Cuando ella llega de vuelta a su casa hay un arbolito de Navidad verde y colorido en el hall del edificio, con una estrella dorada y brillante en la punta. Ya está armado, adornado con globos de colores, titilante de lucecitas, convocante de los recuerdos de infancia, y ella se deja convocar. Simple y sencillamente el arbolito le despierta alegría o una alegre expectativa que no sabe ni se pregunta si tiene pies y está parada sobre la tierra. Nada más se deja alegrar por el arbolito. Y agradece a quienes lo hayan armado y lo hayan dejado de regalo para todos los vecinos en la entrada.
viernes
El arbolito. Un cuento de Navidad
Cuando ella llega de vuelta a su casa hay un arbolito de Navidad verde y colorido en el hall del edificio, con una estrella dorada y brillante en la punta. Ya está armado, adornado con globos de colores, titilante de lucecitas, convocante de los recuerdos de infancia, y ella se deja convocar. Simple y sencillamente el arbolito le despierta alegría o una alegre expectativa que no sabe ni se pregunta si tiene pies y está parada sobre la tierra. Nada más se deja alegrar por el arbolito. Y agradece a quienes lo hayan armado y lo hayan dejado de regalo para todos los vecinos en la entrada.
domingo
Sinfín, una novela de Martín Caparrós
El mundo presenta entonces importantes reconfiguraciones políticas y sociales: Europa se disgrega, con Estados que no tienen poder sobre sus territorios, al mismo tiempo que se ve invadida por desesperadas muchedumbres africanas que huyen de su continente. Estados Unidos continúa su larga y patética decadencia, y Latinoamérica ha formado Latinia, una inestable y empobrecida unión de países. China domina el mundo.
De esta manera la potencia de Sinfín, contada como crónica, se genera en la verosimilitud de una futura realidad política, social y tecnológica nacida de nuestro presente: el mayor logro humano en medio de un mundo desigual, violento y peligroso. Y así resulta que haber alcanzado la utópica inmortalidad, ubicada en ese contexto, es una inteligente y aguda distopía, y de esto podrían dar cuenta los interrogantes y dudas a las que al final arriba la relatora.
Y una pregunta se desprende, a la que Sinfín ya da su respuesta: ¿no es posible imaginar otro mundo mejor que este para el futuro? ¿No se puede crear y creer en un futuro mejor, con o sin inmortalidad?
Sinfìn, Martín Caparrós. Literatura Random House, 2020.
viernes
Kiosko de vidas
En un kiosko nuevo cerca de casa se venden vidas. Las vidas vienen en sobres como de figuritas y, en esencia, una vida es una figurita. Se abre el sobre y se saca la que haya tocado. Vienen en colores brillantes y son adhesivas para que los compradores jueguen con sus vidas pegándoselas en la frente o en los brazos, para reírse un poco unos de otros.
Sobre los colores brillantes viene la leyenda que señala cuál
vida se ganó. Es una sola por sobre, y puede proponer (o acertar, tal vez):
Docente – Mamá luchona – Pizzero – Médico de Terapia
Intensiva – Cartonero toda la vida – Arquitecto – Político/a – Enfermera – Troll
– Trola - Directivo de AFA – Conductora de TV – Conductor de Uber – Mantero/a –
Webmaster
Y así, diversas vidas en brillantes colores. Hay tres que son
difíciles de conseguir:
Estrella de
reggaetón – Futbolista – Modelo
Buscando vidas se intercambian muchas otras, cuyas categorías
se van estableciendo entre quienes las compran. Por ejemplo: para obtener una
vida de Político/a se entregan las de Pizzero y Conductor de Uber, y aún así
puede resultar insuficiente, quizás haya que sumar la de Troll. Una vida de
Arquitecto bien vale la de Directivo de AFA. Una de Docente se intercambia fácil con una de Enfermera,
pero no con una Mamá luchona. Médico de Terapia Intensiva exige no menos de
tres vidas para cambiarla, desde la de
Webmaster para arriba. Trola es una especie de comodín. Una Conductora de TV es
difícil de cambiar: tal vez por una de Webmaster, quizás sumada a una de Troll.
Mantero/a y Mamá luchona se intercambian entre sí con relativa rapidez. Cartonero toda
la vida no se cambia con otras vidas, nadie la quiere.
lunes
Mataco hediondo
Así se dirigen en variadas oportunidades al mataco Lisandro Vega, en la terrible y deslumbrante novela Eisejuaz, de Sara Gallardo. ¡Mataco hediondo!, suelen decirle a él o a otros de su pueblo cuando algún blanco quiere correrlo a puro desprecio de donde están. Lisandro Vega, Eisejuaz, al que el Señor le compró las manos y la voluntad, le dio dotes para escuchar su voz directamente mientras lavaba vajilla en la cocina de un hotel, o le envía lagartijas, piedras, pájaros, como mensajeros. Y le fueron encomendadas tareas que cumplir, aunque no sean claras, que sigue con fidelidad absoluta, aún sufriendo dolorosos desconciertos cuando pasa el tiempo y el Señor no se dirige a él y parece no reconocer las pesadas cargas que Eisejuaz ha asumido, ¿o que Él le hizo asumir?, tal como la de cuidar al Paqui, el blanco paralítico al que odia y que rescató agonizante del barro.
Barro y lluvia,
en la choza una cabeza de oveja en una olla de agua hirviendo para sopa, semillas y consultas mágicas a un viejo
sabio, la mujer de Eisejuaz ya fallecida
de forma violenta, la pobreza más pobre,
la que se alimenta de bichos y camina en el barro y entrega a mujeres y
niñas a los hombres. Eisejuaz, Este también, del que sus paisanos esperan que
sea el jefe que pueda hablar con el intendente para mejorar algunas condiciones
en las que viven, no quiere o no puede asumir esa condición, incluso hasta el
punto de que su comunidad le vuelve la espalda.
El monte, de donde escapan caminando los últimos de sus paisanos hacia
alguna ciudad porque ya no es posible vivir en él, será adonde Eisejuaz se
refugiará llevando al Paqui cargado en una carretilla. Volverá tiempo después al pueblo a limpiar y barrer un prostíbulo por la comida.
La hediondez del
insulto, sin embargo, brilla como luz
para alumbrar el intercambio social entre pobrísimos originarios y criollos. Sara Gallardo
lo ilumina, con su lenguaje desplegado sobre errores gramaticales de los
hablantes y su maravillosa parquedad de
palabras y de indicaciones. Un contraste
potente entre el exigente monólogo interior de Eisejuaz, tan claro y
alienado, y las condiciones que lo rodean, esas que le recuerdan el olor que se le siente.
(Sara Gallardo,
1931-1988. Otras obras: Enero; Los galgos, los galgos; Pantalones azules)
Babeles
Anoche, Dios Padre durmió mal y hoy se levantó de malhumor. Mira hacia abajo y la pequeñez que observa le revuelve el estómago: ¿cómo se atreven? Murmura: estas cucarachas, estas lauchitas, porque ni a ratas llegan, me desafían…Se sirve un café y lee en un portal inmobiliario que se construirá una torre el doble de alta que las Petronas, la de Taipei, la de Shangai , más alta todavía, más y más…De bronca que le da, pega un puñetazo sobre la mesa. Y ahí nomás, sin contener la rabia, entra al Sistema y liquida con unos comandos a los traductores de Google.
Y así fue que los humanos dejaron de entenderse entre ellos y las torres más altas, las que podían llegar a la morada del Padre, no pudieron entonces prosperar.
domingo
Siesta en Alto Camet
Esta quietud conocida:
terminó el
almuerzo,
limpia y guardada
la vajilla
terminan las tareas
del mediodía,
hace calor,
el viento cierra de
golpe una ventana
y luego todo se
calma,
se apacigua el
mundo,
se estira la siesta
adormilada
por el canto de una
paloma
sobre el coro en
sordina
de las cotorras del
parque,
lejanas.
Este vacío tan
conocido y tan mío.
Medio día ha
transcurrido
de este día
y ya media vida de mi vida.
Cómo se viene la
muerte
tan callando,
cómo se queda
durmiendo
en la quietud de la
siesta,
ya esperando.
viernes
La radio de la mamma
No sé yo cuántos serán los que siguen escuchando radio con un aparato de
los de antes, con cable para enchufar y también con pilas. En las ciudades,
entre los que disponen de Internet, no
serán muchos. La cosa es que hace un par
de meses, estando yo sin conexión, una hermana me prestó una radio de aquellas.
Era la que usaba mi madre. Esta radio fue su gran compañía mucho tiempo,
cuando ya no podía seguir la televisión y estaba la mayor parte del tiempo en
cama. La tenía siempre en su mesita de luz, al lado suyo. A veces la ponía
bajito, un murmullo que nos indicaba, por ejemplo, que estaba despierta; o que
tal vez se había dormido con la radio prendida. Otras veces el volumen se le
escapaba y de pronto sonaba muy alto, sobresaltando a los demás. Escuchaba noticias y solía ser la primera en
anunciarnos la llegada de tormentas fuertes, crímenes horrendos, aumento de
jubilaciones. Seguía a ciertos
conductores y programas y para facilitarle que los sintonizara otro hermano le
pintó dos puntitos para encontrar sus preferidos: uno para radio Atlántica y
otro para Radio María. Según su creencia
católica rezaba el rosario acompañando el de Radio María, de la que era
seguidora fiel. Cuando estaba en esta actividad, si entrábamos a su habitación nos pedía silencio y, mejor, que nos
retiráramos hasta que hubiera terminado. En algunas ocasiones encontraba o le
poníamos música que le gustaba: viejos valsecitos, algún bolero, algunas zambas…La
radio era un ancla, una señal de mañanas, tardes y noches, de días de semana y
de domingos, de toda esa vida que seguía más allá de su habitación.
Esta es la radio de la mamma, cargada con su escucha, que me tocó volver a prender. Los puntitos no se han borrado, su
memoria tampoco.
miércoles
Por quién doblan las campanas
Algunas veces, confieso que varias, o que seguido, me aparto lo que puedo de la cuenta de los muertos y de la batalla política de las vacunas y la presencialidad en las escuelas. A veces también aparto la vista del escándalo de los sin techo en las ciudades y de la miseria rampante en los barrios donde no florece ni una changa, y el rebusque es la actividad de cada día.
Confieso que dejo de seguir la
cuenta de los muertos, las disputas o la
miseria, porque no tengo fuerzas para atenderlas todo el tiempo. Como me deja sin fuerzas, sin argumentos, el
miedo que levanta muros y desconfianza, y que de alguna manera me ha recordado
el miedo bajo la dictadura.
Para estas fechas la muerte ya ha entrado a la casa de muchos, se ha sentado
a la mesa, nos ha mirado a los ojos. Como inicio de la pandemia yo
no creo en conspiraciones de laboratorio ni en eventos solo naturales, igual a caída de meteoritos o tsunamis. La muerte que entra a nuestras casas y nos obliga a mirarla a
los ojos ha nacido de lo que el humano (con nombre y apellido de grandes
corporaciones y de gobiernos y Estados) hace con
la naturaleza, con la vida animal, con el medio ambiente. Y la naturaleza, que
es inteligente y ciega, destruye a quien la destruye.
Duele la pandemia. Duele lo que se podría hacer y no se hace para detenerla. Duelen y espantan los muertos de a miles,
anónimos, y duelen tanto los cercanos, los de
nombre y apellido conocidos, los
familiares, los que hablaban de cierta manera, los que tenían ciertos gestos, los que sabíamos quiénes eran. En la
historia de las pestes siempre aparecen el miedo y el dolor, invariables. Y más quiere el miedo
levantar los muros de cada uno, para hacernos isla, más cada uno es parte del
continente que el virus construyó.
Ningún hombre es una isla
“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo…
Ninguna persona es una isla, la muerte
de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad.
Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti.
(John Donne)
A la memoria de mi
excuñado Carlos, mi prima Verónica, su marido Pedro, y mi compañero de trabajo Fernando, entre varios más. Y al
océano de los que me son anónimos pero formaban conmigo el archipiélago humano.
sábado
El bicho
Isabel se agacha para enchufar la computadora y ahí nomás, en el suelo, abajo del enchufe, encuentra un bicho. El bicho es grande para ser bicho, flaco y largo, y de color cobrizo. Está inmóvil. Isabel no lo reconoce pero parece que es de los que vuelan aunque ahora esté en el piso. Una atávica memoria de vida urbana le ordena: matalo. Y sin dudar, en realidad sin pensar, empuña un raid que tiene por ahí, y lo fusila.
Repite el fusilamiento envenenado tres veces porque las dos primeras el bicho
no hace nada, parece que no registra la lluvia atroz del aerosol, y entonces se le ocurre, a Isabel, que el bicho tal vez
ya estaba muerto. Y en el mismo momento
que lo piensa el bicho cobrizo da un salto
con toda su potencia negando esa presunción. Está vivo, bien vivito y saltando.
Isabel se asquea, le da repulsa, y se
conduele por el insecto ese, ya intoxicado de muerte. Que se muera pronto, desea.
Pero el bicho no tiene la misma
idea y parece que va a dar batalla. Cae al costado de una silla haciendo un
ruidito de toc. Suena toc al caer, tendrá el cuerpo con alguna
cubierta algo dura, o como tiene cierto tamaño su cuerpo hace ruido contra el
suelo. Toc para un lado, toc para el otro, a un par de metros
cada vez y en cualquier dirección. Toc para
una ventana, toc para el centro de la
habitación, toc arriba de una silla
en un salto más alto que los demás.
Isabel sigue
los saltos agónicos con atormentada atención. No quiere que el bicho se le pierda
de vista para asegurarse de que quede fenecido,
no sea cosa que sobreviva a la lluvia de raid, quede oculto por ahí y
más tarde se le suba a la mesa o a la cama o algo así…¿Y si se vengara? ¿Si el
bicho se vengara del ataque cayendo sobre el plato de comida, por ejemplo, o
tuviera cómo morder, o clavar aguijón, o transmitir enfermedades…? Toc para allá, toc para acá … ay, que se quede muertito y quietito de una
vez. En uno de los toc alocados el bicho cobrizo cae sobre un pie de Isabel. Isabel ha
sentido el leve choque contra la pierna y luego la caída sobre el pie. Le da
toda la impresión de que el bicho sabe lo que hace en sus últimos momentos.
También le da una corriente eléctrica de espanto que le impulsa el pié en una patada al aire
para sacarse al bicho de encima.