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sábado

Putas de literatura: qué ves cuando las ves

Isabel Garin (para ContrahegemoniaWeb)
La literatura ha incorporado a la prostitución desde siempre. Aún antes de ser literatura las prostitutas ya estaban presentes en los mitos, las leyendas y las religiones, como la María Magdalena en el cristianismo, entre muchas otras. ¿Cómo se escribe de las prostitutas, cómo las presentan los autores, con qué sensibilidades aparecen ellas y sus clientes, si estos aparecen, en las historias de distintas épocas? Y los lectores ¿cómo leemos esas historias, con qué sensibilidades las interpretamos? En algunas de las novelas y cuentos que se comentan más abajo se ha reflejado el imaginario social y literario acerca de ellas y sus clientes, dejándonos unas preguntas para autores y lectores.
De sacrificios y abnegaciones
Margarita Gautier agoniza, sola. La tuberculosis la arrasa. Su amor, Armando Duval, que va y viene en una relación atormentada con ella, sabrá más tarde, ya fallecida, de su sacrificio por él y su familia. Margarita es una refinada prostituta de los hombres de clases altas en el París de mediados del S. XIX, según la novela La dama de las camelias (1848), de Alejandro Dumas (h). El joven Armando pasa de ser cliente y esperar su turno a ser su enamorado, pero en una relación siempre tortuosa porque le demanda a ella una exclusividad imposible, envuelto en celos y disputas, y a ocultas o contrariando a su padre.
En las antípodas de los exclusivos ambientes de la vida de Margarita, Sonia, en cambio, no puede partir de un ambiente más pobre y miserable. Sonia Semiónovna Marmeládova, personaje de Crimen y Castigo (1866), de Fedor Dostowieski, es la hija de un padre alcohólico que no puede mantener a su familia y hermana mayor de niños que no tienen alimento ni abrigo. El ambiente que la rodea en su casa clama a los gritos que se inicie en la prostitución porque ella es la única que podría llevar así algún alivio a la familia. Cuando cede a ese mudo reclamo y por primera vez lleva algunas monedas con las que comer, su madrastra la abraza agradecida y conmovida, y su padre se atormenta de culpa y de vergüenza pero sin dejar por eso de emborracharse, ya irrecuperable.
Las dos son ejemplos de las prostitutas generosas y abnegadas, mujeres que en contraposición a la condena social que sufren son capaces de entrega personal por los demás. Así sucede también con Bola de Sebo (1880), un cuento de Guy de Maupassant, que se ambienta en la Francia ocupada por Prusia durante la guerra de 1870. La prostituta Bola de Sebo comparte viaje con ricos matrimonios burgueses que huyen de la zona ocupada, siendo ella la que a pesar de la patente reprobación con que la tratan no duda en compartir los alimentos que ha llevado. Al llegar a una posada un oficial prusiano les impide seguir viaje a menos que Bola de Sebo pase la noche con él. Bola de Sebo se niega a entregarse a un enemigo y ocupante de su país, y es entonces cuando las señoras ricas que no le hablaban empiezan a rogarle con insistencia que ceda porque ¿qué le haría una mancha más al tigre? Y los señores acompañan persuasivamente el argumento, todos dejando de lado las razones de moral política que ella esgrime y argumentando que si accede al requerimiento del prusiano le dispensará un bien a todos. Al día siguiente, cuando pueden reanudar la marcha después de que ella se violentara a sí misma por los demás, los hipócritas compañeros de viaje vuelven a despreciarla, sin siquiera mirarla y sin compartir con ella la comida que han llevado.


En las selvas y ciudades
En la literatura latinoamericana suele haber prostitutas nacidas y criadas en las selvas del realismo mágico. Unas criaturas salidas de la miseria y los abusos pero vitales y resueltas, que han tomado un destino de prostitución enteramente a su cargo y deciden sacarle todo el provecho posible en la mejor vida posible. Así lo toma la muy improbable Sayonara, protagonista de La novia oscura (1999), de Laura Restrepo. Todavía siendo una niña flaca y esmirriada ha llegado por el río a Tora, sin compañía, sin nombre, sin historia, aunque es posible deducirla. Tora es un pueblo colombiano desarrollado por las explotaciones de la Tropical Oil Company, y ahí sí, con los trabajadores petroleros, encontrará el trabajo y el poder que ha imaginado. La más tarde bautizada como Sayonara es tan niña al llegar que todavía ni siquiera tiene la regla cuando se planta frente a quien sea en busca de trabajo de puta. Tan decidida, tan niña y tan sola, la prostituta retirada Todos los Santos la toma a su cargo, para entrenarla y para esperar a que le crezca un poco el cuerpo. Cuando ha llegado el momento, y en reunión con las demás compañeras de trabajo, se decide que se inicie con el señor Manrique, viejo putero y amigo de todas, porque la tratará con cuidado. El recurso narrativo para no ver cómo un viejo desflora a una niña es no habilitar esa parte: simplemente, a la mañana siguiente de esa violación consentida, Todos los Santos encuentra al señor Manrique durmiendo tranquilamente y a la ya iniciada Sayonara en los fondos de la casa dándole de comer a los chanchos, con toda placidez, y sin ninguna consecuencia amarga.
Hay otras historias también crecidas en aquellas selvas, como la de Memorias de mis putas tristes (2004), de Gabriel García Márquez. En ella, el protagonista, un periodista que nunca se ha acostado con una mujer sin pagarle, quiere celebrar sus 90 años con una virgen de 14. Una madama se la consigue y se la entrega dormida, porque la ha sedado. Esta transacción derivará en el amor platónico que el viejo irá descubriendo por la pura contemplación de la adolescente Delgadina, mientras al mismo tiempo revisa su larga vida. La ausencia de relaciones sexuales y la maravillada admiración por parte del cliente justifica de cierta manera que el viejo periodista haya comprado una adolescente de familia pobre para hacer lo que quiera con ella.
Esta omnipresente disponibilidad de las mujeres (y de las niñas y adolescentes) puede ser mucho menos tierna que aquellas realidades mágicas. Los clientes pueden presentarse con la más natural cotidianeidad, sin más consideraciones que el consumo del cuerpo de las putas, como el que hace Adrián, el protagonista de la novela Lanús (2002), de Sergio Olguín. Adrián, un consumidor muy normal de prostitución, inquieto por varias cuestiones, está buscando cierta contención y sexo y como en ese momento no los tiene de otra forma simplemente llama a un lugar que ofrece “a domicilio, nenita joven, la mejor onda”. Vanesa, la chica delivery que le mandan, publicitada como “un bombón de ojos azules, noventa y cinco-sesenta-noventa, de veintidós años” cobra primero, hace su trabajo a conciencia (aquí el recurso narrativo no está oculto sino que es al detalle), se va, y después sí, él puede dormir tranquilo. Hay una conformidad en el relato, una naturalización que no discute nada ni tiene atisbo de plantearse ni una pregunta sobre ese consumo. Es el cliente que usa y tira, con una naturalidad descarnada. ¿Adrián aparecería de nuevo así, 17 años después, si lo escribieran de nuevo ahora o seguirá igual llamando a una nenita joven a su domicilio?
Y Andrada, el personaje de Oscura monótona sangre (2010), también de Sergio Olguín, encuentra en Daiana, una prostituta adolescente de la Villa 21, un escape a su vida de empresario exitoso y padre de familia muy formal. Andrada ha escuchado por casualidad a unos camioneros en un bar hablar de las casi niñas que se ofrecen sobre la avenida Amancio Alcorta, en Buenos Aires, y justamente por eso, por casi niñas, más codiciadas. Saben del hambre en la villa y de las carencias de todo tipo que las manda a la calle (son las hijas de las paraguayas, agregan), pero saberlo no les despierta ninguna solidaridad sino los más crudos comentarios acerca de qué se les puede hacer y por cuánta plata.
Potencia
Una característica repetida en otras novelas es la de la diversión, la de contar la prostitución en tono de jolgorio, con distanciamiento de lo que le ocurre a las mujeres. Así se lee en La ciudad de los prodigios (1986), de Eduardo Mendoza, una novela ambientada en Barcelona a fines del S.XIX y primeras décadas del XX. El protagonista Onofre Bouvila, un sórdido y manipulador personaje, cita a una reunión al marqués de Ut y a Efrén Castells, un tipo gigantón, en la casa de un hombre lisiado que prostituye a sus tres hijas. La menor, que está atendiendo a los dos invitados de forma alternada, se encuentra después así:
“La hija menor del lisiado lloraba en la cocina. En el curso de la noche había tenido que atender cuatro veces los requerimientos depravados del marqués y nueve veces las embestidas colosales de Efrén Castells. Esto le había provocado una ligera hemorragia y fuertes dolores; su hermana mayor había tenido que abandonar el piano y reemplazarla en la alcoba. Ahora ella ayudaba a la mediana en la cocción de panellets de los que el gigante había consumido catorce kilogramos a pesar de que los piñones le producían, según dijo, ataques agudos de priapismo”.
De esta manera jocosa se explica cómo debido a los kilos de esos dulces que Efrén Castells ha comido ha adquirido semejante potencia como para repetir tantas “embestidas” que ha lastimado a la hija menor. Y al contarlo así el autor pone el eje en la comicidad y diluye la cruel mención de que la chica está lastimada por los trece accesos carnales que ha aguantado. El cuerpo de la prostituta debe aguantar cualquier cosa que quieran los clientes y aún causar gracia admirativa por ello. Y mientras, además, les hacen escuchar música y los invitan con los confites recién hechos. ¿Mendoza volvería a escribir así esa escena, más de treinta años después?
Y Vanesa, la chica delivery que atiende a Adrián, tiene una contraseña con sus cafishos: si ellos la llaman y contesta que “todo está bien, bien”, significa que no la han violado. Así se lo explica a Adrián y aunque él mismo está lejos de actuar como violador no le resulta especialmente significativo ni le merece ningún comentario saber que Vanesa trabaja bajo la amenaza de asalto violento por parte de cualquiera que la haya llamado. Así es la vida, y la literatura también.
Las visitadoras militarizadas

Muy lejos de Lima, en las profundidades de la Amazonía peruana, están sucediendo hechos preocupantes en los destacamentos militares. Los soldados destacados en aquellas zonas lejanas y aisladas, faltos de mujeres durante mucho tiempo, salen a buscarlas en los alrededores de sus unidades, a tomarlas por asalto y a violarlas. Las denuncias por violaciones han llegado a los comandantes en Lima, que se proponen darle remedio a la situación.
Así comienza Pantaleón y las visitadoras (1973), de Mario Vargas Llosa. El hecho fundante de la novela es el del deseo sexual de los hombres que necesita ser satisfecho como sea, por las buenas si se puede y si no por las malas, pero satisfecho. La centralidad de este mito justifica a la prostitución como necesaria porque de lo contrario las comprensibles violaciones podrían ser masivas.
Justamente, los altos jefes militares le encargan al capitán Pantaleón Pantoja que dé satisfacción al mito. Y el eficiente capitán, enviado a Iquitos, al norte de Perú, organiza las unidades de visitadoras, prostitutas reclutadas para viajar por río a aquellos destacamentos en la selva para atender a los reclamantes soldados. Pantaleón es meticuloso, riguroso, formalísimo, y su forma de ser y el tema que debe tratar con sus superiores hace un divertido contraste que se refleja en los detallados informes que eleva, con encuestas, promedios, estadísticas, cálculos precisos de la “ambición marital” de los soldados y de cuántas mujeres y de cuántas “prestaciones” de cada una serían necesarias para satisfacer a las guarniciones:
“Que no pudo el suscrito establecer… cuál es el promedio diario de prestaciones que tabula o está en condiciones de tabular una meretriz…Que, al menos, el suscrito pudo dejar en claro mediante bromas y preguntas capciosas que las más agraciadas y eficientes pueden, en una buena noche de trabajo (sábado o víspera de fiesta) efectuar unas veinte prestaciones sin quedar excesivamente exhaustas, lo que autoriza la siguiente formulación: un convoy de diez visitadoras elegidas entre las de mayor rendimiento estaría en condiciones de realizar 4800 prestaciones simples y normales al mes (semana de seis días) trabajando full time y sin contratiempos”.
Ese tono desplegado en los numerosos informes, satírico por tratarse de serios intercambios burocráticos en el contexto del ejército, ha sido el que quedó siempre iluminado y el que se ganó la simpatía de los lectores al burlarse de las solemnidades castrenses e ironizar sobre las actividades que ocupan a los militares. Pero justamente la seriedad con que el capitán Pantoja emprende su misión, y la consecuente comicidad que eso despierta, deja en segundo lugar el consumo matemáticamente calculado del cuerpo de las mujeres, después de aceptar que tal consumo es necesario. Las visitadoras además están estrictamente controladas por el detallista y cumplidor Pantaleón, que las tiene militarizadas, bajo cumplimiento de horario y de cantidad de “prestaciones” obligatorias, adhesión a la causa de servir a la patria sirviendo al ejército como sus putas y hasta himno del Servicio, espontáneamente creado por las mismas visitadoras, que se canta con el ritmo de La raspa.
La novela Pantaleón y las visitadoras, de enorme éxito, tuvo dos versiones en cine, la primera en 1975 prohibida en el Perú del gobierno militar, y la segunda en 1999. Ha sido representada en teatro y tiene versiones en comedia musical, la última de este mismo año. Aggiornada a estos tiempos, que proclama a la prostitución como una industria de servicios igual que cualquier otra, las prostitutas se presentan como mujeres empoderadas, fuertes y electivas de su vida, que en este caso es el de “Servir, servir, servir, a los soldaditos… Servir al ejército de la Nación con muchísima dedicación” según el himno cantado, con ironía, en uno de los números. Como novedades ausentes en la obra original esta comedia musical incorpora a un varón visitador, y la muerte en medio de una balacera de la Brasileña, una de las visitadoras de la cual se ha enamorado Pantaleón, se vuelve ahora un feminicidio, muy políticamente correcto.
Pero el hecho fundacional del texto sigue igual. Vargas Llosa ha comentado en diversas entrevistas que la idea la tomó de hechos reales de los cuales tuvo conocimiento, y que la única manera de contarlos era con humor. Es que la literatura ha narrado la prostitución de diversas maneras y estilos, con distintos imaginarios e intenciones, desde la alegoría moral a la crítica social, y los lectores la hemos acompañado interpretándola con el mismo código del autor.
Pero hay dos hechos. Uno, inconmovible hasta ahora, sigue siendo el ejercicio de imposición sexual y de dominio de los hombres sobre las mujeres, que aunque deba más o menos ocultarse, como la discreta concurrencia a los viejos prostíbulos en las novelas, no deja de estar permitido y naturalizado, y así se narre.
El otro es el del feminismo que pretende desnaturalizar ese dominio en la vida. Sus cuestionamientos a la dominación patriarcal llegan también a la conciencia lectora de literatura: ¿Pantaleón sigue haciéndonos reír, después de los cálculos de las prestaciones obligatorias que les exige a sus visitadoras? ¿Adrián sigue siendo el buen tipo que es aunque más o menos seguido compre el acceso indiferente e indistinto al cuerpo de una mujer? ¿Sigue resultando gracioso que el Efrén Castells devorador de dulces que le dan superpotencia sexual la aplaque hasta lastimar y hacer llorar a una chica? ¿Se lee con la misma ternura triste de antes y sin objeción alguna que un hombre viejo encargue una jovencita como se encarga una pizza? Y sobre todo, ¿se las escribiría hoy mismo de esa manera?
Son preguntas que la literatura va o irá respondiendo inmersa en los tiempos en que se desarrolla. Pero es seguro que desde las Sonias, las Sayonaras y las Daianas a los condes y duques de Margarita, los camioneros, los trabajadores petroleros y los empresarios, las putas de literatura nos están invitando a escribirlas y a leerlas de otra manera, fuera de la aceptación acrítica de su existencia y con los ojos abiertos contra el patriarcado.


Arte: Óleo sobre tela. Museo Jorge Rando, Málaga, España