martes

Sumatorias


Hay una remota sensación de tener que cruzar a pie un país entero; o de inabarcable, igual que frente al mar,  ante el libro muy extenso. Me ha pasado de dudar emprenderlo en una cierta evaluación costo-beneficio que nunca he sentido con las obras más breves. A cualquiera, corta o larga, puedo dejarla cuando quiera si no me gusta pero dejar de leer la extensa me remite a flojedad, abandono, retroceso, como si el libro extenso solo por esa condición me desafiara.

Pero si el libro extenso me gusta… ¡qué placer que sea ancho como el mar! Así recuerdo haber navegado por la Pastoral americana, de Philip Roth, durante unas vacaciones en las que no podía dejar de leerla. A la mañana salía de caminata por la playa con ella en la mochila, y donde me sorprendieran las ganas de descansar o después de bañarme la sacaba para continuarla.  Me gustaba poder volver muchas veces a leerla y hacia el final, como siempre me pasa cuando lo que leo me cautiva, contaba o palpaba las pocas páginas que restaban de las 546 trajinadas por el Sueco, el protagonista, deseando que no acabaran nunca.


A las 765 páginas de El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, entré sin ninguna duda y las navegué de día y de noche  atrapada por las vidas dramáticamente confluyentes de Troski y de Mercader y por los tiempos que vivieron, de feroces persecuciones, enfrentamientos y guerras, y también atrapada por el melancólico Iván, por los descubrimientos que va haciendo de ese hombre que pasea por la playa con sus galgos rusos.  Página tras página sin ningún naufragio de aburrimiento deslumbrada por asistir a épocas tan definitorias  en la piel y sufrimientos de sus protagonistas.




En cambio, estaba por defeccionar con La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, leídas ya una veintena o treintena de páginas sin que el español Ignacio Abel  intentara alguna clase de seducción para que me quedara en su historia. Iba así, a punto de abandonarla irritada con el nivel de detalle minucioso que se cuenta acerca de ese hombre que se encuentra en la cima de su carrera profesional y también de su hastío familiar, cuando vi cómo hacía barquitos o casitas o avioncitos para sus hijos, él, el arquitecto tan reconocido, jugando al placer de hacer pequeñas cosas con sus propias manos. Y en ese momento hizo el gesto invitador para que no me fuera y terminé fascinada viviendo con él las 958 páginas en las que Abel transcurre su existencia en Madrid  entre 1935 y 1936, arrastrado por los remolinos de su amor clandestino con Judith y por el comienzo de la Guerra Civil.

 Además de esas, ¿cuántas páginas habré leído en mi vida? Una pregunta de respuesta imposible además de inútil: ¿para qué serviría saberlo? Pero tal vez le sirve a potenciales lectores conocerlo de antemano, según me contó hace ya tiempo una compañera de trabajo.
Había ido a la feria del libro y, suerte para ella, había encontrado varios títulos que le interesaron  a muy buen precio. Se los compró y volvió feliz a su casa. Los estaba compartiendo con su familia cuando el hermano menor empezó a hacer una actividad extraña con aquellos ejemplares de novelas, de cuentos o de poemas: los abría, miraba la última página, parecía contar,  dejaba ese libro a un lado, tomaba otro, miraba la última página, contaba algo, y así hasta terminar la pila que mi compañera había llevado. Y al final, como alguien agobiado por un descubrimiento de pesadas consecuencias, se agarró la cabeza con las manos y exclamó:
 ¡Son 1150 páginas!
Había sumado en total las de todos los libros. Sin reparar en los títulos, los autores o el entusiasmo literario de la hermana, la sumatoria lo había desolado. 

domingo

Cebado

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La yerba se lava rápido cuando se toma de a dos, me harté de cambiarla tantas veces, si alguien se arrima a mi ritual que no reclame, no mueva la bombilla, no se meta con mi nostalgia, que se aguante si el agua quema, no me mire con ganas de cebarme, me cebo mis propios mates y si quiero, cuando se me dé la regalada gana, le cebaré, bien cebado.
Que me mire a los ojos, que no me agradezca, ahí se termina todo, con un gracias miserable, me levanto a calentar más agua, pero agua para mí, para mí solito y si no conversa que me mire a los ojos, que me cuente un cuento, si quiero llorar voy a llorar, que no pregunte estupideces y sobre todas las cosas me abrace antes de irse y otra vez, nada de dar las gracias, ahí se acaba todo.
El agua no tiene que hervir, el amor quema la yerba y ella pierde su amargura, su parte más viciosa, la que la hace mate, el motor del deseo, ese olor silvestre que despierta a cualquier bestia de ciudad.
Escribo porque es una esquina escribir, salir, a veces me digo, por qué no escribís un poco.
Caliento el agua, cargo el termo, la medida de siempre, el abismo entre la bombilla y la yerba, irse donde no hayan televisores ni cuadros, al lugar donde nadie quiera encontrar a nadie. El mate en soledad, es mi peor vicio. Intento dejarlo, que me ceben un poco los otros, necesito no tomarme tan solo todo.
José Cabrera
José Cabrera es actor, director de teatro, poeta y escritor, además de paraguayo migrante en Buenos Aires. Aquí su "Cebado", tomado de su blog Vulgar y silvestre. Vale la pena conocerle todo (lo que él quiera dejar conocer)
Xilografía de Carlos Colombino

viernes

La personita



El chico, que tendrá unos veinte años, me cuenta que no fue un descubrimiento en algún momento de su vida, que lo ha sabido y lo ha sentido desde que puede recordar y que siempre le ha parecido tan natural  y tan propio que ni siquiera se le habría ocurrido comentarlo con alguien, como nadie comenta, por obvio,  que tiene dos orejas o cinco dedos en la mano.

El chico dice que tiene adentro suyo una personita que lo habita. Cuando me lo dijo lo miré con desconfianza calculando si no estaría en pleno delirio, pero luego le creí y me dejé llevar por su relato. La personita que lleva adentro mide unos tres milímetros y así como es de mínima lo reproduce exactamente, tal cual es el mismo chico pero en tamaño minúsculo. Habita entre los huesos del cráneo, por las órbitas, los maxilares, los cornetes. Por lo general duerme detrás de la nariz, acurrucada en la cavidad nasal y tan cómoda que el chico ni la siente. Es muy curiosa y suele salir de reconocimiento por un oído o por otro, aunque también suele dormir largas temporadas en las que no se siente en lo más mínimo y parece haber desaparecido en los tejidos interiores.

Cuando  el chico quiere jugar con su personita resopla fuerte y la despierta. Su yo diminuto se despereza, se estira, y si está de buen humor empieza a moverse, da saltitos, gira, baja por la garganta y al pasar le da un manotazo juguetón a la campanilla, que vibra y produce un cosquilleo muy agradable, y desciende todo lo que puede, agarrándose a las paredes en escalada. Al chico le gusta mucho bajar a su interior y ver con los ojos de la personita lo que hay adentro suyo.

Pero si  un día la personita está de mal humor se le sube por los senos paranasales y se lanza desde allá arriba a toda velocidad provocándole estornudos como de alergia. El chico dice que siente perfectamente el raspar de su pequeño yo cuando se desliza fuerte a propósito.  Otras veces el minúsculo ser, relajado, feliz, se deja llevar por el paso del aire, se deja hamacar con el aire que pasa por detrás de la nariz y se queda jugando ratos largos a ir y venir con cada inhalación y exhalación.

Así vive el chico habitado por la personita a la que de ninguna manera quiere perder.  Esto manifiesta mientras los dos charlamos esperando que nos atienda el otorrinolaringólogo. Y me explica que ha venido a la consulta por dolor de oídos pero que si con esos aparatos de temible poder que todo lo ven en el interior de la gente le descubren a la personita y la acusan del problema de los oídos,  jamás permitirá que la ubiquen y se la extirpen. Así asegura cuando el médico sale y llama al próximo, que es él.  Nos despedimos, le deseo suerte y él entra al consultorio firme y con su decisión ya tomada.

domingo

Sístole y diástole

Fue desde entonces,
desde  el tiempo del Rodrigazo,
cuando no se encontraba aceite
azúcar o papel higiénico,
y cuando se encontraban
eran impagables,
que se empezó a grabar
esta  memoria mía.



Desde entonces mis neuronas
tienen memoria de inflación
mi biología
los glóbulos rojos
y los blancos,
mi sístole y mi diástole
recuerdan  inflación.


En el 89 y en el 90
desenchufé la heladera,
mejor no gastar en electricidad
cuando no teníamos ni un ramito de perejil
ni una zanahoria que  guardar.        
                        


Ni una moneda para viajar.
Sístole
le pedíamos a los choferes del 95
si nos podían llevar
diástole
y cuando cobrábamos,
con los compañeros de trabajo
hacíamos plazos fijos a una semana
para tener algo, para no perder tanto.


Pero igual la inflación nos apaleaba.
Desde entonces,  
cuando cae la devaluación sobre nosotros,
¡sístole!
castigo, tempestad,
cataratas sobre nuestras cabezas,
mi biología me dicta:
corre al supermercado
compra aceite, arroz, yerba
¡diástole!
que todo va a subir de nuevo
mientras duermas estará subiendo
va a subir de vuelta mañana
y pasado mañana,
debes tener algo en la alacena
¡corre!
sístole
¡apura!
diástole


Y señala con el dedo índice:

todo  será remarcado
y cual maldición bíblica
sufriréis el castigo del código de barras
cuando paséis por la caja del supermercado,
fuegos de la devaluación
descenderán sobre vosotros
y pereceréis
ardiendo de carencias, de rabia,
de billetera flaca o tarjeta colapsada.

Sístole,
dólar padre nuestro
Diástole,
madre inflación.


Isabel Garin


jueves

La mujer que lleva a su sombra en la cartera


A la mujer la sombra se le quedó en la playa un domingo de verano. Había ido con toda la familia y a la tardecita, cuando ya se volvían y había que recoger los toallones, las pelotas y las canastas, se dio cuenta de que algo quedaba sobre la arena, un objeto oscurecido, con una forma más o menos parecida a la de un cuerpo alargado. La mujer no la reconoció en seguida y se inclinó para levantarla  e identificar qué se estaban olvidando. 


Era su sombra. La sombra no pesaba nada en la mano y era tan flexible que si la levantaba por la cabeza parecía derramarse por los pies. Había quedado con la postura de brazos en jarras que había tenido secándose después del último baño, estirada por el sol poniente. La mujer no llamó a nadie ni comentó nada y como si quisiera ocultarla plegó ese cuerpo de luz oscurecida, lo dobló varias veces, hizo un rollito y se lo guardó en el bolso. 
Desde entonces anda con su sombra en la cartera. Su sombra no quiso depender nunca más de su cuerpo poniéndose al sol. Y como a la mujer le pesa no hacer sombra sobre el suelo, muchas veces intentó recuperarla sacándola de la cartera y desplegándola en el suelo detrás de ella, a contrasol, pero la sombra sigue con una postura enfurruñada de brazos en jarras aunque ella la desafíe levantando un brazo o estirando una pierna. La mujer, entonces,  vuelve a hacerla un rollito  y se la guarda en el bolso otra vez porque a tirarla no se anima. 


¿Niños? o ¿Niños y niñas? o ¿Niñes?


Invitación a fiesta infantil de un sindicato
del Hospital de Clínicas






"Feliz día, niñes" se invita en mi lugar de trabajo nombrando a  los infantes con un nuevo universal o genérico  que ahora busca su lugar en el castellano.

La lucha de mujeres y la emergencia de género ha impactado en muchos aspectos y uno  de ellos es sobre el idioma, al menos sobre el nuestro. Se trata de hace visible al género femenino en una lengua que nombra al universal o genérico con el masculino y se estructura fuertemente así. Desde hace una década o más los intentos de modificar esa estructura y abrir lugar a la visibilización de lo femenino han pasado o pasan por el desdoblamiento, es decir no usar más el masculino como genérico sino nombrar por separado a varones y a mujeres, ya sean  presentes o aludidos: los vecinos y vecinas, los profesores y profesoras. En el idioma escrito se ha hecho y y se hace con el uso de la @ o de la x en lugar de las vocales:  lxs vecinxs. Y hasta con la supresión de las vocales, sin reemplazo por otro signo: ls vecins. 

Estos intentos presentan diversos problemas, aparte de la lisa y llana resistencia: el desdoblamiento permanente es agotador y rompe el principio de economía del idioma,  y el reemplazo o supresión de las vocales solo sirve para la lengua escrita. Pero los intentos renuevan su creatividad  y ahora se desarrolla otro: encontrar un genérico nuevo reemplazando la o masculina  por la e neutra: vecines, compañeres, todes.

Resistencia correctiva
No sabemos qué recogerá  al final el castellano, y qué fijará, pero lo más probable es que más tarde  o más  temprano no pueda ignorar estas emergencias del habla que todavía pueden ser sectoriales, no abarcadoras de toda la sociedad, pero que va en ese camino. Hasta hace muy poco el lenguaje inclusivo solo aparecía en el discurso político, en el discurso público y políticamente correcto, pero avanza y  permea a otros ámbitos, también el de la vida personal y familiar. Por ejemplo: integro un grupo de guasap de una muchedumbre de primxs, y hete aquí que hasta no hace mucho podía dirigirme a ellos naturalmente con el universal "primos" pero desde hace poco, si me dirijo así, me entra una cosquilla molesta, una advertencia como de futuro estornudo, una pregunta que antes, en ese ámbito familiar o personal, no aparecía: ¿y las primas? O ¿y lxs primxs? O ¿y les primes?

Volviendo a la invitación a la fiesta infantil, que hay resistencias, las hay, no a la fiesta misma sino a la forma de saludar a les niñes. Pero que la resistan también es signo de que los perros ladran y el  idioma cabalga. 


viernes

El hombre que tocó a la muerte con la punta de los dedos


Al hombre se le había hecho muy tarde y volvía a su casa desesperanzado de encontrar un colectivo, caminando por barrios apenas iluminados de tanto en tanto por una lamparita amarilla colgada de allá arriba. Ya cerca de su casa se cortó la poca  luz que había y en la noche sin luna el barrio quedó como boca de lobo.  Tratando de ubicarse y de buscar referencias conocidas luego de unos momentos de desconcierto reemprendió la marcha lenta y cuidadosamente.


Iba así,  adivinando el suelo paso por paso, cuando se topó con algo enorme y oscuro, una mole quieta, que lo hizo frenar a un centímetro de distancia.  La mole respiraba. Que respiraba lo percibió con toda nitidez y que era enorme lo supo porque oscurecía lo negro y porque la respiración venía desde arriba, desde lo alto. Se detuvo con todos los sentidos alerta, incluyendo el de la vista que no lo ayudaba mucho en las circunstancias. Se dio cuenta que la mole era una mujer, una mujer gordísima, y que estaba sentada, inmóvil. La enorme mujer gorda tenía aliento pero no desprendía ningún calor y  descansaba, o esperaba,  o acechaba.
Cuando  advirtió que la mole  tan quieta esperaba o acechaba,  de puro curioso estiró la mano derecha para tocarla. Con precaución, como si pudiera tocarla sin ser él mismo advertido, rozó con la punta de los dedos la piel de la mujer sentada y al hacerlo recibió una descarga eléctrica fría,  y  al mismo tiempo tuvo la visión de lo que ella estaba mirando. Miraba hacia la casa de un hombre que era panadero y que un rato después, al encender los hornos en la madrugada, se descompondría del corazón y moriría de un infarto antes de llegar al hospital.
El  hombre comprendió, súbitamente y con espanto,  que la mujer gorda era la muerte y salió corriendo despavorido. No recuerda cómo llegó a su casa. Y desde entonces le quedó un ardor en la punta de los dedos de la mano derecha, que durante el día, para trabajar, lleva vendados.  Y  a la noche, cuando se saca las vendas para dormir, apaga la luz para observarlos desprender una suave fosforescencia verde que ilumina apenas el borde de las sábanas.
IG

jueves

El punto inmóvil


Por alguna razón de secreto magnetismo el punto podía desplazarse hasta medio metro en la despensa-baulera de la abuela, entre los estantes de frascos de conservas, las sillas descalabradas y las pilas de revistas viejas. Ella y una prima eran las más expertas en ubicarlo si tal cosa había sucedido: les bastaba un par de pisadas certeras para volver a hallarlo. El punto, más o menos redondo, no era mucho más grande que los pies de una niña de diez años y al pararse sobre él producía una leve sensación de almohadilla que permitía hundir muy ligeramente el talón o la punta del pie.

Después de ubicado las dos se turnaban para jugar. Ambas primas, y los amigos que invitaran, tenían que entrenarse para el uso porque al principio producía vértigo. Parados sobre el punto, con los pies bien firmes y cierta flexibilidad en las rodillas,  había que clavar la vista en la pared descascarada de enfrente y esperar unos segundos a que se activara el giro. No le llamaban “giro” cuando eran chicos sino “la vuelta” que era lo que el punto empezaba a hacer: dar vueltas desde aquella despensa-baulera medio abandonada hasta que la visión atravesara las paredes y llegara a la esquina, y luego a cada vez mayor velocidad  alrededor del que estuviera jugando, girara más allá de calles y avenidas, más allá del  barrio y la ciudad, y del país y del océano, hasta convertirse en una velocísima cinta  que abarcaba la Tierra entera y que los envolvía en su movimiento, una navegación circular durante la cual se acallaban todos los sonidos y el silencio era cósmico en la exacta inmovilidad. Para pararlo y dar el turno a otro había que cerrar los ojos y esperar unos momentos, tal vez un minuto, a que la cinta se fuera deteniendo, que la visión se des-envolviera a su alrededor, que dejaran de producirse unos suaves movimientos de bamboleo, como los de una máquina agitada que se fuera apagando, hasta que recién entonces se volvían a escuchar los sonidos comunes, como la voz del siguiente jugador reclamando su turno, y se viera de nuevo la pared descascarada de enfrente.

Así me cuenta con asombro recién ahora descubierto la viejita que vive al lado mío. Me dice que nunca se dio cuenta si la abuela u otros mayores de la familia estaban enterados de la existencia de aquel punto en la despensa-baulera, y que hace un tiempo fue a visitar el lugar donde hace mucho estaba la casa familiar con secreto ánimo de poder pasar y de saber si el punto seguía activo, pero se encontró con que aquel predio es ahora una torre de elegantes pisos sobre la avenida Pedro Goyena, en Buenos Aires. Y así no se atrevió a averiguar si se conserva el punto inmóvil desde el cual se podía observar el giro loco de la Tierra.
IG



sábado

Campo de luces


Por Ruta 2, yendo de Buenos Aires a Mar del Plata  un poco antes de Dolores,  se lo descubre mirando hacia la derecha.  Se puede bajar al camino vecinal y adentrarse unos cinco o seis kilómetros  para disfrutarlo de cerca y entrar en él.  Es un campo de varias hectáreas florecido de luces. Hay árboles altos, ya muy desarrollados, que se cubren de lamparitas de luz cálida en primavera. Hay grandes canteros de elegantes espirales  de luz blanca. En una lomada crecen y se multiplican las luces LED redondas de muchos colores y por los senderos internos se camina entre los fragantes empotrados de piso. El diseño del campo es radial y en el centro se destaca la maravillosa enredadera de miles de lámparas diminutas que desde el anochecer parecen haber atrapado todas las luciérnagas del mundo. Cuando la noche es despejada, el campo parece un pedazo de cielo estrellado caído sobre la pampa. Cuando la noche es neblinosa las luces flotan en el espacio y se difuminan creando una provocadora confusión entre arriba y abajo.
Los trabajadores luceros que lo atienden son jardineros expertos que han logrado retener y  desarrollar las semillas de luz. No cobran por su trabajo más que a voluntad lo que cada visitante quiera dejarles. El campo solo cierra los lunes.
IG

domingo

Lo que vio la mujer que llegó al horizonte


Descreída de que el horizonte nunca pueda alcanzarse, una mujer empezó a caminar y llegó hasta él. Caminó días y días sin desanimarse de verlo siempre a la misma distancia. Siguió caminando noches y noches durante las cuales seguía imaginándolo y deseando alcanzarlo, sin verlo. Un amanecer descubrió que el horizonte había cambiado su condición de nítida línea que une el cielo y la tierra por otra que se difuminaba  perdiendo precisión y ganando amplitud en el espacio. Comprendió que estaba cerca y apuró la marcha.

Varios días después,  llegó.  El horizonte, contó después, es una enorme pared de luz que se fragmenta en múltiples figuras geométricas, líneas, círculos, óvalos, que no se pueden atravesar. Sin embargo, la pared de luz es blanda y las figuras se arman y desarman fluctuando verticales en el espacio infinito. Mis pies llegaron a su límite y sentí que no había más suelo sobre el que seguir caminando, una sensación de precipicio, dijo. Para probarlo,  en ese borde se afirmó sobre el pie izquierdo  y extendió el derecho hundiendo la punta en la pared blanda, y entonces los óvalos, círculos y líneas de bordes redondeados de luz se movieron, ondulantes como si hubiera agitado su reflejo arrojando una piedra a un estanque.

Isabel Garin




martes

Herbarium: un libro vegetal y fabuloso

La narradora y poeta rosarina Celia Fontán acaba de presentar en Buenos Aires su libro Herbarium. Con su delicada y sutil  fantasía cuenta los pormenores de una alucinada vida vegetal: flores que florecen en laboratorio después de miles de años congeladas,  un hecho fantástico éste pero de estricta realidad, y otros que detallan lo irreal con tanto realismo como ese florecimiento:  unas rosas que devoran en los jardines y otras que aúllan en las arenas del Sahara, campos de húmedos  helechos, árboles que miran, perfumes vegetales que huelen a carne muerta en la hondura de las selvas, herbarios que despiertan en la noche y recuperan la circulación de su savia, y así más y más hallazgos recolectados en una naturaleza  maravillosa a la manera de los antiguos exploradores que detallaban los hallazgos de los viajes en las botánicas fabulosas de su época
El árbol de los ojos

Durante años buscó el árbol de los ojos. Sabía de su existencia por testimonios de viajeros  y grabados antiguos. Deambuló por los bosque más intrincados, interrogó a nativos de mil lenguas con gestos y palabras aprendidos trabajosamente en diccionarios de idiomas casi extintos.  Finalmente dio con él.  El árbol permanecía con los ojos cerrados en el sopor de la siesta. Esperó hasta el atardecer pero pudo más el cansancio y se quedó dormido. Al despertar se sintió atravesado por una nube de ámbar. Nunca nadie lo había mirado así.  Los párpados del árbol eran afelpados como los de una gacela y sus ojos claros lo miraban sin asombro,  como si hubieran sabido desde siempre que él iba  a llegar. 


















miércoles

Hurgar en bibliotecas ajenas

Como decía Marguerite Yourcenar, una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca. La suma de sus libros constituye una radiografía, un retrato, un mapa del alma de su poseedor. Cada biblioteca revela al menos un secreto, pero acceder a ese secreto depende de la sensibilidad del observador.


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Un “consejo” para promover la lectura, atribuido al cineasta John Waters, en su traducción más difundida la del español peninsular— dice así: “Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”. Más allá del chiste, está claro que para los amantes de la lectura no es lo mismo llegar a una casa donde hay libros que a una donde no los hay. En cuanto descubre la biblioteca, el visitante lector está a la espera de poder curiosear entre sus estantes, al menos echar un vistazo furtivo y fugaz para hacerse una idea de qué títulos y autores pueblan el lugar.
La biblioteca es una especie de mapa del alma de su poseedor, una radiografía, un retrato. A menudo también una biografía. “Podés armar las vidas de las personas en función de sus bibliotecas”, asegura en una entrevista el uruguayo Marcelo Marchese, dueño de una librería de uCsados, quien, como tantos otros en su rubro, suele abastecer su negocio comprando colecciones particulares.
“Descubrís a qué se dedicaban, si se divorciaron, si tuvieron hijos… añade Marchese. Me pasó de descubrir a un hombre que tenía un vínculo con el fascismo italiano y otro que tenía un carné de afiliación al partido nazi. Siempre pienso en escribir un cuento en el que el librero descubre un crimen en función de una biblioteca”.

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Sin llegar a detective, como el librero del cuento que quizá Marchese escriba alguna vez, uno puede convertirse en “inspector de bibliotecas”. Ese grado alcanzó, según el escritor Antonio Gamoneda, el periodista Jesús Marchamalo, quien hace una década comenzó a publicar en el periódico madrileño ABC una serie de artículos titulada “Bibliotecas de autor”, destinada a describir las colecciones privadas de autores consagrados. Cuatro decenas de esos textos fueron reunidas luego en los volúmenes Donde se guardan los libros (2011) y Los reinos de papel (2016). En el prólogo del primero, Marchamalo escribió:
Cada biblioteca se rige por una serie de códigos, unos usos ni siquiera conscientes, caprichosos la mayor parte de las veces, que acaban señalando al lector, y que hablan de sus afanes y rarezas. Decía Marguerite Yourcenar que una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver sus libros. Y creo que es verdad. En el caso de los escritores se añade además la sospecha fundada de que sus bibliotecas esconden una parte del mapa del tesoro. De su manera de plantearse y entender la literatura.
En sus textos, Marchamalo no solo refiere los libros que conforman las bibliotecas, sino también las peculiaridades que los rodean: soldaditos de plomo entre los volúmenes de Javier Marías, cientos de muñequitos infantiles entre los de Fernando Savater, la “biblioteca portátil” en la que terminó convirtiéndose el asiento trasero del coche de Luis Landero, los ejemplares destrozados por el perro de Soledad Puértolas… Detalles que también hacen, sin duda, al retrato de cada lector.

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En un artículo titulado “Un Borges tuteado”, la argentina María Moreno narra la ocasión en que viajó a París y se alojó, ella sola, en la casa de un compatriota amigo, quien a su vez estaba de viaje junto a su pareja, un francés. La biblioteca era enorme, describe, y contenía a muchos autores franceses que ella había leído a conciencia. Pero estas ediciones estaban, por supuesto, en su idioma original, que Moreno no maneja: los nombres de las editoriales y colecciones que ella solía ver “en la segunda página, un poco más arriba de la fecha de edición” (La Pléiade, Gallimard, Le Seouil, Grasset & Fasquelle) aquí estaban en los lomos.
“No había ningún libro en castellano. Sentí una especie de resentimiento, de antiimperialismo doméstico, que seguramente me hacía torcer la boca”, explica la autora. Hasta que por fin reconoció una edición de Anagrama en la pila acumulada sobre la mesa de noche: El factor Borges, de Alan Pauls. Lo supuso “como un talismán”: “La carta en la manga que mi amigo atesoraba de una lengua en minoría frente a la que se repetía en la biblioteca ‘dominante’ y es por eso que debía velar como una lámpara sobre la mesa de luz”.
Cuenta Moreno que lo leyó de un tirón y que, a medida que lo hacía, se fue “poniendo cómoda en el departamento”. Es decir, necesitaba encontrar en esa biblioteca ajena un libro de los suyos, un libro para ella, quizá porque solo en ese momento se sintió de verdad en casa de un amigo, es decir, porque después de estudiar la radiografía que era esa vasta biblioteca dio con el detalle que le permitió reconocer la presencia del amigo que le decía: “Ponete cómoda, estás en tu casa”.

4
Tan bien describen algunas bibliotecas a sus dueños que algunas lo hacen incluso físicamente. En La casa de los veinte mil libros (2014), Sasha Abramsky homenajea a su abuelo, Chimen Abramsky, propietario de una casa que, a través de las décadas, fue tomada por los libros. Describe que “algunas de las habitaciones habían dejado de tener cualquier utilidad práctica: la flora bibliográfica había crecido de forma exuberante”.
En esos casos, la solución de Chimen fue simple: cerrar los cuartos con llave y ocultarlos de la vista. Pero en una ocasión en que el hombre entraba en uno de esos cuartos clausurados, una de sus nietas “entró a hurtadillas detrás de él [y] lo vio desaparecer por entre las pilas de libros, por un túnel que, juraba ella después, tenía exactamente la forma de su silueta”.
A propósito de espacios clausurados: ¿acaso los lectores no tenemos siempre por ahí algún que otro libro del que no nos enorgullecemos nada, o que directamente nos da un poco de vergüenza? ¿Acaso no los solemos guardar en cajones o en compartimentos ocultos, para que no nos descubran? Y es que esa forma del voyerismo, la pasión por hurgar en bibliotecas ajenas, es prima hermana del exhibicionismo: el placer de que alguien llegue a mi casa y se detenga a observar mi biblioteca como una forma de estudiarme a mí. Aunque, desde luego, como bien nos enseñó el psicoanálisis, no controlamos todo lo que expresamos. La biblioteca constituye un discurso que dice mucho más de lo que se propone la voluntad de su poseedor.

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A lo mejor, de hecho, la biblioteca no sea solo un mapa del alma de su propietario, sino incluso un pedazo de ese alma. Quizá por eso la venta de la biblioteca de alguien que ha muerto resulta a menudo, para sus familiares, una parte del duelo. “Muchas veces lloran cuando se desprenden de esos libros, y eso es difícil de soportar para el librero. En ese momento vos estás terminando de matar a su familiar”, apunta Marcelo Marchese, el librero uruguayo, habituado a atravesar situaciones dramáticas de ese tipo.
Por todas estas razones, cada vez que puedo hurgar en la biblioteca de alguien me siento además de curioso, quizá fisgón, a veces indiscreto y muchas veces, no lo negaré, envidioso un privilegiado. Cada biblioteca revela, en su silencio, al menos un secreto, pero acceder a ese secreto depende de la sensibilidad del observador. Eso también es saber leer.


(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. Ha publicado la novela breve Támesis (2007) y el libro de cuentos Partidas (2012)

Luciana Jury no se olvidó

Por Mariano Del Mazo  -  Página 12  7/2/18



Dicen, y no es una broma, que las películas argentinas que más disfrutaban los ciegos eran las de Leonardo Favio. Al estreno de Juan Moreira, por ejemplo, fueron espectadores ciegos. Y fue tal el disfrute que para las funciones siguientes los productores invitaron, según reseñan los diarios del 1° de agosto de 1973, “a distintas entidades que agrupan a no videntes”. La explicación de esa empatía es sencilla: tiene que ver con el poderoso sonido de aquellos filmes, el imponente concepto operístico de esas músicas que siempre fueron centrales. Favio era obsesivo con el tratamiento sonoro porque aspiraba a que sus películas se escucharan bien en las pequeñas salas del interior, que no contaban con equipamientos. No le interesaba que su cine fuera consumido sólo por el circuito porteño; quería llegar al pueblo. Su plan artístico era tan estético como político.

Con muchos menos elementos, Luciana Jury logró un efecto similar en la octava noche del Festival de Cosquín que acaba de terminar; pura conmoción, puro sonido, pura imaginería. Pueden asomarse a YouTube: lo que Luciana hizo a través de un par de pases mágicos fue que su tío estuviera en la Próspero Molina. No sólo en una pantalla gigante; Favio estuvo presente con su volcánica desmesura en el arte mismo de la Jury. El ADN explotó. Lo onírico, lo transfigurado, lo fantástico es una marca de familia. Con su voz que parece venir de un patio andaluz –y toda la impronta árabe– la cantante es probablemente la artista más fulgurante, incorrecta y libre surgida en los últimos diez años. 





En 2008 dejó sedimentar su temperamento rockero de suburbio y debutó en el disco con el guitarrista Carlos Moscardini, en “Maldita huella”. A partir de entonces no paró. Intervino cuantas veces pudo la realidad social. Su bandera tiene las dimensiones vastas de una libertad total que para muchos resulta intolerable. Todo lo ejecuta a su manera, sin alharaca, rea y al mismo tiempo aristocrática. Trazó, al fin, ella también, un plan estético y político. Ese diseño –intuitivo, visceral– viene abarcando desde la recuperación de cantos extraviados en la noche de los tiempos hasta la libertad sexual. Supo sacar debajo de la alfombra del derecho de autor cuecas chilenas anónimas, hizo “Post Crucifixion” de Pescado Rabioso como si Luis Alberto Spinetta hubiera nacido en Perú, grabó con Gabo Ferro un tremendo disco a dúo... 

Ahí está, ahora, en el siempre atemorizante escenario Atahualpa Yupanqui: delante de un trío bajo, guitarra y batería, encarando “Ella ya me olvidó” sobre el final de su mínima media hora en Cosquín. Antes había reformulado la cumbia “En tu pelo”, el hitazo de Lía Crucet. Una pareja de varones bailó sobre ese cover tropical, circunspecta, amorosamente. Un guiño queer memorable. Al terminar su set, lo último que expresó la Jury fue: “¡Mucha vida, poca vergüenza!, como dijo Susy Shock”. ¿Alguien habrá entendido la rúbrica de la cita? El audio de este tipo de eventos al aire libre da para que el Susy Shock acaso llegue a los oídos del público como si fuera el apellido de un gurú new age japonés. Pero la Jury es cualquier cosa menos new age y citó a Susy Shock, una cantante, poeta y actriz nacida en Balvanera que se autodefine como “trans-sudaca”. Todo esto ocurrió en Cosquín. 

Un foro históricamente conservador de la argentinidad, un irresistible agujero negro que abduce tensiones y contradicciones y que enciende pasiones en todos: desde sojeros en 4x4 hasta paisanos de a pie, de urbanos curiosos a cazadores de talentos. Con polémicas mayores o menores, que pueden partir de la mención a Santiago Maldonado a la disputa a los codazos de horarios centrales televisados. Con ese antecedente, en el medio de la ciénaga donde puede caer hundida, Luciana Jury se planta en el escenario. Su tío la escudriña desde la pantalla gigante; su padre, Zuhair, guionista de la mayoría de las películas de Favio, hace lo mismo pero frente a la TV, en su casa en Tortuguitas. Cuando le preguntan por qué canta como canta, ella responde: “Por la literatura de mi padre. Lean ‘El glorioso velorio de la Juana Pájaro’. Ahí están las claves de todo”. En ese texto, el último de su cosecha, Zuhair muestra una prosa desbordante, expansiva, que trabaja con sueños, pesadillas y fantasmas. Todos mueren, resucitan, vuelan. Ahora el trío de Juan Saraco en guitarra, Lucas Bianco en bajo y Leandro Savelón batería hace una base sobre “Ella ya me olvidó”. 

Es el momento cumbre de la noche, el que hace ir una y otra vez a YouTube. Jury entra en éxtasis y empieza a recitar, a gritar: “En tu nombre, en todo tu ser. Jorge Zuhair Jury, Leonardo Favio. ¡Acá está Juan Moreira, mierda! Nazareno, no no no, Nazareno. Desecha el material: la plata, el oro, por amor Jesucristo. ¿Monito? ¡Monito las pelotas! ¡Señor Gatica! ¿Me escuchaste papito? ¡Oligarcón! Soy Gardel. Volá. Ofrenda a la tierra. Un pedazo de tierra para vos, el mismo pedazo de tierra para todos. Por el derecho de haber nacido. Ofrenda a la tierra. Un futuro distinto para nuestros hijos. Ofrenda a la tierra. Cambiar el mundo y unirlo, esta vez por amor. No al desmonte, no al monocultivo. Ofrenda a la tierra. No a la explotación laboral, de niños, niñas, mujeres, hombres, bisexuales. No a la resignación, recuperar la alegría de estar vivo”. 

Como una Janis Joplin del conurbano deja el recitado, retoma “Ella ya me olvidó” y se desarma en jadeos. Después dice lo que dijo Susy Shock sobre la vida y la vergüenza. Deja el escenario lleno de espectros: Nazareno, Moreira, Gatica, Gardel, Favio. Interviene, no para de intervenir sobre paradigmas de género que caen con estrépito y sobre la revolución sexual que se debate cada día de diferentes formas en diferentes medios y se va con un eco: Yo no puedo olvidarlo. Yo lo recuerdo ahora.