Máquina de escribir en concierto
martes
Una Máquina de Escribir que también afina
Máquina de escribir en concierto
domingo
LO QUE SE VE POR UNA VENTANILLA DE PROCESOS TECNICOS EN UN DIA CUALQUIERA Un cuento de bibliotecarios
A la oficina de Procesos Técnicos solo llegan los que saben, los otros se perderían. O tal vez la encontrarían
por casualidad, buscando otro lugar. Para llegar, hay que dejar a la derecha el
mostrador de recepción y adentrarse por un pasillo mínimo, resto de una obra de refacciones nunca
terminada. El pasillito, oscuro y todavía sin revocar, transcurre una vez a la izquierda y otra vez a
la derecha, rodeando el ambiente inconcluso que alguna vez, cuando lo terminen,
será la nueva sala de computadoras de la
biblioteca, y luego desemboca en un depósito que guarda colecciones de revistas
del siglo XX. El depósito tiene una
puerta con toda la apariencia de estar
clausurada, y donde el inexperto podría
dar por terminada la búsqueda, si no fuera que en ese momento alguien la abre y
pasa por ella descubriendo que la clausura es aparente. Pasando
esa puerta uno se asoma al office, con sus estantes con tazas y vasos alineados
y su alacena con yerba y café. El
office, con ser tan estrecho porque también quedó comprimido por la obra
inconclusa, tiene otra puerta que hay
que empujar y entonces sí, se ha llegado a la oficina de Procesos Técnicos.
La oficina es interna. Una luz de
tubos, blanca y difusa, impide adivinar el curso del día: ¿estará despejado el
cielo? ¿se habrá nublado? ¿se reflejará el sol en el edificio de enfrente?.
Nunca se sabe en la atemporal oficina. Los cuatro catalogadores que trabajan en ella combaten la
falta de luz natural haciendo crecer potus y pegando sobre las paredes afiches de verdes selvas y
de playas caribeñas. Para acentuar la
atemporalidad sobre los estantes, sobre
los escritorios, encimados sobre tablas y caballetes de emergencia ante una
donación, pilas de libros esperan su turno para ser indizados y
catalogados. Cada día muchos de ellos
son procesados pero por algún efecto
secreto de multiplicación la estiba de
libros nunca se reduce. Las pilas son
eternas.
Los catalogadores van llegando cada
mañana y se van adentrando por el
pasillo sin revocar hasta el depósito de revistas, el office, la oficina todavía
cerrada. Cuando se enciende la luz blanca
se internan en otra dimensión.
Todavía se cuentan cosas, proponen
unas rondas de mate, comentan acerca de
la primavera o del otoño que han quedado
afuera,
pero poco a poco la oficina se acalla hasta que el sonido de los
teclados es el único que se escucha. Procesos Técnicos ya está desacoplado y navega
con su propio impulso.
Entre los tripulantes viaja Lucas, el último bibliotecario que ha
ingresado y el más joven. Quedó al
cuidado de Amelia, que se sienta enfrente de él, para que ella lo entrene en la
catalogación que hace la biblioteca. Amelia, que se está
por jubilar, le tomó afecto a ese chico tímido que trabaja de una manera callada y concentrada, y proclama que
será su heredero. Lucas es muy amable
cuando habla. Cuando no habla, casi siempre, parece tan atemporal como la oficina blanca
y las pilas eternas. A Amelia le gustaría que su proclamado
heredero retomara su perseverante, y hasta ahora inútil, reclamo porque los
ubiquen en una oficina con luz natural y más espacio, pero no le parece que él tenga ningún espíritu
reclamante.
Lucas suele trabajar concentradamente hasta el mediodía. Al mediodía entra
el turno de la tarde de Atención al Público y hay una agitación que corre, casi física, desde el
lejano mostrador de recepción por el pasillito mínimo a la izquierda y
otra vez a la derecha, por la sala de revistas del siglo XX, por el office, y
llega hasta aquí. Amelia se retira de su computadora y huele el aire: sí, señor,
hay una agitación. Mira con disimulo a Lucas.
Lucas también se ha distraído de su intensa atención. Tiene un lápiz
entre los dedos y lo balancea, nervioso.
Él no mira a Amelia, sino hacia la
puerta.
Hay que esperar todavía un par de minutos más. La oficina también
espera y queda suspendida, a la expectativa. Al cabo del par de minutos, entra Mariana.
Mariana es redonda, alegre, ruidosa, y trabaja en Atención al Público. Es la única que cada mañana aparece a saludarlos, los demás saludan por el teléfono interno y a veces se
burlan cordialmente cuando los llaman astronautas,
por su lejanía con la batalla diaria del mostrador. Ella abre la puerta y la
luz blanca cae rendida; se vuelve dorada
con otra luz que Mariana trae con ella y
que fluye en cada saludo que da.
– ¡Hola! – grita, sonriente – ¿Cómo están todos por aquí?
La gente de Procesos Técnicos siente que ella rompe la órbita en que transcurrían cuando trae el aire de las salas de lectura, de los ventanales abiertos, del cielo alto y
azul. Va saludando a cada uno con un sonoro beso en la mejilla, y con comentarios
sobre el viaje en colectivo, sobre algo
que quedó pendiente de ayer, sobre la noticia del día. Mariana le simpatiza a
todos, pero más le simpatiza a Lucas. Amelia lo observa: cuando ella se inclina
y lo saluda, y por un momento su largo pelo castaño se
derrama sobre él, Lucas se estremece. Le
brilla la mirada, el lápiz entre los
dedos se paraliza, todo él se tensa. Amelia
se pregunta: ¿Mariana no lo advierte?
No tiene respuesta porque tan aérea como ha llegado Mariana se va. Su paso es siempre así: un aire fresco que
abriría las ventanas si la oficina las tuviera, una caricia de piel de durazno
si hubiera qué acariciar. En cuanto se va,
Amelia ve que Lucas se levanta como si fuera a seguirla, parece que va a
seguirla, a alcanzarla en el pasillito…pero no, Lucas se detiene en el
office. Se detiene con su carga de
timidez pesada como una piedra, y como
no puede dar un paso más con esa carga a la espalda se queda ahí mismo, y para perder tiempo se prepara un café.
A los diez minutos, Amelia lo ve
regresar igual que ayer y antesdeayer.
Hace como que no lo ve, que no ve la expresión cerrada que trae oculta tras la
taza de café, y se pregunta si podría ella sugerirle algo a Mariana,
intermediar de algún modo. La oficina se ha reacomodado después del viento
fresco que pasó y parece ahora que no hubiera pasado ningún viento. De a poco,
vuelve a silenciarse. Los catalogadores
trabajan llenando pantallas una tras
otra, una tras otra, una tras otra, tan infinitas como las pilas eternas de
libros. Lucas se vuelve hacia la pila más cercana, la que está
ingresando hoy. Son arduos libros de aleación de metales y de minerales raros. Amelia
oye su suspiro. Luego, mira a su propia pantalla y se concentra en su trabajo.
La oficina vuelve a flotar, ingrávida.
Isabel Garin
sábado
GENTE RARA - Dibujo en vivo
El 13 de septiembre se celebró el Día del Bibliotecario. En Buenos Aires, en el Instituto de Formación Técnica Superior Nº 13, una institución donde se dicta la carrera de bibliotecología, se organizó un festejo. El festejo incluyó la lectura de dos cuentos, uno de ellos "Gente rara", que fue dibujado por la ilustradora Karuchan mientras era leído.
Aquí el enlace a las fotos del dibujo en vivo:
https://www.facebook.com/media/set/set=a.539522616120406.1073741840.502495016489833&type=3
¡Muchas gracias a ella y a los compañeros-colegas del IFTS!
viernes
CORRIENTES Un cuento de lectores
Soy pescador desde chico. Mi padre
me despertaba oscuro todavía para llevarme con él al río, y me enseñaba a tirar
la línea que arrancaría de la corriente a esos dorados que se agitaban unos
momentos en tierra, mojados y tornasoles. Yo aprendía a esperar. Que amaneciera
primero, que en el río se marcaran sus calles de agua después, y luego que sus movimientos secretos
trajeran los peces. Entonces yo soñaba con pescarlos y poder hacerles una
marca. Soñaba con marcarlos, arrojarlos al agua de nuevo y volver a
pescarlos río abajo sólo para poder reconocerlos.
Así que no hay
nada tan mío como ese llamado de
pescadores que me lleva al río de libros, el que corre por la Avenida Corrientes. Lo
conozco como al otro, con sus meandros,
sus crecientes y sus bajantes. Sé qué se puede pescar en cada ribera. A veces
cruzo de orilla en orilla esperando que la corriente traiga de noche, tarde,
ese libro que uno ha estado esperando tanto tiempo... También sé aprovechar las
tardes de enero cuando las calles están calientes como infiernos y hay poca gente que se les anima. Entonces,
los vigilantes flotan en un vapor
de aburrimiento. A mí no me ha fallado, no me falla jamás, el instinto. Busco
el libro entre centenares de libros y lo hallo.
Busco la vigilancia distraída y la percibo. Recojo la línea más rápido
que lo que los ojos puedan ver, y me
llevo mi pez conmigo.
Quien no haya
pescado no puede saber cómo tiembla el libro entre las manos... Se agita, y
después se abandona. Lo sostengo contra el pecho, lo siento palpitar, a veces
no puedo llegar hasta casa y lo abro en la primera esquina o me siento en
cualquier banco. Cuántos versos, cuántas historias, cuántos párrafos claros se
me saltan entre las manos, agitando la cola de un lado para otro, brillantes, mojados todavía...Sí, yo
pesco el libro y me lo llevo a casa porque
digo que por el agua navegan peces, camalotes, canoeros y libros. Y que
el río está corriendo día y
noche, sólo hay que acercarse a la ribera con
línea y anzuelo y tomar del agua lo que el agua lleva.
Pero no me olvido
que los libros pertenecen al río. Después que los tuve conmigo me gusta
devolverlos. Me gusta tanto como pescarlos. Los tomo en una librería, los
devuelvo en la otra. Les dejo uno ya leído, me llevo otro. Mido a la guardia, cruzo de vereda si hace falta, cruzo los libros de estantes, dejo los más
caros en las mesas de ofertas,
mezclo filosofía con ciencia
ficción y misterio con psicología, dejo
poesía entre los de cocina, llevo a Inodoro Pereyra con las antígonas y los macbeths... Pero antes de devolverlos les hago
una marca: les dibujo un triangulito en el margen de la página veintitrés. Y
después, con el corazón mojado,
los lanzo al agua.
Ayer, Corrientes arriba, vi que nadaba uno de
mis libros. Con mi señal, era un pez inconfundible. Pero estaba en otra librería, en una librería
diferente a aquella en donde yo lo había dejado. Es que
el río corre para todos y claro que hay muchos
pescadores...
Isabel Garin
Isabel Garin
jueves
LA DONACIÓN Un cuento de bibliotecarios
Luego de un par de horas esa luz se atenuaba, se retiraba con suavidad pero sin dudar, y nos
dejaba otra vez en la oscuridad de nuestra larga noche.
Alguna vez que me desperté en lo oscuro advertí que no sabía si la luz ya había pasado por la ventana una vez, o más de una vez. Hice un cálculo provisorio
para seguir llevando la cuenta pero después la luz del invierno fue breve y mezquina, alguna tarde de cielo gris casi no
se hizo ver, volví a dormirme varias veces
dándome cuenta que me sucedía cada vez más a menudo y por más tiempo, y al fin
dejé de contar. Lo mismo le habrá ocurrido a los demás, porque hace ya mucho
que no oigo aquellos rumores de apagada contabilidad.
A pesar de estas imprecisiones tengo perfecta memoria de
mis orígenes. Nosotros vivíamos en la
casa de un médico que nos amaba. La casa era espaciosa, llena de luz, y él y nosotros
nos acompañábamos con fervor. Nos gustaban las tardes en que nos repasaba en
los estantes, observando algún título allá y acá, tocándonos apenas con las yemas de los dedos,
casi sonriéndonos, para después sentarse a trabajar en su escritorio. O las
mañanas de los domingos cuando se hacía
presente tarareando alguna canción y
abría las ventanas invitándonos a respirar, y sentíamos su mirada complacida sobre
nosotros.
Con el andar de los años el doctor fue llenando los estantes y colocando
más estantes que volvían a llenarse. Yo
no la he visto, porque he salido de mi ubicación solo al escritorio donde él me
consultaba, pero sabía que había otra sala igual o más grande que la mía,
también con las paredes cubiertas de estantes que fuimos ocupando. Igualmente, recuerdo que la esposa del médico solía rezongar a raíz
de nuestra proliferación, y un par de veces los escuché discutir por ese
motivo.
Después, cuando el médico ya tenía
nietos, instaló en su escritorio una computadora. Puedo asegurar que al
principio la mayoría de nosotros no sentimos ninguna prevención hacia ella, no
nos sentimos amenazados en lo más mínimo, y no desprendíamos todavía ninguna
conclusión que pudiera afectarnos por su presencia. Traté de establecer algún contacto con ella,
pero ella no dialogaba ni conmigo ni con otro cualquiera. No por hostilidad o
indiferencia, creo yo, sino simplemente porque
no sabía hablar con quien no fuera su igual. Había nacido máquina, no vivía en los estantes, no tenía árboles como
ancestros y la electricidad la recorría.
Venía de otro universo.
La primera conclusión inquietante para nosotros fue un tiempo después, cuando a raíz del tiempo que el médico leía en la computadora (nosotros íbamos
sabiendo de a poco los usos de esa máquina),
su esposa comenzó a reclamarle espacios en las paredes. Su argumentación era
más sólida ahora, porque tenía mucha
lectura en ese espacio llamado pantalla, y creo que el doctor empezó a
considerar la cuestión. Me sentí
desolado cuando un fin de semana escuché que vaciaban los estantes de la otra
sala, y no supe el destino de los que los ocupaban. A unos pocos, el doctor los
trajo a mi sala y los ubicó donde era posible, acostados sobre otros, o
apilados sobre alguna silla.
Después…El médico seguía apareciendo alegremente las mañanas de los
domingos pero creo que ya no nos saludaba a nosotros. Abría las ventanas,
respiraba el aire fresco, pero lo hacía mientras esperaba que su computadora se
iniciara. Yo extrañaba muchísimo el contacto de sus manos.
De cualquier forma nunca nos olvidó.
En algunas vacaciones se disponía a ordenarnos, nos limpiaba, nos volvía a abrir y a releer, nos re-ubicaba.
La esposa solía hacer algunos comentarios por los cuales conocí que nuestra edad era algo importante, que
algunos de nosotros éramos más viejos que otros, y que ya para esa época todos
éramos viejos…Hasta ese momento, el doctor nunca nos había hecho sentir la
edad. Por mi parte, recién entonces entendí la relación
comparativa que teníamos frente a la computadora.
Más tarde, aquel hombre que nos
había querido y cuidado se volvió anciano y enfermó. Sé que fuimos un consuelo
para él en sus últimos tiempos, cuando otra vez nos acariciaba y nos miraba con orgullo. Una vez, a mí en
particular me sostuvo una tarde entera
sobre sus rodillas, releyéndome,
observando los subrayados y las anotaciones que me había hecho tanto tiempo
atrás, recorriéndome, saltando páginas,
avanzando, retrocediendo…
Fue la última vez que estuvimos
juntos.
Después, no era él sino su viuda quien entraba a abrir las ventanas. Yo me sentía tan triste por la ausencia de aquel hombre que no aspiré
a ninguna resistencia, y me sentí viejo de verdad y abatido. Al escritorio del
doctor se sentaban los nietos a jugar con la computadora, y a nosotros nadie
nos limpiaba ni nos re-ubicaba.
Hasta el día que la viuda recibió a unas personas que nos observaron, midieron las estanterías, anotaron, nos tomaron con las puntas de los
dedos para abrirnos y ver nuestra fecha
de nacimiento, y estornudaron un par de veces. Habrá sido entonces cuando
arreglaron nuestro destino.
Una mañana, poco después, un grupo de chicos que hacían bromas entre ellos y escuchaban música con sus auriculares, nos metieron en
cajas y nos subieron a un camión. Ninguno sabíamos adonde nos llevaban. Nos
bajaron aquí, el instituto adonde el doctor trabajó toda su vida. Yo sentí un
ramalazo de satisfacción cuando lo supe.
Pero para mi desgracia tuve que oír
que no éramos bienvenidos. Con unas voces
fastidiadas, y a veces irónicas, dos o tres personas abrieron las cajas,
observaron lo que había, comentaron,
retiraron algún libro de acá y de allá, y luego cerraron las cajas otra vez. A mí no me retiraron.
Y nos trajeron a este sitio oscuro y frío, un lugar de disposición final. No tengo ninguna expectativa de que salgamos
de aquí.
A veces, muy de tanto en tanto, entra un muchacho que enciende la luz y
revisa unas cañerías que pasan encima de nosotros. Alguna vez les ha puesto un
parche por una pérdida de agua que de
cualquier modo ya nos había mojado. Corrió unas cajas, sacó a unos compañeros que dejó afuera, secándose, y luego se fue.
Y ahora el único despierto soy yo.
Todos los demás se han dormido y no han
vuelto a despertarse. Y yo rememoro mi origen sin estar seguro si podré hacerlo otra vez.
lunes
Trabajos bibliotecarios: nota en boletín electrónico de ABGRA
En el actual boletín electrónico de ABGRA (Asociación de Bibliotecarios Graduados de la República Argentina) http://www.abgra.org.ar/, acaba de publicarse una nota mía acerca del trabajo bibliográfico-literario que llevamos a cabo en el Centro de Documentación del Instituto de Investigaciones Gino Germani, de la Universidad de Buenos Aires.
Enlace a la nota:
http://www.abgra.org.ar/newsletter/preview.php?cat=17&num=32¬a=308
Enlace a la nota:
http://www.abgra.org.ar/newsletter/preview.php?cat=17&num=32¬a=308
domingo
ESQUINAS Instántanea con crisantemos
Luz verde en la esquina de Córdoba y Larrea. A mi lado, un muchacho de unos veinticinco años espera el cambio de luz con un ramo de flores en la mano. Es un punto de color en la esquina ruidosa, gris, contaminada, con sus crisantemos amarillos y naranjas.
Un chico limpiavidrios, diez años menor, se le acerca:
- Locu - lo interpela, cerrando en u la o final - ¿me das una flor para regalarle a mi novia?
El muchacho del ramo, que estaba distraído, se desconcierta. No esperaba una limosna de flores.
- Son para la mía - argumenta a la defensiva.
Entonces, cambia la luz a roja. El tránsito se detiene. El pibe lustravidrios, acostumbrado a las negativas, se retira sin una palabra y se lanza a los parabrisas. El muchacho de los crisantemos cruza a la otra vereda para buscar taxi y yo cruzo con él, detrás de la estela de color de su ramo.
Desde la vereda de enfrente se ve que a la esquina le falta una flor.
miércoles
GENTE RARA Un cuento de bibliotecarios
En el mundo hay gente rara…Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con la demás. Mirando desde aquí, desde el mostrador, uno los ve a todos sentados, leyendo, y mezclados así no se advierte ninguna diferencia. Hasta que el raro llega, o se levanta de su mesa, y empieza la función.
Hace mucho que a mí se me
ocurrió llevar un registro de los raros que vienen aquí. Pero raros en
serio, no sólo los de siempre que piden
un libro, se sientan y se duermen, apoyando una mejilla sobre él
como almohada, ni los que comen a bocaditos escondidos el
sándwich que tienen sobre la falda. Anoto a mis raros en un cuaderno y al cuaderno lo guardo
en un cajón con llave. Lo guardo bajo llave porque cuando lo dejaba a la vista
encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas. Eran los del turno de la tarde que se reían
de mi interés y decían que yo mismo soy
más raro que cualquier raro que pudiera venir.
A mí no me importa lo que digan, y a
la pregunta de porqué los observo y los anoto puedo contestar que por
la misma razón que se catalogan las
mariposas y las piedras. Así que yo tengo entre mis mejores especímenes:
Un raro, muy alto y desgarbado, que antes de sentarse a una mesa da dos
vueltas enteras a la sala de lectura
mirando las paredes. Una de las paredes tiene
una pintura del fundador de la biblioteca y posters del último congreso. La primera vez
que lo vi me pareció normal que se detuviera
a mirarlos. Pero después observé que se detenía también
frente a las otras paredes que no tienen nada, están limpias de
cuadros, fotos o posters. Y ahí me di
cuenta que lo que examina no es lo que haya colgado sino las mismas paredes. Las paredes, propiamente.
Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de negro renegrido, se pinta los labios de rojo, y usa polleras de color naranja y violeta, o rojo y naranja, largas hasta el suelo. Es la
que siempre pide libros de historia de la moda. Pero lo raro viene después: se
sienta con su libro, comienza a leer (o más bien a observar los dibujos y las fotos), y al
minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de
leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al
rato, repite: abre el bolso, saca el par
de zapatos que había guardado, se quita
los puestos y se cambia. Le conté hasta cuatro cambios en una sola mañana de
lectura.
Hay otro raro, con barbita y anteojos a lo lennon, que cada vez que viene, y viene seguido, me
pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí “en
la mesa que gustes”, con un amplio gesto circular del brazo para señalar la cantidad de mesas libres que había en la
sala. Y creí que le daba respuesta de una vez para todas. Pero no. Cada vez vuelve a preguntar dónde puede
sentarse y a estas alturas de la insistencia yo pienso que debe ser un
interrogante filosófico mucho más allá
de un asiento concreto, tal vez alguna
cuestión interrogable acerca del
descanso humano, al que yo nunca puedo satisfacer con mi
limitada respuesta.
Pero los más raros de todos son los
raros de computadora. Hay una chica que sólo se sienta en la tercera PC.
Yo había notado que se quedaba
haciendo tiempo y merodeaba por el catálogo, hojeaba distraída los diccionarios o se concentraba en su celular. Supuse que
esperaba a alguien más hasta que me di cuenta que esperaba que se desocupara la PC
N º 3. Cuando la 3 se desocupa, vuela y se instala ella. Y
pueden estar todas libres, menos la tercera, y ella no se sienta a ninguna.
Y está Dedos de Papel, que podría ser primo del Manos de Tijera. Dedos llega,
saluda con una inclinación de cabeza, y
se sienta frente a una computadora. Luego abre su portafolios y saca de él un
sobre con recortes de papel rectangulares. A continuación, se enrolla un
recorte en los dedos índice y mayor de cada mano y lo dobla sobre la yema, y así digita sobre
el teclado con cuatro dedos protegidos y los otros en el aire, evitando rozar
las teclas.
A Dedos le tomé fotos con el celular, para dejar constancia. Los de la
tarde se quedaron asombrados cuando se las mostré y por primera vez
dejaron de burlarse de mis registros. Y algo me dice que en cuanto comente mis casos por Internet van a aparecer a contar sobre los raros que ven en su turno, como si se les hubiera ocurrido a ellos y fuera su descubrimiento. Y no me extrañaría que propusieran un concurso
de Raros de Biblioteca, para el cual me
adelanto y dejo aquí presentados a mis
mejores candidatos.
Isabel Garin
martes
Alas
Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado.
Pero así,
habría dejado de ser pájaro.
Y yo...
yo lo que amaba era un pájaro.
"Txoria txori" (traducción aproximada: un pájaro es un pájaro), del compositor y cantante vasco Mikel Laboa
sábado
Una historia de biblioteca
Alguna vez leí que a los bibliotecarios no nos interesa leer y escribir sino el contacto con el libro, convertirlo en la abstracción del registro, guardarlo en su estante, sacarlo de allí para entregarlo al lector, buscarlos, manipularlos...(no me miren así, no lo digo yo sino Ariel Bermani en "Leer y escribir").
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo, Bruno desmiente esa aseveración.
Por Alejandro
Abate
No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo dela Biblioteca , cercanas a
las ventanas, dado que éstas eran las que más se llenaban de hollín.
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultarla Espasa Calpe.
De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las 18.30 dela
Catedral , y llegaba a Florencio Varela a cerca de las ocho.
Entonces necesitaba leer para que el viaje no se le hiciera tan largo. Bruno
empezó recomendándole los primeros libros de cuentos de Cortázar. Y la señora
Estela, agradecida. A través de casi más de un año, ya había leído desde
Bestiario hasta Alguien anda por ahí. Recientemente, habían empezado por las
novelas y hace unos días atrás, se había llevado Los Premios, y cuando se la
encontró en el bufete del Banco, la
Señora le había dicho que estaba entusiasmadísima con el
libro. Fantástico, dijo.
Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro.
Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso ala Biblioteca , Bruno escuchaba
sus pasos y se empezaba a impacientar. Invariablemente, Julia calzaba unos
zapatos de taco que al caminar hacían ese particular y característico tic-tac
sobre los mosaicos. En invierno o en verano. En una oportunidad Bruno le contó
a Julia, que sus pasos, lo hacía recordar, ¡oh! casualmente a lo relatado en un
cuento, cuyo personaje femenino se llamaba igual que ella: Julia. “Te imaginás
cómo se llamaba el cuento” le comentó Bruno. “No sé”, dijo ella intrigada. “Los
Pasos de Julia” le replicó él. Ella le dijo que era un mentiroso, que lo había
inventado. “En esta biblioteca, no está el libro donde está ese cuento, pero si
lo encuentro en mi casa, te lo traigo”, prometió Bruno.
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios dela Biblioteca
para los textos universitarios, a parte de los tres volúmenes del tratado de
Derecho Administrativo de Gordillo, se llevaban alguna novela recomendada por
Bruno.
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.
El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando paulatinamente:La Montaña Mágica de
Thomas Mann; La
Condición Humana , de Malraux; El Tambor de Hojalata de Gunter
Grass.
Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz. Entonces ella se quedó a su lado.
Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.
En el cuento "Una historia de biblioteca" de Alejandro Abate, más abajo, Bruno desmiente esa aseveración.
Por Alejandro
Abate © 2011
Cuando el Banco reorganizó los horarios de la Biblioteca , Bruno
eligió el de después del mediodía, pensando en que si bien salía un poco tarde,
ganaba ampliamente en tranquilidad. Entraba a las
12.30 y se retiraba a las 20 horas, cuando ya en el Edificio era poca la gente
que quedaba. Por lo tanto, la afluencia de público, después de las 5 de la
tarde era mucho menor. Esta modalidad horaria, había sido establecida, como una
guardia de cobertura, por si alguien del Directorio o la Gerencia General
llamaban para pedir el texto de alguna ley o decreto. De todos modos, desde que
existía Internet y el Infoleg, estas consultas cada vez eran menos frecuentes.
Lo más
normal era que quedaran dos o tres personas en la sala de lectura, que
generalmente venían con su material propio, entonces Bruno se dedicaba a
guardar todos los libros devueltos del día, con mucha tranquilidad, y además, a
esa hora, Gladys, la chica de la limpieza le ayudaba con esa tarea. El único problema
que había con esto último, era que Gladys, siempre se las ingeniaba para
guardar ella los libros que iban en las estanterías de arriba, por lo cual
debía subirse a la escalera, y le pedía a Bruno que le alcanzara los libros,
así, mientras los iba acomodando, tenía la excusa perfecta para estirarse lo
más posible, cosa de que Bruno desde abajo, le viese bien las piernas y el
color de sus bombachas. No es que a Bruno no le gustara hacerlo. El tema es que
tenía muy bien incorporado el concepto que heredaba de su padre que en el más
perfecto romance se entendía con esa frase corta y certera: “donde se come no
se manipula”.
No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y generalmente se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las prendas íntimas de ella. O si no le preguntaba directamente y sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas. Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que generosamente desplegaba ella. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo de
Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultar
Los que
habían inaugurado la
Biblioteca , hacía ya más o menos 25 años atrás, por mejor
método clasificatorio, habían ordenado la totalidad de los libros en cuatro
grandes grupos y los fueron numerando ordinalmente. Los cuatro grupos eran:
Literatura y Arte, Historia, Parte General, y Parte Especial. Y un quinto
grupo, era el que ocupaba la parte de legislación y material de referencia, o
sea los diccionarios y las enciclopedias. En realidad, la “Parte General”, era
un gran conglomerado donde se ubicaban todos los libros que eran exclusivamente
de textos de las carreras universitarias: Derecho, Ciencias Económicas,
Humanidades, y materias relacionadas con la Administración Bancaria ,
el “Márketing”, la
Arquitectura y el Diseño. Cuando Bruno había ingresado a la Biblioteca con su
flamante título de Bibliotecario, había hecho algunas cuantas gestiones como
para cambiar ese método no muy ortodoxo, pero sus esfuerzos habían chocado
contra las autoridades, las que aducían que era demasiado trabajo armar todo
ese bagaje otra vez. De todos modos, la Biblioteca , funcionaba igual. Con irregularidades
y costumbres no muy profesionales, pero seguía adelante.
Entonces
el horario de la tarde era además para Bruno, un buen motivo como para no
sentirse controlado y donde muchas veces se podía establecer métodos de trabajo
que a Bruno le justificaban ampliamente su título y todos sus conocimientos,
tanto prácticos como teóricos.
Pero lo
que a Bruno más le gustaba eran las inesperadas visitas de algunos usuarios que
a esa hora, sin el apremio de estar en horario de trabajo, hacían consultas más
profundas e inesperadas. Y también estaban los que venían a pedir “literatura”,
área en la cual él era casi un experto. La política de adquisición de material,
por suerte hacía un buen tiempo, era bastante generosa, y de las partidas
presupuestarias, Bruno, que era el que atendía también esa área de la Biblioteca , separaba
una buena cantidad como para comprar a parte de los textos para las carreras
universitarias, libros de Literatura, tanto universal, latinoamericana y
Argentina. Él se ocupaba de la selección de los libros, y también de realizar
el regateo con los distribuidores o directamente en las librerías cercanas al
Banco.
De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. De a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas. Estaba la señora Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, que según le había contado a Bruno, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las 18.30 de
También
estaba Jorge Conti, un muchacho que trabajaba en Mantenimiento, que ya había
agotado los libros de Osvaldo Soriano, y entonces andaba buscando algo que lo
reemplace. Cambiando un poco la línea, Bruno empezó prestándole La traición de
Rita Hayworth, de Puig. Todavía no lo había visto como para saber qué le había
parecido. Algunos “lectores”, ya se habían tomado la costumbre de hacerle
comentarios por teléfono y luego con el correr de los años, por correo
electrónico. De a poco se había ido armando un grupeé de gente que hasta muchas
veces intercambiaban comentarios utilizando este servicio, utilizando a Bruno
como intermediario.
Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, que siempre aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus, luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre: “cuando lo termino, vuelvo por más” con una sonrisa en su rostro.
Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso a
Y fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios de
Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado.
También
estaban los muchachos que trabajaban en el turno noche en el Centro de Cómputos
de Clearing, y antes de entrar a las 20 horas a sus trabajos, pasaban por la Biblioteca , pedían los
diarios del día, hacían chanzas con los equipos de futbol de uno y otro, y
alguno de ellos, le pedía a Bruno que le recomendara algún libro para leer.
Empezó prestándoles los libros sobre futbol que había editado el Negro
Fontanarrosa, y luego pasó a un ensayo sobre este tema escrito por Eduardo
Galeano. Y así les generó la curiosidad por los libros, a parte de los
suplementos deportivos de los diarios. Curiosidad que a los otros se les fue
contagiando.
El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando paulatinamente:
Julia los leía en dos o tres semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con si figura delgada y de formas sinuosas, y su pelo largo y lacio, y su sonrisa. Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído. “Y cómo has hecho para leer tanto” preguntó ella. Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo. “Bueno”, dijo Julia, “me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo”. Pero Bruno la retuvo. Y le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón. “Está lleno de gente” dijo ella sonriendo, como siempre. “Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado” dijo Bruno en otro tono de voz. Entonces ella se quedó a su lado.
Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.
En la Biblioteca , el tiempo
pasaba bastante rápido. Con los cambios políticos, muchas veces el personal de
Biblioteca fue cambiando y rotándose de acuerdo a los vaivenes del Directorio
de turno. Hasta a Bruno, alguna vez, le tocó varias veces “ir a trabajar a otro
lado”. Pero siempre pudo volver. Hasta hubo un tiempo en que la Biblioteca tenía un
solo empleado: Bruno.
También la Biblioteca sufrió las
crisis que azotaron al país. Mudanzas; disminución de personal; recortes
presupuestarios; retiro de servicios. Hubo años en que lo único que estaba
autorizado comprar, eran los libros que pedían del área de Gerencia General y
de Capacitación. Y la
Literatura , pasó a un segundo, a un tercer plano.
A Bruno
le crecieron canas, y cansancio. Día a día, mes a mes. Año a año. Su no
rutinaria vida de Bibliotecario, en algunos momentos pasó a ser un engranaje
más.
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días laborales: lo jubilaban.
Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegaron sus últimos días laborales: lo jubilaban.
Para no
sentir ese momento como una finalización, sino como una etapa más, Bruno tomó
las cosas con la misma calma de siempre y afrontó la situación.
Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos dela Enciclopedia Espasa
Calpe –que tanto lo había ayudado para evacuar las eternas consultas de las
madres de alumnos del secundario-; fue saludando lentamente las colecciones de
los Anales de Legislación Argentina, los que consultó infinitas veces cuando
aún no existía Internet. Les hizo una grotesca reverencia a los carpetones
encuadernados que contenían las “Circulares” del Banco y pensando para sus
adentros: “los jodi”. Y a las 19 y 24 minutos, fue apagando desde atrás las
luces fluorescentes de la Sala
de Lectura, desactivó del panel de llaves eléctricas el disyuntor al que le
habían puesto un letrero que decía: “Líneas de PCs”, dio como siempre un
vistazo general, apagó la luz de la de entrada, salió de la Biblioteca y cerró la
puerta por anteúltima vez. Luego cruzó el hall central del Banco y salió a la
calle.
Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos de
La
estación Catedral estaba bastante vacía. Cuando se sentó en el primer vagón del
subte y este comenzó su marcha, extrañamente dormitó durante todo el trayecto
hasta la estación anterior a la que debía bajarse. Con el pensamiento en
blanco. Cuando llegó a su casa y abrió la puerta, ni bien entró, vio el libro
Rayuela, que estaba en la mesa del teléfono. Se sacó la campera y mientras la
colgaba en el respaldo de la silla, sintió ese tic-tac inconfundible que desde
el pasillo venía hacia él. Esos amados pasos que ya hacía un tiempo andaban
junto a él. Con él.
Unos
brazos femeninos lo abrazaron por detrás:
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer. “¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.
“¡Hola corazón… mañana es el último día que voy a la biblioteca! ¿Me vas a acompañar?” dijo Bruno mientras besaba a la mujer. “¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar a ir solo, amor?” dijo Julia.