viernes

El arbolito. Un cuento de Navidad



Cuando ella llega de vuelta a su casa hay un arbolito de Navidad verde y colorido en el hall del edificio, con una estrella dorada y brillante en la punta. Ya está armado, adornado con globos de colores, titilante de lucecitas, convocante de los recuerdos de infancia,  y ella se deja convocar. Simple y sencillamente el arbolito le despierta alegría o una alegre expectativa que no sabe ni se pregunta si tiene pies y está parada sobre la tierra. Nada más se deja alegrar por el arbolito. Y agradece a quienes lo hayan armado y lo hayan dejado de regalo para todos los vecinos en la entrada.

La tarde siguiente, cuando regresa, hay un pequeño tumulto en el hall. Cuatro o cinco vecinos discuten airados y ofendidos alrededor de un vacío: el arbolito no está. En su lugar han escrito un cartel que dice: “Si usted no ve al arbolito aquí es porque uno de sus vecinos se lo robó”.
¡Ah! ¡Ahhh! Ella se paraliza. ¿También se roban los arbolitos de Navidad? ¡También se roban los arbolitos de Navidad! Alguien se lo robó, alguien del edificio, y es un robo más de los tantos que se producen sobre la vida de todos los días. Pero éste más sobre las expectativas y los intangibles, más sobre las memorias y los deseos, porque ¿quién ganará nada con unas ramas verdes de plástico y unas  bolas etéreas que se quiebran de un respiro? Eso intercambian José, el del  4º B, y Analía, la del 5º, y los demás: ¡Robarse un arbolito! Es lo último, se enojan, un arbolito de navidad no es necesario, si no tenés, no tenés y listo, nadie se ha muerto porque no tenga un arbolito, y además tengamos cuidado que entre nosotros hay un chorro. Lucas, el chico del 6º, alto y flaco y con la cabeza llena de rulos, escucha sin intervenir pero mira con sorna, le parece a ella. ¿Mira con sorna? Sí, confirma con cierta bronca, parece que se estuviera divirtiendo, y no le extraña: Lucas tiene fama de antisocial,  peleador, revoltoso. Uf.
Ella se retira después, un poco abatida.  Todo lo podría entender, todo lo que fuera concreto, comestible, de abrigo, de techo, de hambre, de frío, pero robar un arbolito de Navidad le cuesta, le cuesta aceptarlo y se encrespa de enojo, de irritación, de rechazo al afano barato y absurdo, y al sentido: ¿cuál vecino lo afanó por nada, por gracia, por contar la anécdota, o tal vez lo regaló sin ningún costo personal?

Lo masculla varios días hasta el mismo  24, cuando sale con apuro a comprar más mayonesa para terminar los piononos y las ensaladas rusas. Ya ha anochecido. Va a cruzar Garay debajo de Autopista cuando ve a la ranchada que sobrevive ahí, en la noche caliente de la ciudad.  Antes solía tener prevención de pasar por esa vereda pero la ranchada es más bien indiferente a su  paso, solo de tanto en tanto le han pedido alguna moneda, pero  nunca la molestaron. Está  caminando cuando algo le llama la atención: hay un reflejo dorado  que parece flotar sobre las cabezas en medio de los cuatro o cinco hombres oscuros que charlan sentados y se pasan una botella de uno a otro, alrededor de una parrilla mínima, una parrillita  precaria sobre la que algo tirarán porque ellos también van a celebrar.
El reflejo dorado se ilumina en su memoria. Aminora el paso  y al fin se detiene frente al grupo. Se detiene porque el reflejo dorado es… ¿es el de la estrella de la punta del arbolito? ¡Sí, es esa estrella! ¡Y es el arbolito robado! Aquí está, algo torcido pero igual de brillante por los globos de colores, entre los cambalaches de la ranchada, un carro de supermercado, una torre de colchones doblados, cajas de cartón, ropa tendida. Los hombres se han callado, sorprendidos y a la espera  de que esa mujer, detenida ahí, haga o diga algo.  Ella todavía no reacciona cuando detrás del carro de supermercado ve asomar una cabeza con rulos y descubre a Lucas. Lucas también la descubre y la mira sin ocultarse, con una semisonrisa de  desafío.  El instante se carga,  hace mucho que el momento está inmóvil y ya se ha hecho muy pesado, con todos detenidos como en una fotografía. Al fin ella se recobra cuando advierte que está parada ahí, sin decir nada.  
 ¡Feliz Navidad! — dice entonces.  
 Feliz Navidad, señora — le contestan, y el tiempo y la botella entre ellos vuelven a correr.

domingo

Sinfín, una novela de Martín Caparrós


(Para Contrahegemoníaweb). Ser mortales,  y saberlo, es el eje de la condición humana. O lo era, hasta que a fines de este siglo el ser humano ha alcanzado la inmortalidad.  Cómo ha llegado a ella es lo que investiga una “relatora”, lo que antes se llamaba periodista, que busca los ocultos antecedentes del más formidable logro humano: no morirse más. 

El mundo presenta  entonces importantes reconfiguraciones políticas y sociales: Europa se disgrega, con Estados que no tienen poder sobre sus territorios, al mismo tiempo que se ve invadida por desesperadas muchedumbres africanas que huyen de su continente. Estados Unidos continúa su larga y patética decadencia, y Latinoamérica ha formado Latinia, una inestable y empobrecida unión de países. China domina el mundo.

Justamente, es chino el nombre de la inmortalidad alcanzada por la ciencia y la tecnología: 天 Tsian. Aquella relatora comienza a tirar el hilo de los ya lejanos  comienzos de la investigación científica en laboratorios, busca y entrevista a las personalidades que fueron creando y recreando el camino de la vida eterna, y las leyendas a su alrededor; conoce a los primeros y exclusivísimos casos que obtuvieron su Tsian, inalcanzables para las mayorías por costosos y privativos, hasta la masividad que determinó e impuso China. En este camino, son  brillantes  las descripciones  de la ubicua tecnología, la fluidez de los cuerpos y los géneros, el intercambio social y personal, lo transcorpóreo, las realidades virtuales caras y cómodas para vivir sin asomarse a las tremendas realidades de las calles.

De esta manera  la potencia de Sinfín, contada como crónica,  se genera en la verosimilitud  de una futura realidad política, social y tecnológica nacida de nuestro presente: el mayor logro humano en medio de un mundo desigual, violento y peligroso. Y así resulta que  haber alcanzado la utópica inmortalidad, ubicada en ese contexto,  es una inteligente y aguda distopía, y de esto podrían dar cuenta los interrogantes  y dudas a las que al final arriba la relatora.

Y una pregunta se desprende, a la que Sinfín ya da su respuesta: ¿no es posible imaginar otro mundo mejor que este para el futuro? ¿No se puede crear y creer en un futuro mejor, con o sin inmortalidad?


Sinfìn, Martín Caparrós. Literatura Random House, 2020.

viernes

Kiosko de vidas


En un kiosko nuevo cerca de casa se venden vidas. Las vidas vienen en sobres como de figuritas y, en esencia, una vida es una figurita. Se abre el sobre y se saca la que haya tocado. Vienen en colores brillantes y son adhesivas para que los compradores jueguen con sus vidas pegándoselas en la frente o en los brazos, para reírse un poco unos de otros. 

Sobre los colores brillantes viene la leyenda que señala cuál vida se ganó. Es una sola por sobre, y puede proponer (o acertar, tal vez):

Docente – Mamá luchona – Pizzero – Médico de Terapia Intensiva – Cartonero toda la vida – Arquitecto – Político/a – Enfermera – Troll – Trola - Directivo de AFA – Conductora de TV – Conductor de Uber – Mantero/a – Webmaster 

Y así, diversas vidas en brillantes colores. Hay tres que son difíciles de conseguir:

Estrella de reggaetón – Futbolista – Modelo

Buscando vidas se intercambian muchas otras, cuyas categorías se van estableciendo entre quienes las compran. Por ejemplo: para obtener una vida de Político/a se entregan las de Pizzero y Conductor de Uber, y aún así puede resultar insuficiente, quizás haya que sumar la de Troll. Una vida de Arquitecto bien vale la de Directivo de AFA. Una de Docente  se intercambia fácil con una de Enfermera, pero no con una Mamá luchona. Médico de Terapia Intensiva exige no menos de tres vidas para cambiarla,  desde la de Webmaster para arriba. Trola es una especie de comodín. Una Conductora de TV es difícil de cambiar: tal vez por una de Webmaster, quizás sumada a una de Troll. Mantero/a y Mamá luchona se intercambian entre sí con relativa rapidez. Cartonero toda la vida no se cambia con otras vidas, nadie la quiere.

 

 

Haiku urbano


Tarde helada. 

Fogata en la esquina y palmas, 

acecha la policía. 



lunes

Mataco hediondo


Así se dirigen en variadas oportunidades al mataco  Lisandro Vega, en la terrible y deslumbrante novela Eisejuaz, de Sara Gallardo. ¡Mataco hediondo!, suelen decirle  a él o a otros de su pueblo cuando algún blanco quiere correrlo a puro desprecio de donde están. Lisandro Vega, Eisejuaz, al que el Señor le compró las manos y la voluntad, le dio dotes para escuchar su voz directamente mientras lavaba vajilla en la cocina de un hotel, o le envía lagartijas, piedras, pájaros, como mensajeros.  Y le fueron encomendadas tareas que cumplir, aunque no sean claras, que sigue con fidelidad absoluta, aún sufriendo dolorosos desconciertos cuando pasa el tiempo y el Señor no se dirige a él y parece no reconocer las pesadas cargas que Eisejuaz ha asumido, ¿o que Él le hizo asumir?, tal como la de cuidar al Paqui, el blanco paralítico al que odia y que rescató agonizante del barro.  

Barro y lluvia, en la choza una cabeza de oveja en una olla de agua hirviendo para sopa,  semillas y consultas mágicas a un viejo sabio,  la mujer de Eisejuaz ya fallecida de forma violenta, la pobreza más pobre,  la que se alimenta de bichos y camina en el barro y entrega a mujeres y niñas a los hombres. Eisejuaz, Este también, del que sus paisanos esperan que sea el jefe que pueda hablar con el intendente para mejorar algunas condiciones en las que viven, no quiere o no puede asumir esa condición, incluso hasta el punto de que su comunidad le vuelve la espalda.  El monte, de donde escapan caminando los últimos de sus paisanos hacia alguna ciudad porque ya no es posible vivir en él, será adonde Eisejuaz se refugiará llevando al Paqui cargado en una carretilla.  Volverá tiempo después al pueblo a  limpiar y barrer un prostíbulo por la comida.

La hediondez del insulto, sin embargo,  brilla como luz para alumbrar el intercambio social entre pobrísimos originarios y criollos.  Sara Gallardo  lo ilumina, con su lenguaje desplegado sobre errores gramaticales de los hablantes y su maravillosa parquedad  de palabras y de indicaciones.  Un contraste potente entre el exigente monólogo interior de Eisejuaz,  tan claro  y  alienado, y las condiciones que lo rodean,  esas que le recuerdan  el olor que se le siente.

 

(Sara Gallardo, 1931-1988. Otras obras: Enero; Los galgos, los galgos; Pantalones azules)

Babeles

Desde arriba, Dios Padre ve ya hace tiempo que los humanos construyen altas, altísimas torres que rozan las nubes y, por lo que deduce, están tratando de llegar hasta él. Hasta su propia morada, sus dominios, ¿y para qué, acaso quieren espiarlo?, como si no les bastara que ya los dejó pisar la Luna y enviar chiches no tripulados a otros planetas.

Anoche, Dios Padre durmió mal y hoy se levantó de malhumor. Mira hacia abajo y la pequeñez que observa le revuelve el estómago: ¿cómo se atreven? Murmura: estas cucarachas, estas lauchitas, porque ni a ratas llegan, me desafían…Se sirve un café y lee en un portal inmobiliario que se construirá una torre el doble de alta que las Petronas, la de Taipei, la de Shangai , más alta todavía, más y más…De bronca que le da, pega un puñetazo sobre la mesa.  Y ahí nomás, sin contener la rabia, entra al Sistema y liquida con unos comandos a los traductores de Google. 

Y así fue que los humanos dejaron de entenderse entre ellos y  las torres más altas, las que podían llegar a la morada del Padre, no pudieron entonces prosperar. 



domingo

Siesta en Alto Camet

Esta quietud conocida:

terminó el almuerzo,

limpia y guardada la vajilla

terminan las tareas del mediodía,

hace calor,

el viento cierra de golpe una ventana

y luego todo se calma,

se apacigua el mundo,

se estira la siesta adormilada

por el canto de una paloma

sobre el coro en sordina

de las cotorras del parque,

lejanas.

 

Este vacío tan conocido y tan mío.

Medio día ha transcurrido

de este día

 y ya media vida de mi vida.

Cómo se viene la muerte

tan callando,

cómo se queda durmiendo

en la quietud de la siesta,

ya esperando.

 



 


 






 


 


 



viernes

La radio de la mamma

 

No sé yo cuántos serán los que siguen escuchando radio con un aparato de los de antes, con cable para enchufar y también con pilas. En las ciudades, entre los que disponen de Internet,  no serán muchos.  La cosa es que hace un par de meses, estando yo sin conexión, una hermana me prestó una radio de aquellas.

Era la que usaba mi madre. Esta radio fue su gran compañía mucho tiempo, cuando ya no podía seguir la televisión y estaba la mayor parte del tiempo en cama. La tenía siempre en su mesita de luz, al lado suyo. A veces la ponía bajito, un murmullo que nos indicaba, por ejemplo, que estaba despierta; o que tal vez se había dormido con la radio prendida. Otras veces el volumen se le escapaba y de pronto sonaba muy alto, sobresaltando a los demás.  Escuchaba noticias y solía ser la primera en anunciarnos la llegada de tormentas fuertes, crímenes horrendos, aumento de jubilaciones.  Seguía a ciertos conductores y programas y para facilitarle que los sintonizara otro hermano le pintó dos puntitos para encontrar sus preferidos: uno para radio Atlántica y otro para Radio María.  Según su creencia católica rezaba el rosario acompañando el de Radio María, de la que era seguidora fiel. Cuando estaba en esta actividad,  si entrábamos a su habitación  nos pedía silencio y, mejor, que nos retiráramos hasta que hubiera terminado. En algunas ocasiones encontraba o le poníamos música que le gustaba: viejos valsecitos, algún bolero, algunas zambas…La radio era un ancla, una señal de mañanas, tardes y noches, de días de semana y de domingos, de toda esa vida que seguía más allá de su habitación.

Esta es la radio de la mamma, cargada con su escucha, que me tocó volver a  prender. Los puntitos no se han borrado, su memoria tampoco.

miércoles

Por quién doblan las campanas

 Algunas veces, confieso que varias,  o que seguido, me aparto lo que puedo de la cuenta de los muertos y de la batalla política de las vacunas y la presencialidad en  las  escuelas. A veces también aparto la vista del escándalo de los sin techo en las ciudades y de la miseria rampante en los barrios donde no florece ni una changa, y el rebusque es la actividad de cada día. 

Confieso que dejo de seguir la cuenta  de los muertos, las disputas o la miseria, porque no tengo fuerzas para atenderlas todo el tiempo.  Como me deja sin fuerzas, sin argumentos, el miedo que levanta muros y desconfianza, y que de alguna manera me ha recordado el  miedo  bajo la dictadura.

Para estas fechas la muerte ya  ha entrado a la casa de muchos, se ha sentado a la mesa, nos ha mirado a los ojos.  Como inicio de la pandemia  yo no creo en conspiraciones de laboratorio ni en eventos solo naturales,  igual a caída de meteoritos o tsunamis. La muerte que entra a nuestras casas y nos obliga a mirarla a los ojos ha nacido de lo que el humano (con nombre y apellido de grandes corporaciones y de gobiernos y Estados)  hace con la naturaleza, con la vida animal, con el medio ambiente. Y la naturaleza, que es inteligente y ciega, destruye a quien la destruye.

Duele la pandemia.  Duele lo que se podría hacer y no se hace para detenerla. Duelen y espantan los muertos de a miles, anónimos, y duelen tanto los cercanos, los de  nombre y apellido conocidos, los  familiares, los que hablaban de cierta manera, los que tenían  ciertos gestos,  los que sabíamos quiénes eran. En la historia de las pestes siempre aparecen el miedo y el dolor, invariables. Y más quiere el miedo levantar los muros de cada uno, para hacernos isla, más cada uno es parte del continente  que el virus construyó.

Ningún hombre es una isla

“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo…
Ninguna  persona es una isla, la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad. 
Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti.
(John Donne)

A la memoria de mi excuñado Carlos, mi prima Verónica, su marido Pedro, y mi compañero de trabajo Fernando, entre varios más.  Y al océano de los que me son anónimos pero formaban conmigo el archipiélago humano.

sábado

El bicho

 

Isabel  se agacha para enchufar la computadora  y ahí nomás, en el  suelo, abajo del enchufe, encuentra un bicho. El bicho es grande para ser bicho, flaco y largo, y de color cobrizo. Está inmóvil.  Isabel no lo reconoce pero parece que es de los que vuelan aunque ahora esté en el piso. Una atávica memoria de vida urbana le ordena: matalo. Y sin dudar, en realidad sin pensar, empuña un raid que tiene por ahí, y lo fusila.

Repite el fusilamiento envenenado  tres veces porque las dos primeras el bicho no hace nada, parece que no registra la lluvia atroz del aerosol, y entonces  se le ocurre, a Isabel, que el bicho tal vez ya estaba muerto.  Y en el mismo momento que lo piensa  el bicho cobrizo da un salto con toda su potencia negando esa presunción. Está vivo, bien vivito y saltando. Isabel se asquea, le da repulsa,  y se conduele por el insecto ese, ya intoxicado de muerte.  Que se muera pronto, desea.

Pero el bicho no tiene la misma idea y parece que va a dar batalla. Cae al costado de una silla haciendo un ruidito de toc. Suena toc al caer, tendrá el cuerpo con alguna cubierta algo dura, o como tiene cierto tamaño su cuerpo hace ruido contra el suelo. Toc para un lado, toc para el otro, a un par de metros cada vez y en cualquier dirección. Toc para una ventana, toc para el centro de la habitación, toc arriba de una silla en un salto más alto que los demás.  

Isabel sigue los saltos agónicos con atormentada  atención. No quiere que el bicho se le pierda de vista para asegurarse de que quede fenecido,  no sea cosa que sobreviva a la lluvia de raid, quede oculto por ahí y más tarde se le suba a la mesa o a la cama o algo así…¿Y si se vengara? ¿Si el bicho se vengara del ataque cayendo sobre el plato de comida, por ejemplo, o tuviera cómo morder, o clavar aguijón, o transmitir enfermedades…? Toc para allá, toc para acá … ay, que se quede muertito y quietito de una vez.  En uno de los toc alocados el bicho cobrizo cae sobre un pie de Isabel. Isabel ha sentido el leve choque contra la pierna y luego la caída sobre el pie. Le da toda la impresión de que el bicho sabe lo que hace en sus últimos momentos. También le da una corriente eléctrica de espanto  que le impulsa el pié en una patada al aire para sacarse al bicho de encima.

 El bicho cae lejos de ella y esta vez no hace toc. No hace ningún ruidito. Isabel se acerca desconfiada de que resucite y lo ve caído de costado. Quieto. Espera unos instantes más pero sigue igual,  ahora sí muertito de costado sobre el piso. Busca la pala y el escobillón para tirarlo afuera, en el fondo, para que al menos tenga sepultura natural, culpándose por no haber pensado sacarlo afuera antes del raid.

 Y cuando lo lleva le parece que  todavía mueve una pata.