jueves

El punto inmóvil


Por alguna razón de secreto magnetismo el punto podía desplazarse hasta medio metro en la despensa-baulera de la abuela, entre los estantes de frascos de conservas, las sillas descalabradas y las pilas de revistas viejas. Ella y una prima eran las más expertas en ubicarlo si tal cosa había sucedido: les bastaba un par de pisadas certeras para volver a hallarlo. El punto, más o menos redondo, no era mucho más grande que los pies de una niña de diez años y al pararse sobre él producía una leve sensación de almohadilla que permitía hundir muy ligeramente el talón o la punta del pie.

Después de ubicado las dos se turnaban para jugar. Ambas primas, y los amigos que invitaran, tenían que entrenarse para el uso porque al principio producía vértigo. Parados sobre el punto, con los pies bien firmes y cierta flexibilidad en las rodillas,  había que clavar la vista en la pared descascarada de enfrente y esperar unos segundos a que se activara el giro. No le llamaban “giro” cuando eran chicos sino “la vuelta” que era lo que el punto empezaba a hacer: dar vueltas desde aquella despensa-baulera medio abandonada hasta que la visión atravesara las paredes y llegara a la esquina, y luego a cada vez mayor velocidad  alrededor del que estuviera jugando, girara más allá de calles y avenidas, más allá del  barrio y la ciudad, y del país y del océano, hasta convertirse en una velocísima cinta  que abarcaba la Tierra entera y que los envolvía en su movimiento, una navegación circular durante la cual se acallaban todos los sonidos y el silencio era cósmico en la exacta inmovilidad. Para pararlo y dar el turno a otro había que cerrar los ojos y esperar unos momentos, tal vez un minuto, a que la cinta se fuera deteniendo, que la visión se des-envolviera a su alrededor, que dejaran de producirse unos suaves movimientos de bamboleo, como los de una máquina agitada que se fuera apagando, hasta que recién entonces se volvían a escuchar los sonidos comunes, como la voz del siguiente jugador reclamando su turno, y se viera de nuevo la pared descascarada de enfrente.

Así me cuenta con asombro recién ahora descubierto la viejita que vive al lado mío. Me dice que nunca se dio cuenta si la abuela u otros mayores de la familia estaban enterados de la existencia de aquel punto en la despensa-baulera, y que hace un tiempo fue a visitar el lugar donde hace mucho estaba la casa familiar con secreto ánimo de poder pasar y de saber si el punto seguía activo, pero se encontró con que aquel predio es ahora una torre de elegantes pisos sobre la avenida Pedro Goyena, en Buenos Aires. Y así no se atrevió a averiguar si se conserva el punto inmóvil desde el cual se podía observar el giro loco de la Tierra.
IG



sábado

Campo de luces


Por Ruta 2, yendo de Buenos Aires a Mar del Plata  un poco antes de Dolores,  se lo descubre mirando hacia la derecha.  Se puede bajar al camino vecinal y adentrarse unos cinco o seis kilómetros  para disfrutarlo de cerca y entrar en él.  Es un campo de varias hectáreas florecido de luces. Hay árboles altos, ya muy desarrollados, que se cubren de lamparitas de luz cálida en primavera. Hay grandes canteros de elegantes espirales  de luz blanca. En una lomada crecen y se multiplican las luces LED redondas de muchos colores y por los senderos internos se camina entre los fragantes empotrados de piso. El diseño del campo es radial y en el centro se destaca la maravillosa enredadera de miles de lámparas diminutas que desde el anochecer parecen haber atrapado todas las luciérnagas del mundo. Cuando la noche es despejada, el campo parece un pedazo de cielo estrellado caído sobre la pampa. Cuando la noche es neblinosa las luces flotan en el espacio y se difuminan creando una provocadora confusión entre arriba y abajo.
Los trabajadores luceros que lo atienden son jardineros expertos que han logrado retener y  desarrollar las semillas de luz. No cobran por su trabajo más que a voluntad lo que cada visitante quiera dejarles. El campo solo cierra los lunes.
IG

domingo

Lo que vio la mujer que llegó al horizonte


Descreída de que el horizonte nunca pueda alcanzarse, una mujer empezó a caminar y llegó hasta él. Caminó días y días sin desanimarse de verlo siempre a la misma distancia. Siguió caminando noches y noches durante las cuales seguía imaginándolo y deseando alcanzarlo, sin verlo. Un amanecer descubrió que el horizonte había cambiado su condición de nítida línea que une el cielo y la tierra por otra que se difuminaba  perdiendo precisión y ganando amplitud en el espacio. Comprendió que estaba cerca y apuró la marcha.

Varios días después,  llegó.  El horizonte, contó después, es una enorme pared de luz que se fragmenta en múltiples figuras geométricas, líneas, círculos, óvalos, que no se pueden atravesar. Sin embargo, la pared de luz es blanda y las figuras se arman y desarman fluctuando verticales en el espacio infinito. Mis pies llegaron a su límite y sentí que no había más suelo sobre el que seguir caminando, una sensación de precipicio, dijo. Para probarlo,  en ese borde se afirmó sobre el pie izquierdo  y extendió el derecho hundiendo la punta en la pared blanda, y entonces los óvalos, círculos y líneas de bordes redondeados de luz se movieron, ondulantes como si hubiera agitado su reflejo arrojando una piedra a un estanque.

Isabel Garin