Todavía a oscuras
me incorporo. Sigo escuchando la respiración pero de pronto advierto que no soy
yo la que respira con ese sonido nítido. ¿Sigo soñando? No, ya no estoy soñando, ahora estoy bien
despierta.
Enciendo la luz y entonces lo veo: en la cama de al lado hay un hombre
dormido que respira profundo con la mayor de las calmas. El descubrimiento me
hace gritar con todas mis fuerzas, me
sale un grito de sorpresa y miedo… pero sin ningún sonido, un grito aterrado y silencioso. Enseguida me duele la garganta, las cuerdas
vocales forzadas al máximo pero sin resultado. Siento un mareo. Cuando pasa,
una catarata de preguntas se me derrama: ¿cómo entró a la casa?, ¿cómo no escuché nada?, ¿quién es?, ¿cómo
está aquí, durmiendo en mi pieza?
Vuelvo a mirarlo. Como no hubo grito no se despertó y sigue durmiendo en el
mejor de los mundos. Lo observo: está
vestido pero se descalzó y dejó las zapatillas, unas Adidas ya muy usadas, una
junto a la otra ordenadas en el suelo, y al lado un bolsito de color azul
también muy usado. Duerme de costado, un pie sobre el empeine del otro, una
rodilla sobre la otra, el brazo de arriba extendido sobre la cadera y el de
abajo cruzado sobre el pecho. Tendrá unos 50 años, los pómulos marcados, el
pelo oscuro con entradas, y aspecto de reponerse de un trabajo físico que lo ha
cansado mucho. Me detengo en la expresión: tiene una media sonrisa, leve, ahora
mismo está soñando.
Me quedo mirándolo: me da pena despertarlo. No lo molestó la luz ni lo sacó
del sueño mi observación fija y fascinada, y parece que entró nada más que a
dormir… Me viene un bostezo. Apago la luz, me doy vuelta y me acomodo la
frazada que me tape bien la espalda.