Máquina de escribir en concierto
martes
Una Máquina de Escribir que también afina
Máquina de escribir en concierto
domingo
LO QUE SE VE POR UNA VENTANILLA DE PROCESOS TECNICOS EN UN DIA CUALQUIERA Un cuento de bibliotecarios
A la oficina de Procesos Técnicos solo llegan los que saben, los otros se perderían. O tal vez la encontrarían
por casualidad, buscando otro lugar. Para llegar, hay que dejar a la derecha el
mostrador de recepción y adentrarse por un pasillo mínimo, resto de una obra de refacciones nunca
terminada. El pasillito, oscuro y todavía sin revocar, transcurre una vez a la izquierda y otra vez a
la derecha, rodeando el ambiente inconcluso que alguna vez, cuando lo terminen,
será la nueva sala de computadoras de la
biblioteca, y luego desemboca en un depósito que guarda colecciones de revistas
del siglo XX. El depósito tiene una
puerta con toda la apariencia de estar
clausurada, y donde el inexperto podría
dar por terminada la búsqueda, si no fuera que en ese momento alguien la abre y
pasa por ella descubriendo que la clausura es aparente. Pasando
esa puerta uno se asoma al office, con sus estantes con tazas y vasos alineados
y su alacena con yerba y café. El
office, con ser tan estrecho porque también quedó comprimido por la obra
inconclusa, tiene otra puerta que hay
que empujar y entonces sí, se ha llegado a la oficina de Procesos Técnicos.
La oficina es interna. Una luz de
tubos, blanca y difusa, impide adivinar el curso del día: ¿estará despejado el
cielo? ¿se habrá nublado? ¿se reflejará el sol en el edificio de enfrente?.
Nunca se sabe en la atemporal oficina. Los cuatro catalogadores que trabajan en ella combaten la
falta de luz natural haciendo crecer potus y pegando sobre las paredes afiches de verdes selvas y
de playas caribeñas. Para acentuar la
atemporalidad sobre los estantes, sobre
los escritorios, encimados sobre tablas y caballetes de emergencia ante una
donación, pilas de libros esperan su turno para ser indizados y
catalogados. Cada día muchos de ellos
son procesados pero por algún efecto
secreto de multiplicación la estiba de
libros nunca se reduce. Las pilas son
eternas.
Los catalogadores van llegando cada
mañana y se van adentrando por el
pasillo sin revocar hasta el depósito de revistas, el office, la oficina todavía
cerrada. Cuando se enciende la luz blanca
se internan en otra dimensión.
Todavía se cuentan cosas, proponen
unas rondas de mate, comentan acerca de
la primavera o del otoño que han quedado
afuera,
pero poco a poco la oficina se acalla hasta que el sonido de los
teclados es el único que se escucha. Procesos Técnicos ya está desacoplado y navega
con su propio impulso.
Entre los tripulantes viaja Lucas, el último bibliotecario que ha
ingresado y el más joven. Quedó al
cuidado de Amelia, que se sienta enfrente de él, para que ella lo entrene en la
catalogación que hace la biblioteca. Amelia, que se está
por jubilar, le tomó afecto a ese chico tímido que trabaja de una manera callada y concentrada, y proclama que
será su heredero. Lucas es muy amable
cuando habla. Cuando no habla, casi siempre, parece tan atemporal como la oficina blanca
y las pilas eternas. A Amelia le gustaría que su proclamado
heredero retomara su perseverante, y hasta ahora inútil, reclamo porque los
ubiquen en una oficina con luz natural y más espacio, pero no le parece que él tenga ningún espíritu
reclamante.
Lucas suele trabajar concentradamente hasta el mediodía. Al mediodía entra
el turno de la tarde de Atención al Público y hay una agitación que corre, casi física, desde el
lejano mostrador de recepción por el pasillito mínimo a la izquierda y
otra vez a la derecha, por la sala de revistas del siglo XX, por el office, y
llega hasta aquí. Amelia se retira de su computadora y huele el aire: sí, señor,
hay una agitación. Mira con disimulo a Lucas.
Lucas también se ha distraído de su intensa atención. Tiene un lápiz
entre los dedos y lo balancea, nervioso.
Él no mira a Amelia, sino hacia la
puerta.
Hay que esperar todavía un par de minutos más. La oficina también
espera y queda suspendida, a la expectativa. Al cabo del par de minutos, entra Mariana.
Mariana es redonda, alegre, ruidosa, y trabaja en Atención al Público. Es la única que cada mañana aparece a saludarlos, los demás saludan por el teléfono interno y a veces se
burlan cordialmente cuando los llaman astronautas,
por su lejanía con la batalla diaria del mostrador. Ella abre la puerta y la
luz blanca cae rendida; se vuelve dorada
con otra luz que Mariana trae con ella y
que fluye en cada saludo que da.
– ¡Hola! – grita, sonriente – ¿Cómo están todos por aquí?
La gente de Procesos Técnicos siente que ella rompe la órbita en que transcurrían cuando trae el aire de las salas de lectura, de los ventanales abiertos, del cielo alto y
azul. Va saludando a cada uno con un sonoro beso en la mejilla, y con comentarios
sobre el viaje en colectivo, sobre algo
que quedó pendiente de ayer, sobre la noticia del día. Mariana le simpatiza a
todos, pero más le simpatiza a Lucas. Amelia lo observa: cuando ella se inclina
y lo saluda, y por un momento su largo pelo castaño se
derrama sobre él, Lucas se estremece. Le
brilla la mirada, el lápiz entre los
dedos se paraliza, todo él se tensa. Amelia
se pregunta: ¿Mariana no lo advierte?
No tiene respuesta porque tan aérea como ha llegado Mariana se va. Su paso es siempre así: un aire fresco que
abriría las ventanas si la oficina las tuviera, una caricia de piel de durazno
si hubiera qué acariciar. En cuanto se va,
Amelia ve que Lucas se levanta como si fuera a seguirla, parece que va a
seguirla, a alcanzarla en el pasillito…pero no, Lucas se detiene en el
office. Se detiene con su carga de
timidez pesada como una piedra, y como
no puede dar un paso más con esa carga a la espalda se queda ahí mismo, y para perder tiempo se prepara un café.
A los diez minutos, Amelia lo ve
regresar igual que ayer y antesdeayer.
Hace como que no lo ve, que no ve la expresión cerrada que trae oculta tras la
taza de café, y se pregunta si podría ella sugerirle algo a Mariana,
intermediar de algún modo. La oficina se ha reacomodado después del viento
fresco que pasó y parece ahora que no hubiera pasado ningún viento. De a poco,
vuelve a silenciarse. Los catalogadores
trabajan llenando pantallas una tras
otra, una tras otra, una tras otra, tan infinitas como las pilas eternas de
libros. Lucas se vuelve hacia la pila más cercana, la que está
ingresando hoy. Son arduos libros de aleación de metales y de minerales raros. Amelia
oye su suspiro. Luego, mira a su propia pantalla y se concentra en su trabajo.
La oficina vuelve a flotar, ingrávida.
Isabel Garin
sábado
GENTE RARA - Dibujo en vivo
El 13 de septiembre se celebró el Día del Bibliotecario. En Buenos Aires, en el Instituto de Formación Técnica Superior Nº 13, una institución donde se dicta la carrera de bibliotecología, se organizó un festejo. El festejo incluyó la lectura de dos cuentos, uno de ellos "Gente rara", que fue dibujado por la ilustradora Karuchan mientras era leído.
Aquí el enlace a las fotos del dibujo en vivo:
https://www.facebook.com/media/set/set=a.539522616120406.1073741840.502495016489833&type=3
¡Muchas gracias a ella y a los compañeros-colegas del IFTS!
viernes
CORRIENTES Un cuento de lectores
Soy pescador desde chico. Mi padre
me despertaba oscuro todavía para llevarme con él al río, y me enseñaba a tirar
la línea que arrancaría de la corriente a esos dorados que se agitaban unos
momentos en tierra, mojados y tornasoles. Yo aprendía a esperar. Que amaneciera
primero, que en el río se marcaran sus calles de agua después, y luego que sus movimientos secretos
trajeran los peces. Entonces yo soñaba con pescarlos y poder hacerles una
marca. Soñaba con marcarlos, arrojarlos al agua de nuevo y volver a
pescarlos río abajo sólo para poder reconocerlos.
Así que no hay
nada tan mío como ese llamado de
pescadores que me lleva al río de libros, el que corre por la Avenida Corrientes. Lo
conozco como al otro, con sus meandros,
sus crecientes y sus bajantes. Sé qué se puede pescar en cada ribera. A veces
cruzo de orilla en orilla esperando que la corriente traiga de noche, tarde,
ese libro que uno ha estado esperando tanto tiempo... También sé aprovechar las
tardes de enero cuando las calles están calientes como infiernos y hay poca gente que se les anima. Entonces,
los vigilantes flotan en un vapor
de aburrimiento. A mí no me ha fallado, no me falla jamás, el instinto. Busco
el libro entre centenares de libros y lo hallo.
Busco la vigilancia distraída y la percibo. Recojo la línea más rápido
que lo que los ojos puedan ver, y me
llevo mi pez conmigo.
Quien no haya
pescado no puede saber cómo tiembla el libro entre las manos... Se agita, y
después se abandona. Lo sostengo contra el pecho, lo siento palpitar, a veces
no puedo llegar hasta casa y lo abro en la primera esquina o me siento en
cualquier banco. Cuántos versos, cuántas historias, cuántos párrafos claros se
me saltan entre las manos, agitando la cola de un lado para otro, brillantes, mojados todavía...Sí, yo
pesco el libro y me lo llevo a casa porque
digo que por el agua navegan peces, camalotes, canoeros y libros. Y que
el río está corriendo día y
noche, sólo hay que acercarse a la ribera con
línea y anzuelo y tomar del agua lo que el agua lleva.
Pero no me olvido
que los libros pertenecen al río. Después que los tuve conmigo me gusta
devolverlos. Me gusta tanto como pescarlos. Los tomo en una librería, los
devuelvo en la otra. Les dejo uno ya leído, me llevo otro. Mido a la guardia, cruzo de vereda si hace falta, cruzo los libros de estantes, dejo los más
caros en las mesas de ofertas,
mezclo filosofía con ciencia
ficción y misterio con psicología, dejo
poesía entre los de cocina, llevo a Inodoro Pereyra con las antígonas y los macbeths... Pero antes de devolverlos les hago
una marca: les dibujo un triangulito en el margen de la página veintitrés. Y
después, con el corazón mojado,
los lanzo al agua.
Ayer, Corrientes arriba, vi que nadaba uno de
mis libros. Con mi señal, era un pez inconfundible. Pero estaba en otra librería, en una librería
diferente a aquella en donde yo lo había dejado. Es que
el río corre para todos y claro que hay muchos
pescadores...
Isabel Garin
Isabel Garin
jueves
LA DONACIÓN Un cuento de bibliotecarios
Luego de un par de horas esa luz se atenuaba, se retiraba con suavidad pero sin dudar, y nos
dejaba otra vez en la oscuridad de nuestra larga noche.
Alguna vez que me desperté en lo oscuro advertí que no sabía si la luz ya había pasado por la ventana una vez, o más de una vez. Hice un cálculo provisorio
para seguir llevando la cuenta pero después la luz del invierno fue breve y mezquina, alguna tarde de cielo gris casi no
se hizo ver, volví a dormirme varias veces
dándome cuenta que me sucedía cada vez más a menudo y por más tiempo, y al fin
dejé de contar. Lo mismo le habrá ocurrido a los demás, porque hace ya mucho
que no oigo aquellos rumores de apagada contabilidad.
A pesar de estas imprecisiones tengo perfecta memoria de
mis orígenes. Nosotros vivíamos en la
casa de un médico que nos amaba. La casa era espaciosa, llena de luz, y él y nosotros
nos acompañábamos con fervor. Nos gustaban las tardes en que nos repasaba en
los estantes, observando algún título allá y acá, tocándonos apenas con las yemas de los dedos,
casi sonriéndonos, para después sentarse a trabajar en su escritorio. O las
mañanas de los domingos cuando se hacía
presente tarareando alguna canción y
abría las ventanas invitándonos a respirar, y sentíamos su mirada complacida sobre
nosotros.
Con el andar de los años el doctor fue llenando los estantes y colocando
más estantes que volvían a llenarse. Yo
no la he visto, porque he salido de mi ubicación solo al escritorio donde él me
consultaba, pero sabía que había otra sala igual o más grande que la mía,
también con las paredes cubiertas de estantes que fuimos ocupando. Igualmente, recuerdo que la esposa del médico solía rezongar a raíz
de nuestra proliferación, y un par de veces los escuché discutir por ese
motivo.
Después, cuando el médico ya tenía
nietos, instaló en su escritorio una computadora. Puedo asegurar que al
principio la mayoría de nosotros no sentimos ninguna prevención hacia ella, no
nos sentimos amenazados en lo más mínimo, y no desprendíamos todavía ninguna
conclusión que pudiera afectarnos por su presencia. Traté de establecer algún contacto con ella,
pero ella no dialogaba ni conmigo ni con otro cualquiera. No por hostilidad o
indiferencia, creo yo, sino simplemente porque
no sabía hablar con quien no fuera su igual. Había nacido máquina, no vivía en los estantes, no tenía árboles como
ancestros y la electricidad la recorría.
Venía de otro universo.
La primera conclusión inquietante para nosotros fue un tiempo después, cuando a raíz del tiempo que el médico leía en la computadora (nosotros íbamos
sabiendo de a poco los usos de esa máquina),
su esposa comenzó a reclamarle espacios en las paredes. Su argumentación era
más sólida ahora, porque tenía mucha
lectura en ese espacio llamado pantalla, y creo que el doctor empezó a
considerar la cuestión. Me sentí
desolado cuando un fin de semana escuché que vaciaban los estantes de la otra
sala, y no supe el destino de los que los ocupaban. A unos pocos, el doctor los
trajo a mi sala y los ubicó donde era posible, acostados sobre otros, o
apilados sobre alguna silla.
Después…El médico seguía apareciendo alegremente las mañanas de los
domingos pero creo que ya no nos saludaba a nosotros. Abría las ventanas,
respiraba el aire fresco, pero lo hacía mientras esperaba que su computadora se
iniciara. Yo extrañaba muchísimo el contacto de sus manos.
De cualquier forma nunca nos olvidó.
En algunas vacaciones se disponía a ordenarnos, nos limpiaba, nos volvía a abrir y a releer, nos re-ubicaba.
La esposa solía hacer algunos comentarios por los cuales conocí que nuestra edad era algo importante, que
algunos de nosotros éramos más viejos que otros, y que ya para esa época todos
éramos viejos…Hasta ese momento, el doctor nunca nos había hecho sentir la
edad. Por mi parte, recién entonces entendí la relación
comparativa que teníamos frente a la computadora.
Más tarde, aquel hombre que nos
había querido y cuidado se volvió anciano y enfermó. Sé que fuimos un consuelo
para él en sus últimos tiempos, cuando otra vez nos acariciaba y nos miraba con orgullo. Una vez, a mí en
particular me sostuvo una tarde entera
sobre sus rodillas, releyéndome,
observando los subrayados y las anotaciones que me había hecho tanto tiempo
atrás, recorriéndome, saltando páginas,
avanzando, retrocediendo…
Fue la última vez que estuvimos
juntos.
Después, no era él sino su viuda quien entraba a abrir las ventanas. Yo me sentía tan triste por la ausencia de aquel hombre que no aspiré
a ninguna resistencia, y me sentí viejo de verdad y abatido. Al escritorio del
doctor se sentaban los nietos a jugar con la computadora, y a nosotros nadie
nos limpiaba ni nos re-ubicaba.
Hasta el día que la viuda recibió a unas personas que nos observaron, midieron las estanterías, anotaron, nos tomaron con las puntas de los
dedos para abrirnos y ver nuestra fecha
de nacimiento, y estornudaron un par de veces. Habrá sido entonces cuando
arreglaron nuestro destino.
Una mañana, poco después, un grupo de chicos que hacían bromas entre ellos y escuchaban música con sus auriculares, nos metieron en
cajas y nos subieron a un camión. Ninguno sabíamos adonde nos llevaban. Nos
bajaron aquí, el instituto adonde el doctor trabajó toda su vida. Yo sentí un
ramalazo de satisfacción cuando lo supe.
Pero para mi desgracia tuve que oír
que no éramos bienvenidos. Con unas voces
fastidiadas, y a veces irónicas, dos o tres personas abrieron las cajas,
observaron lo que había, comentaron,
retiraron algún libro de acá y de allá, y luego cerraron las cajas otra vez. A mí no me retiraron.
Y nos trajeron a este sitio oscuro y frío, un lugar de disposición final. No tengo ninguna expectativa de que salgamos
de aquí.
A veces, muy de tanto en tanto, entra un muchacho que enciende la luz y
revisa unas cañerías que pasan encima de nosotros. Alguna vez les ha puesto un
parche por una pérdida de agua que de
cualquier modo ya nos había mojado. Corrió unas cajas, sacó a unos compañeros que dejó afuera, secándose, y luego se fue.
Y ahora el único despierto soy yo.
Todos los demás se han dormido y no han
vuelto a despertarse. Y yo rememoro mi origen sin estar seguro si podré hacerlo otra vez.
lunes
Trabajos bibliotecarios: nota en boletín electrónico de ABGRA
En el actual boletín electrónico de ABGRA (Asociación de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina) http://www.abgra.org.ar/, acaba de publicarse una nota mía acerca del trabajo bibliográfico-literario que llevamos a cabo en el Centro de Documentación del Instituto de Investigaciones Gino Germani, de la Universidad de Buenos Aires.
Enlace a la nota:
http://www.abgra.org.ar/newsletter/preview.php?cat=17&num=32¬a=308
Enlace a la nota:
http://www.abgra.org.ar/newsletter/preview.php?cat=17&num=32¬a=308
domingo
ESQUINAS Instántanea con crisantemos
Luz verde en la esquina de Córdoba y Larrea. A mi lado, un muchacho de unos veinticinco años espera el cambio de luz con un ramo de flores en la mano. Es un punto de color en la esquina ruidosa, gris, contaminada, con sus crisantemos amarillos y naranjas.
Un chico limpiavidrios, diez años menor, se le acerca:
- Locu - lo interpela, cerrando en u la o final - ¿me das una flor para regalarle a mi novia?
El muchacho del ramo, que estaba distraído, se desconcierta. No esperaba una limosna de flores.
- Son para la mía - argumenta a la defensiva.
Entonces, cambia la luz a roja. El tránsito se detiene. El pibe lustravidrios, acostumbrado a las negativas, se retira sin una palabra y se lanza a los parabrisas. El muchacho de los crisantemos cruza a la otra vereda para buscar taxi y yo cruzo con él, detrás de la estela de color de su ramo.
Desde la vereda de enfrente se ve que a la esquina le falta una flor.
miércoles
GENTE RARA Un cuento de bibliotecarios
En el mundo hay gente rara…Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con la demás. Mirando desde aquí, desde el mostrador, uno los ve a todos sentados, leyendo, y mezclados así no se advierte ninguna diferencia. Hasta que el raro llega, o se levanta de su mesa, y empieza la función.
Hace mucho que a mí se me
ocurrió llevar un registro de los raros que vienen aquí. Pero raros en
serio, no sólo los de siempre que piden
un libro, se sientan y se duermen, apoyando una mejilla sobre él
como almohada, ni los que comen a bocaditos escondidos el
sándwich que tienen sobre la falda. Anoto a mis raros en un cuaderno y al cuaderno lo guardo
en un cajón con llave. Lo guardo bajo llave porque cuando lo dejaba a la vista
encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas. Eran los del turno de la tarde que se reían
de mi interés y decían que yo mismo soy
más raro que cualquier raro que pudiera venir.
A mí no me importa lo que digan, y a
la pregunta de porqué los observo y los anoto puedo contestar que por
la misma razón que se catalogan las
mariposas y las piedras. Así que yo tengo entre mis mejores especímenes:
Un raro, muy alto y desgarbado, que antes de sentarse a una mesa da dos
vueltas enteras a la sala de lectura
mirando las paredes. Una de las paredes tiene
una pintura del fundador de la biblioteca y posters del último congreso. La primera vez
que lo vi me pareció normal que se detuviera
a mirarlos. Pero después observé que se detenía también
frente a las otras paredes que no tienen nada, están limpias de
cuadros, fotos o posters. Y ahí me di
cuenta que lo que examina no es lo que haya colgado sino las mismas paredes. Las paredes, propiamente.
Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de negro renegrido, se pinta los labios de rojo, y usa polleras de color naranja y violeta, o rojo y naranja, largas hasta el suelo. Es la
que siempre pide libros de historia de la moda. Pero lo raro viene después: se
sienta con su libro, comienza a leer (o más bien a observar los dibujos y las fotos), y al
minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de
leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al
rato, repite: abre el bolso, saca el par
de zapatos que había guardado, se quita
los puestos y se cambia. Le conté hasta cuatro cambios en una sola mañana de
lectura.
Hay otro raro, con barbita y anteojos a lo lennon, que cada vez que viene, y viene seguido, me
pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí “en
la mesa que gustes”, con un amplio gesto circular del brazo para señalar la cantidad de mesas libres que había en la
sala. Y creí que le daba respuesta de una vez para todas. Pero no. Cada vez vuelve a preguntar dónde puede
sentarse y a estas alturas de la insistencia yo pienso que debe ser un
interrogante filosófico mucho más allá
de un asiento concreto, tal vez alguna
cuestión interrogable acerca del
descanso humano, al que yo nunca puedo satisfacer con mi
limitada respuesta.
Pero los más raros de todos son los
raros de computadora. Hay una chica que sólo se sienta en la tercera PC.
Yo había notado que se quedaba
haciendo tiempo y merodeaba por el catálogo, hojeaba distraída los diccionarios o se concentraba en su celular. Supuse que
esperaba a alguien más hasta que me di cuenta que esperaba que se desocupara la PC
N º 3. Cuando la 3 se desocupa, vuela y se instala ella. Y
pueden estar todas libres, menos la tercera, y ella no se sienta a ninguna.
Y está Dedos de Papel, que podría ser primo del Manos de Tijera. Dedos llega,
saluda con una inclinación de cabeza, y
se sienta frente a una computadora. Luego abre su portafolios y saca de él un
sobre con recortes de papel rectangulares. A continuación, se enrolla un
recorte en los dedos índice y mayor de cada mano y lo dobla sobre la yema, y así digita sobre
el teclado con cuatro dedos protegidos y los otros en el aire, evitando rozar
las teclas.
A Dedos le tomé fotos con el celular, para dejar constancia. Los de la
tarde se quedaron asombrados cuando se las mostré y por primera vez
dejaron de burlarse de mis registros. Y algo me dice que en cuanto comente mis casos por Internet van a aparecer a contar sobre los raros que ven en su turno, como si se les hubiera ocurrido a ellos y fuera su descubrimiento. Y no me extrañaría que propusieran un concurso
de Raros de Biblioteca, para el cual me
adelanto y dejo aquí presentados a mis
mejores candidatos.
Isabel Garin