominaciones, correr  nuevos ríos semánticos, brotar  verdes significados.  Aclaró lo confuso, cada nombre se posó como un  pétalo  sobre cada cosa, y lo ambiguo fue desambiguado.
 Cuando todo fue re-nombrado se hizo luz,  y como un mundo recién creado el catálogo se ofreció generoso a quien lo solicitara. Los referencistas descreían, admirados, de  los buenos resultados que se obtenían en las búsquedas y se extrañaban de  encontrar obras que  nunca  habían visto en el fondo bibliográfico. Los usuarios sonreían felices  con sus  hallazgos, como si recién encontraran tesoros que habían estado a la vista de todos, y se complacían con tanta abundancia y prometían volver otro día para proseguir con las ricas cosechas que les llenaban de materiales las manos.
Eso fue hace mucho,  ahora todos están acostumbrados a esos mundos ordenados y prolíficos, como si siempre hubieran sido así. Ha pasado el  tiempo, otros jóvenes clasificadores y catalogadores se han incorporado a la biblioteca.  El universo se expande,  comenta  él con una sonrisa cuando recibe al recién llegado,  como si todo siguiera simplemente su curso y no fuera él quien lo hubiera alumbrado. Y junto a él lo lleva por esos caminos que fue marcando,  senderos en donde cualquiera se perdería si no fuera por su agudo discernimiento,  enseñándole las curvas y los atajos de los sistemas, los nombres ocultos y  enlazados, las denominaciones por  él  establecidas.
Todos  quedan maravillados. Quedan maravillados de una vez para siempre del orden asociativo y del orden jerárquico, de la cristalina limpieza de las definiciones, de la precisión  de las notas de alcance, del acierto en la selección de términos, de la  ajustada correspondencia que hay entre el mundo y la palabra en ese  catálogo.
Pero ha habido algunos recién llegados  que  se han rebelado. Se han rebelado por puro espíritu de  rebelión, solo porque  no quisieron  aceptar los nombres como ya dados. Desconfiaron de los que él determinó, los cuestionaron,  y ansiaron confrontar tesauros y compararon  el suyo con otros catálogos. Y   desearon inventar, lo más grave de todo. Contra ésos, es terrible. Contra quien desafía sus denominaciones, contra quien osa designar de otra manera, contra quien se atreve a dudar de su sistema, se alza fatal.  Los desafiantes no pudieron sostenerse: una se ocupa ahora como recepcionista y otro terminó en maestranza.
Y desde entonces, desde hace mucho,  llega cada mañana alto,  flexible y elegante, vestido de saco oscuro  en contraste con sus camisas claras.  Tiene el pelo entrecano y los ojos acerados.  Es difícil determinar la edad que tiene  porque su piel y su andar desmienten al pelo, al tiempo que lleva en la biblioteca y a su enorme saber, que en él parece acumulado. 
Y como parece que estaba antes que todos, porque ahora no hay nadie en la biblioteca que haya presenciado su llegada, se intrigan por la edad que tendría.  Cuando se  la preguntan a la jefa (nadie se lo preguntaría a él mismo),  la jefa sonríe y no contesta. Algunos dicen que no contesta para que no calculen la edad de ella, que sí estaba aquella primera mañana. Pero cuando le preguntan a las chicas de la administración,  que  tienen  los datos de cada uno en los legajos,  ellas toman a broma la pregunta, como si conocer su edad  fuera inconcebible o estuviera prohibido, y responden riéndose,  pero un poco en serio:
-  Es eterno -  con un brillo evasivo en la mirada.

sábado

24 de Marzo: memoria de bibliotecarios


En memoria de los bibliotecarios y trabajadores de bibliotecas desaparecidos,  y para concretar aquellos anhelos en el día de hoy, ver la entrevista a Silvia Fois, integrante de la comisión de homenaje

Entrevista a Silvia Fois





viernes

MOVIMIENTO DE MATERIAL un cuento de bibliotecarios


Esta mañana, al entrar a la biblioteca, Juan ve que las series  monográficas que ayer estaban en los estantes  hoy están en una caja. La caja parece una de las tantas listas para donar pero  tiene  arriba   un cartelito escrito a mano  que dice “Para   canje”. En cambio, las que ayer tenían un cartelito que decía “Para  canje” ahora tienen otro que dice “Para  revisar”.
Ayer, lo que se iba a revisar se separó en dos grupos: uno, para  pedir opinión a   usuarios directamente interesados en ese tipo de material por si valía la pena ingresarlo  al fondo bibliográfico o podía descartarse,  dando por supuesto que habría mucho  para descarte, y  otro para canjear. Pero los usuarios invitados a opinar no se hicieron presentes y ahora habrá que revisar lo que se suponía que se podía descartar.
Juan trabaja con lo que hay que revisar. Ubica a lo que hay que revisar en los estantes de más arriba  y en los de más abajo hace lugar  a  lo  que se va a canjear. Antes, las revistas y libros para canjear estaban más altos pero esos estantes se ocuparon con una donación, que llegó intempestiva   y    desplazó  sin compasión  a lo que había que revisar, y lo que había que revisar desplazó desde sus cómodos estantes  hacia cajas de cartón a lo que sería para  donar. Y lo que era para  canje cambió de ubicación. Cuando cambió de ubicación obligó  a las series monográficas a correrse y  a  gran  parte de  los libros  para  canje y donación  a vivir en cajas hasta ser efectivamente canjeados o donados. 
Entonces, lo que se iba a revisar quedó en dos ubicaciones separadas por la donación  recibida. Una parte de lo  que había que revisar se fue corriendo poco a poco y ocupó unos estantes todavía libres, pero durante el año los estantes se han ido llenando con los  nuevos ingresos, y desplazando también   a lo dispuesto para donar.
Antes de ayer lo  que estaba para revisar ocupaba el espacio  del material  nuevo para ingresar. Hubo que hacer más  lugar y lo que era para canjear fue corrido, en espera de que al ingresar los materiales y ser ubicados definitivamente, se liberara ese espacio.
Mientras, lo  que está para donar se corrió cerca de la puerta,  como si la proximidad de la salida pudiera apurar el trámite para su ruta.
Eso fue antes de anteayer.
Hoy, lo que se va a revisar ocupa el lugar de lo que se iba a canjear, lo que se va a canjear está donde estaba lo dispuesto para donar, lo dispuesto para donar está ahora mismo donde antes estaba lo que se iba a revisar, lo ya revisado tiene un apretado lugar junto a lo ingresado y la donación quedó  donde está el material para ingresar.