sábado

La persecución

Los fugados, tres peligrosos delincuentes,  habían saltado de pueblo en pueblo y se habían perdido por caminos rurales después de cruzar los suburbios de las ciudades.  Una multitud los perseguía: ministros de seguridad, fiscales, gobernadores, jefes policiales,  masas de uniformados, espías, grupos de élite y canes, lanzados a olerlos, cercarlos y detenerlos, sin olvidar a los periodistas. Se sabía que pasaban de una a otra provincia por la agitación que se producía en las rutas y en los pueblos adonde esa multitud se trasladaba, y rodeaba galpones y casas abandonadas  entre malezales para encontrar en ellas un par de frazadas, unas botellas de gaseosas vacías, unos restos de comida.
¿Y los prófugos? A veces, en alguna madrugada insomne, tres hombres en una camioneta siempre cambiante se tiroteaban con el personal de un patrullero siempre sorprendido. Una vez sucedió que los fugados le robaron una camioneta a la misma Gendarmería y continuaron fugándose.
O por lo menos eso contó la prensa, que le habían robado a la mismísima  Gendarmería. Los prófugos habían estado muchos días en tapa de los diarios y como primera noticia de la televisión, hasta que alguna información más urgente los desplazaba. De abrir los noticieros de la tevé fueron pasando a la última noticia antes de las deportivas,  y en los diarios, de la tapa a algún recuadrito en página par, de la 20 para atrás, hasta que dejaron de mencionarlos y los programas de debates abandonaron el tema. ¿Y los prófugos? Parece que la policía seguía persiguiéndolos, allá, entre maizales y pastizales, entre los cuales siempre encontraban algún bidón vacío, una camioneta abandonada, restos diversos. Pero de ellos, nada.  Algún ministro  había asegurado,  muchos días atrás,  que estaban cercados,  y otros declaraban que estaban ya con muy escasos recursos, esperando, tal vez, que se les apagaran del todo los celulares, se les terminara la nafta y se quedaran sin un centavo para comprar un sándwich en la ruta, para, ¡por fin!, poder apresarlos, si es que los encontraban.
¿Y los prófugos? Siguieron fugándose campo adentro, perseguidos por la dedicada multitud de perros, policías, prefectos, grupos de élite, espías y gendarmes, la cual sufría  el riesgo cierto de perder más camionetas. Siguieron fugándose por los campos y los pueblos, y a despecho de que iban perdiendo lugar en los medios lo ganaron en los cuentos de papás y mamás, que empezaron a contarle a sus chicos, antes de dormir: “Había una vez unos presos que se escaparon de la cárcel…”



miércoles

Milagro en el balcón

Voy  por la esquina de Córdoba y Azcuénaga,  esta  tarde, cuando escucho cantar. Escucho cantar ópera. ¿Es lírica lo que se oye,  entre el ruido de los colectivos y de las motos? Cuando me aseguro que sí supongo que será  un aria para una promoción, una grabación que suena en un altoparlante,  y miro buscándolo,  pero lo que veo es a varias personas paradas en la esquina dejando pasar el cambio de semáforos y mirando para arriba, al edificio de enfrente. Sigo la dirección y entonces lo descubro:  el que canta es un muchacho en  un balcón del cuarto piso del edificio.  Canta ópera,  vestido con vaqueros y el torso descubierto en la tarde de verano, las dos manos aferradas al balcón para sostener la fuerza de su expresión.   Canta  hacia la calle, y su potente voz  de tenor cruza la avenida por sobre el tránsito y por sobre nuestra maravillada suspensión. Así nos tiene, suspendidos de su voz,  hasta que se detiene y entonces le dedicamos espontáneamente un aplauso y unos bravos que lo hacen sonreír divertido  e inclinarse saludándonos. Luego, sin más, entra a su habitación y dejamos de verlo. 

Nos dispersamos de la esquina deslumbrados y llevándonos el milagro del balcón en el bolsillo.